Libertad sin cargas

Calviño contra Laffer, las 95 horas de Goldman y por qué trabajaremos más

EFE
Calviño contra Laffer, las 98 horas de Goldman y por qué trabajaremos más.
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No habrá milagro. No lo esperaban ni en el Ministerio de Economía. España no crecerá este año cerca del 10% que anunció a bombo y platillo la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, cuando presentó los Presupuestos Generales del Estado. De hecho, hoy provoca cierto rubor recordar el triunfalismo de aquella comparecencia. Nadia Calviño, que nunca creyó en ese guarismo y en sus presentaciones públicas utilizó siempre referentes más realistas, revisaba esta semana la previsión oficial de PIB para 2021, dejándola en el 6,5%. De un plumazo, el Ejecutivo se ‘limpiaba’ más de tres puntos de producción nacional, lo que, por un lado, dejaba en ridículo la estimación inicial y, por otro, demostraba que toda prospectiva puede ir a peor cuando se navega por tiempos tan convulsos. Todavía más inquietante es que quienes hacen los números en Moncloa pongan en entredicho la nueva ‘cifra mágica’ y ya hablen sin ambages de que la actividad podría evolucionar en torno al 5% a final de año, escaso bagaje cuando el hundimiento de doble dígito en 2020 albergaba la esperanza de un rebote consistente. En suma, lejos quedan los tiempos en que se hablaba de una recuperación robusta. España va a penar durante años para recuperar niveles precrisis mientras nuestros dirigentes estudian al detalle las encuestas sobre el último proceso electoral en marcha.

Por si fuera poco, no acaban aquí los malos augurios. El Fondo Monetario Internacional arrojaba sombras incluso de mayor calado sobre la economía española, al pronosticar un déficit público del 9% para este ejercicio, un desequilibrio que se mantendrá hasta bien entrada la década, con saldos negativos por encima del 4% hasta 2026. Del mismo modo, la deuda pública seguirá en entornos próximos al 120% hasta ese año. La pregunta clave y que los políticos deberían responder a sus votantes es clara: ¿Qué supone ese bombardeo de cifras para el día a día de la gente de a pie? Para empezar, queda claro que España va a pasar años gastando mucho más de lo que ingresa. No parece que los hogares españoles pudieran seguir el dudoso ejemplo de los poderes públicos y permitirse ese descontrol en sus finanzas sin tener en un tiempo razonable la llamada de los acreedores. De hecho, eso también le pasará al Estado, que con el tiempo tendrá que refinanciar sus agujeros. Parecería lógico que, con unas cuentas públicas tan maltrechas, la incertidumbre de quien presta crezca y se incremente el interés que demanda por dejar su dinero. Es más, la actual burbuja generada por unos tipos anormalmente bajos no durará siempre. Y aunque no será de un día para otro, lo normal es que de forma paulatina el montante de las facturas aumente. Como en una casa sucede cuando despega el euribor. La hipoteca referenciada a ese indicador que un día ‘apenas’ suponía 600 euros pasa después de una serie de revisiones a 850. Primero no se nota mucho; luego no se puede pagar.

¿Qué puede hacer un gobierno ante esa situación? Lo primero, sería interesante actuar antes de que fuera demasiado tarde. Es decir, con esas proyecciones sobre la mesa, no es difícil diagnosticar lo que viene. Se esperaría de un buen gestor que fuera capaz de mirar más allá de las próximas elecciones y que, por muy impopular que fuera, empezara a mover ficha ya. Cuando uno no llega a fin de mes, tiene dos opciones, véase, o ingresa más o gasta menos. Ya ha quedado claro cuál sería la elección del tándem Sánchez-Iglesias, esto es, aumentar la presión fiscal hasta reventar el caldero, especialmente la que recae sobre las grandes corporaciones. Nunca se demonizará lo bastante a las pérfidas empresas, que ganan dinero a base de explotar al trabajador. Claro que el problema de apostar por incrementar la recaudación tiene un tope, el que marca la famosa ‘curva de Laffer’, economista cuyo planteamiento ha sido aceptado en mayor o menor medida incluso por quienes tienen más problemas para incorporarla a su acervo ideológico. La cuestión es sencilla: subir impuestos no siempre se traduce en una mejora de la recaudación. A partir de un determinado nivel, esas alzas tributarias no son asumidas por la sociedad ni el tejido productivo, quedando estrangulada la actividad. En suma, si los impuestos son confiscatorios, compensará no trabajar. O incluso el fraude.

