Libertad sin cargas

Calviño va a la farmacia y Garzón a la carnicería

Calviño y Garzón
Calviño va a la farmacia y Garzón a la carnicería.
La Información

“En el caso de los test de antígenos la prioridad que hemos tenido era que hubiera garantía de suministro (…) Ahora ya ha llegado el momento y es necesario fijar esos precios. Yo también los he comprado a siete u ocho euros… y no puede ser”. Así se expresaba la semana pasada en una entrevista radiofónica Nadia Calviño, la vicepresidenta con mayor rango del Gobierno de Pedro Sánchez. Lo hacía horas antes de que el Ejecutivo fijara ligeramente por debajo de los tres euros el precio máximo al que se pueden comprar esas pruebas. No es fácil, empero, imaginar a la política gallega en una larga cola a las puertas de una farmacia de guardia el día 24 de diciembre. Claro que, madre de cuatro hijos, tal vez no escapó de la amenaza del virus en estas fiestas navideñas. O Incluso acudió por prevención para obtener uno de esos preciados test y brindar con más tranquilidad por el año que entra, ese que debe traerle a ella y a los españoles la ansiada recuperación económica. Lástima que las cámaras de la farmacia de marras no captaran su rostro a medio camino entre la sorpresa y la indignación cuando le cobraron cerca de 50 euros por los seis o siete plásticos que reclamó. Hubiera el sido el fiel reflejo del sentimiento nacional.

Más difícil todavía es imaginar al ministro de Consumo, Alberto Garzón, haciendo una visita a su carnicería de confianza en esos días en que su compañera de cónclave se hacía fuerte frente a la botica. De hecho, a tenor de sus declaraciones, no parece que el político riojano incluya en su alimentación variedad de carne roja o incluso de ave. Seguro que mejor para su salud, que uno ya tiene una edad. No obstante, siempre se puede echar a volar la imaginación y quizás, como anfitrión de una de esas opíparas cenas navideñas, algún familiar descarriado le ha implorado una dispensa para tirar de solomillo con foie o asar, aunque sea de forma clandestina, un buen lechal. "Resulta tan difícil vencer en una legislatura estereotipos culturales”, pensaría el ministro.“¿Pero qué origen tiene? ¿Proviene de una instalación de ganadería extensiva o de una macrogranja?”, preguntaría al carnicero para tranquilizar su conciencia y llevar a buen puerto tan indeseada misión. Durante la compra, no podría apartar de su mente al presidente del Gobierno, no tanto porque desde hace dos años aprovecha la mínima para hacerle de menos ante propios y extraños, sino porque en su nevera guarda ya un chuletón de tres dedos para hacer al punto esta Nochebuena. “Perdónale, Dios, no sabe lo que hace”.

El legislador, en cambio, sí sabia lo que hacía cuando definió las atribuciones de los ministros en la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público. Según explica la norma, “como titulares del departamento sobre el que ejercer su competencia, dirigen los sectores de actividad administrativa integrados en su Ministerio, y asumen la responsabilidad inherente a dicha dirección”. Ese genérico incluye la “potestad reglamentaria” en su negociado, así como “fijar los objetivos, aprobar los planes de actuación del mismo y asignar los recursos necesarios para su ejecución, dentro de los límites de las dotaciones presupuestarias correspondientes”. Esto es, incluso en un Estado tan descentralizado como el español, que en más ocasiones de las que sería deseable parece formado por 17 reinos de Taifas, el ministro tiene un poder más que notable, reflejado finalmente en el Boletín Oficial del Estado (BOE). Incluso si hay colisión con las autonomías, el titular del ramo puede “convocar las conferencias sectoriales y los órganos de cooperación en el ámbito de las competencias atribuidas a su Ministerio”. Esas obviedades, plasmadas en una ley y que no es ocioso recordar, permiten formularse algunas preguntas.

Las confesiones de Calviño son la constatación última de cómo ha gestionado Pedro Sánchez la pandemia, véase de forma reactiva y nunca con previsión de los acontecimientos

En el caso de Calviño, ¿acaso no pensó la superministra mientras se gastaba ese dineral en test de antígenos que el resto de familias españolas estaba pasando por el mismo trance, solo que sin ganar más de 70.000 euros al año y, desde luego, sin haber percibido nunca los más de 200.000 que se embolsaba la hoy vicepresidenta durante su época en Bruselas? Si se hizo esa reflexión, ¿no parecería razonable haber utilizado sus competencias y fijado el precio de los antígenos antes, mucho antes, cuando eran más necesarios en vísperas de las fiestas navideñas, y no haber permitido que de los bolsillos de los contribuyentes salieran decenas de euros extra en ‘instrumentos’ que, como la propia Calviño reconoció, son de “primera necesidad”? De hecho, no explicó la ‘vice’ económica por qué son incompatibles en el tiempo garantizar la existencia de pruebas y contener su precio. Más lamentable es la falta de liderazgo y de anticipación cuando la propia dirigente reconoce sin ambages que el Ejecutivo debe “asegurarse de que los productores y los intermediarios que operan en estos mercados no tienen beneficios extraordinarios por la necesidad que todos tenemos de seguir utilizando estos test”. Para reflexionar.

Garzón, por su parte, pese a haber operado con mucha más habilidad mediática, también ha dejado al descubierto su falta de ejecución. El ministro acierta, desde luego, al reducir el debate -gracias también a sus medios afines- al rechazo filosófico a las macrogranjas. En ese punto, no debe haber nadie en el arco parlamentario que pueda preferir, siempre que se garantice el abastecimiento, un modelo de ganadería intensiva descontrolado frente a una apuesta extensiva con baja densidad de animales por hectárea. Superado el debate intelectual, lo que se espera del ministro es que actúe si hay instalaciones intensivas que incumplen la ley. O que promueva cambios legislativos y haga presión en las instancias comunitarias que procedan si estima que los estándares del sector son demasiados laxos. Irse a un medio internacional como ‘The Guardian’ a desparramar ideología no tendría nada de malo siempre y cuando el medio le deje… y si ese discurso viniera acompañado de las propuestas que no se han visto al ministro en dos años al frente de su cartera. Con una salvedad. Deslizar que España exporta carne de mala calidad sí sobrepasa todas las líneas rojas y pone al sector en una desventaja competitiva que no merece, en tanto propiciada por quien más debería defenderle. Es ese punto de la alocución lo que ha levantado en armas a los afectados y al ala socialista del Gobierno.

Las confesiones de Calviño, al fin y al cabo, son la constatación última de cómo ha gestionado Pedro Sánchez la pandemia, véase de forma reactiva y nunca con previsión de los acontecimientos. La muleta de las competencias autonómicas ha sido en ese periplo la coartada perfecta para esconder la cabeza bajo el ala y repartir culpas por doquier. Garzón y las macrogranjas, por su parte, son el segundo roce en poco tiempo entre las dos almas del Ejecutivo tras el choque por la reforma laboral. En la medida en que arranca un ciclo electoral que culminará en unos comicios generales a los que PSOE y Yolanda Díaz deben concurrir con una identidad propia, solo queda por saber cuál de los enfrentamientos en ciernes terminará por dinamitar la coalición. También falta por determinar el calendario, aun sabiendo que Sánchez es quien tiene capacidad de apretar el botón rojo y que preferiría agotar la legislatura. No es solo que él mismo lo haya explicitado. Esta semana el Gobierno aprobaba la creación de un comité para gestionar la presidencia española de la UE en el segundo semestre de 2023 y no parece que Sánchez vaya a renunciar fácilmente a esos oropeles internacionales. Hay agendas personales que son de hierro.

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