OPINION

(Green) Power to the People!

Factura eléctrica. /EFE Archivo
Factura eléctrica. /EFE Archivo

La mayoría de los españoles dedica el mínimo tiempo posible a pensar en su suministro eléctrico. El 67% no sabe si tiene contratado el suministro en mercado libre o regulado. Más del 80% ni siquiera mira la factura eléctrica cuando la recibe cada mes. Y es normal. Vivimos a un ritmo frenético, tenemos que tomar decisiones todos los días sobre decenas de cosas, y es comprensible que la gente no dedique el poco tiempo libre que le queda a estudiarse su factura eléctrica. Lo reconozco, yo tampoco analizo en profundidad mi factura del agua ni del teléfono, ni me estudio a fondo los contratos cuando elijo una aseguradora o abro una cuenta bancaria. La poca inversión de tiempo que hago en pensar en esos suministros la dedico a tratar de escoger un proveedor del que me fie, y luego intento despreocuparme.

Conviene no engañarnos. Esta situación no va a cambiar de forma drástica en los próximos años. Por tanto, aceptemos que la mayoría de los consumidores eléctricos, entre otras cosas, no va a realizar gestión activa de la demanda por sí mismo, por mucho que aparezcan tecnologías disruptivas que lo permitan, ni va a instalarse autoconsumo ni baterías si no se lo ponen fácil. Tras más de 20 años de liberalización, apenas 1,7 millones de los 29 millones de consumidores ha salido del oligopolio eléctrico. Ni siquiera llegan a 3.000 las personas que tienen instalado un kit de autoconsumo en sus hogares. Menos aún son las que disponen de elementos de almacenamiento. Y todo ello con una población española que es profundamente favorable a las energías renovables.

El sector eléctrico ha estado compuesto históricamente por dos tipos de participantes: aquellos que contribuían a que pudiera suministrarse la electricidad (generadores, transportistas, distribuidores, prestadores de servicios de balance, comercializadoras) y aquellos que pagaban por recibir electricidad (los consumidores). Se trataba, por tanto, de un fenómeno unidireccional, en el que los euros iban del consumidor a los diferentes agentes del sector y los kWh iban de los agentes del sector eléctrico a los consumidores (al menos, a los domésticos). Por tanto, ¿de qué hablamos cuando hablamos de “empoderar al consumidor eléctrico”?

Desde mi punto de vista, empoderar al consumidor eléctrico no quiere decir darle los conocimientos de un ingeniero eléctrico para que pueda decidir la potencia óptima de su instalación de autoconsumo o que se mire el precio spot cada día para decidir a qué hora consumir, sino que consiste en permitir que el consumidor capture parte de los ingresos que se generan en el sector eléctrico, para compensar así los gastos en que incurre, y en ofrecerle posibilidades sencillas para que, si lo desea, pueda apoyar la energía renovable. Durante estos años han ido surgiendo diferentes oportunidades de participación, pero todas ellas han estado frenadas por la regulación.

Veamos algunos ejemplos. Con la liberalización eléctrica (1997) los consumidores comienzan a poder elegir su comercializadora, incluyendo aquellas que ofrecen energía 100% renovable, si bien fue una liberalización deficiente, parcial e incompleta. Con el sistema de primas a las renovables (2007), algunos de los consumidores (unos 60.000) pudieron invertir ellos mismos en generación eléctrica renovable de forma sencilla, aunque luego los recortes les darían más de un disgusto. Con el fin de las primas (2012) cobraba sentido comenzar a instalar autoconsumo eléctrico en los tejados, pero rápidamente el Partido Popular, a propuesta de Iberdrola, lanzó la amenaza del “impuesto al sol” (2013) para frenar esta práctica, y hasta el año 2018, con el RDL 15/2018, el autoconsumo no ha quedado plenamente liberalizado.

Despejado el camino del autoconsumo (a falta del reglamento que desarrolle los detalles), el siguiente paso en este proceso de incremento de captura de ingresos por parte de los consumidores es, sin duda, la prestación de servicios de balance, es decir, aquellos destinados a garantizar que en todo momento haya energía eléctrica suficiente para cubrir la demanda. Estos servicios suponen una importante fuente de ingresos para la gran industria, que cobra por estar disponible para dejar de consumir cuando el operador del sistema se lo indique, y para las plantas gasistas, que cobran también por disponer de potencia gestionable.

En otros países regulatoriamente más avanzados, como Reino Unido, EEUU o los Países Bajos, los pequeños consumidores y generadores también pueden participar en los servicios de balance, a través de los mecanismos de gestión de la demanda. No lo hacen por sí mismos, sino mediante la figura conocida como agregador, que es una entidad especializada en juntar consumos y/o generación para prestar de forma conjunta estos servicios al sistema. En España, por ahora, esta opción no es posible, ya que existe un límite mínimo de entre 5 MW (interrumpibilidad) y 10 MW (servicios de ajuste) para participar, lo que exigiría un grupo de entre 1.500 y 3.000 consumidores para poder participar, y todavía no se ha regulado la figura del agregador. Nótese que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ha declarado recientemente nulo el límite de 2 MW existente en Reino Unido por considerarlo desincentivador de la participación de los consumidores, y habla como referencia de un límite de sólo 0,1 MW (¡En España es 100 veces mayor!).

Habiendo la UE dejado clara la inadmisiblidad de un límite de 2 MW, España debe rebajar de inmediato el límite elevadísimo de 10 MW para permitir que los consumidores puedan ofrecer gestión de la demanda y recibir una remuneración por ello, compitiendo de forma agrupada con la que ya recibe la gran industria y la gran generación por ese mismo concepto. Gracias a esa retribución, les saldrá más barato tener baterías o instalaciones de autoconsumo (porque monetizan el servicio de balance que prestan), fomentando la gestión de la demanda y las renovables, reduciendo además su factura eléctrica.

En definitiva, empoderar al consumidor no implica convertirlo en el centro de la toma de decisiones en materia energética, ya que carece del conocimiento y tiempo para ello. Lo que implica es que en el diseño y regulación del sector eléctrico sean tenidos en cuenta sus intereses y preferencias para que éste pueda, de forma sencilla y sin excesivos papeleos, reducir su factura y contribuir a aumentar la penetración de las energías renovables de forma fácil y sencilla.

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