España sigue anclada en propuestas intensivas del factor trabajo -en la hostelería por ejemplo- que obligarán a trabajar más horas para sacar adelante los negocios y, de paso, elevar el Producto Interior Bruto para reducir el déficit

Luego, los ciudadanos verán cómo, inicialmente, les suben los impuestos. Si ese incremento afecta más a las empresas, éstas reducirán puestos de trabajo o algunas, al límite de sus fuerzas, incluso quebrarán. Pero además, en algún momento, cuando la veta fiscal no se pueda estirar más, se llegará sin solución de continuidad a la reducción del gasto. Puede que esta venga por la presión de Bruselas -a fin de cuentas, quien reparte fondos por doquier- o por la llegada de un gobierno más responsable que el anterior, dispuesto a inmolarse en la ortodoxia. Pero entonces será cuando se planteen cuestiones de fondo como la estructura administrativa y territorial y si necesitamos casi tres millones de funcionarios; o si se puede mantener el nivel de prestaciones, ya sea por desempleo o para el pago de pensiones, o incluso si hay políticas costosas de las que se hace bandera por razones ideológicas pero cuya implementación puede diferirse en el tiempo. “Saldremos de esta crisis, pero con sueldos de 700 euros”, aseguraba un insigne economista, exministro para más señas, en lo más duro de la Gran Recesión de 2008, cuyos efectos aún se dejan sentir en el mercado laboral. Los trágicos datos económicos que presenta España, afeados incluso respecto a sus socios comunitarios por la dependencia de sectores como el turismo y el ocio, rematarán los delirios de grandeza de generaciones que salían del siglo XX con una percepción del país que las dos primeras décadas del siglo XXI no han avalado. Y es que el principal drama que afrontamos como sociedad es que el discurso no se ha adecuado a nuestra realidad.

Una historia golpeaba la prensa internacional hace apenas días. Analistas de primer año en Goldman Sachs se quejaban por trabajar una media superior a las 95 horas semanales y reclamaban que se impusiera un límite… de 80. “Había un momento en que ya no estaba comiendo, duchándome o haciendo otra cosa que no fuera trabajar desde la mañana hasta la medianoche”, aseguraba uno de los afectados. Un portavoz de la compañía terciaba: “Reconocemos que nuestra plantilla está muy ocupada, porque el negocio está fuerte y los volúmenes de trabajo en niveles históricos”. Desde luego, la cosa en la firma de inversión se había ido de las manos. “Veteranos de la industria dejan caer entre líneas que ‘era igual en mis tiempos… y nunca me hizo daño’, pero es difícil de entender por qué analistas junior de Goldman (o nadie, en realidad) deben sufrir abusos en su lugar de trabajo. Se han unido a un banco, no a la Mafia”, explicaba con acierto el ‘Bartleby’ del ‘The Economist’. Dicho lo cual, se trata de una estridencia que pone sobre la mesa el debate sobre la organización del trabajo, una de las claves para sobreponerse a la debacle económica que cambiará la vida de nuestros hijos.

Al menos en España, no puede decirse que haya un problema con la extensión de la jornada laboral. Según datos del INE, el número medio de horas semanales trabajadas por todos los ocupados se sitúa en 36,3, poco más de siete horas al día de lunes a viernes. Si esa cifra es suficiente o no en el futuro, dependerá de un factor poco apreciado -incluido Goldman, a lo que parece- como es la productividad del trabajador en ese tiempo de actividad. Son esencialmente los perfiles y las industrias tecnológicas, de alto valor añadido, las que son capaces de incrementar exponencialmente la producción. Nuestro país, sin embargo, sigue anclado en propuestas intensivas del factor trabajo -en la hostelería por ejemplo- que obligarán a trabajar más horas para sacar adelante los negocios y, de paso, elevar el Producto Interior Bruto y acortar la citada brecha entre ingresos y gastos. Eso es lo que nos espera si no hay una apuesta política de medio y largo plazo por las ingenierías, la biotecnología y otras disciplinas de alto desempeño. Para eso sirven los pactos de Estado. Mientras, la flamante vicepresidenta Yolanda Díaz, CEOE y sindicatos se enzarzarán en las próximas semanas sobre cómo ‘maquillar’ la reforma laboral. Como recordaba 'The Economist', durante el siglo XX la jornada laboral media ha caído al tiempo que la producción continuaba creciendo. Cumplir la segunda parte de la ecuación es el reto de un país cuyas cifras exigirán esfuerzos extra durante décadas.  

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