Libertad sin cargas

Cuando fuimos los mejores... El triste ocaso de la gran empresa española

Francisco González en animada charla con su sucesor, Carlos Torres
Francisco González en animada charla con su sucesor en BBVA, Carlos Torres.
EP

Corría el año 2006 y un libro plasmaba negro sobre blanco un venturoso fenómeno que desafiaba la provinciana tradición empresarial española. Mauro F. Guillén, catedrático de Wharton, glosaba en ‘El auge de la empresa multinacional española’ (Fundación Rafael del Pino) el renacimiento de unas corporaciones patrias que se sacudían por fin las telarañas y con el cambio de siglo tomaban los mercados al asalto con el cartel de ‘comprador’. Último eslabón de la floreciente economía del ‘milagro’ español y con un origen bien definido en la privatización de los oligopolios estatales, esos pioneros sobrevivían a la crisis financiera provocada por el desplome de Lehman, al drama de las hipotecas ‘subprime’ y al telón de acero que caía sobre la actividad a la vuelta del verano de 2008. La debacle provocada por la Covid-19, sin embargo, parece haber sido demasiado para ellos. Al punto que incluso los más conspicuos se han visto obligados a iniciar un retroceso que, por definición, no solo empobrece a los afectados, sino también a la diplomacia y al peso exterior del país. Quien vende por necesidad, pierde por obligación. Toca volver al terruño.

BBVA se deshacía esta semana de su apuesta en Estados Unidos, liquidando de un plumazo Carlos Torres el sueño americano que tuvo FG. Poco después, la entidad admitía estar en conversaciones para la absorción del Sabadell, un plan más de andar por casa. “Gana tamaño o vete”, aplaudían algunos analistas de firmas de inversión estadounidenses tras conocerse la desinversión, advirtiendo que la creciente concentración bancaria en el país propiciará más fugas de entidades europeas, con HSBC -¿y Santander?- en la rampa de salida. Apenas días antes, Naturgy (antes Gas Natural) enajenaba su negocio en Chile para hacer caja y cumplir con su ambicioso plan de dividendos. Todo sea por complacer a los fondos que recorren su capital. Y hasta Telefónica, quizás el mayor exponente de aquella vivificante aventura internacional, cuenta las semanas para ‘colocar’ su actividad en Latinoamérica. En suma, el repliegue de los grandes ‘players’ no ha hecho más que empezar, poniendo fin a una era. “Desde 1993 las compañías españolas han invertido en el extranjero unos 200 millones -exponía Guillén en su obra-. Como resultado de este sorprendente proceso de expansión internacional, la economía, el sistema financiero, la política exterior, el mercado de trabajo y la sociedad españoles han experimentado una profunda transformación”. El proceso inverso no debería implicar un ‘shock’ menor.

Para el Gobierno, empero, la cuestión no parece inquietar demasiado. De hecho, los gurús de la casa parecen encontrarse cómodos con un Ibex cada vez más dependiente del Boletín Oficial del Estado y, en general, de la regulación emanada de las diferentes administraciones. No hace demasiado tiempo que empresas de enorme poderío presumían en sus presentaciones de la diversificación de su negocio, signo último de la salud de unos balances cada vez menos dependientes del poder político. Estas mismas corporaciones se preparan ahora para hacer el paseíllo, cabeza gacha, por las dependencias de Iván Redondo con el fin de que les adoctrinen sobre el reparto de unos fondos europeos que necesitan con avidez para aliviar sus maltrechas cuentas. En este contexto, tampoco será ya noticia ver a Sánchez envuelto en banderas y al son de los compases de James Rhodes, rodeado de empresarios de postín que aprietan los dientes mientras el presidente descorcha su enésimo plan de recuperación. Es incluso lacerante comprobar la condescendencia con la que miembros de los partidos gobernantes aluden a las dificultades que atraviesan los empresarios y a su acercamiento Moncloa, como si fueran antiguos millonarios que ahora piden limosna.

El Gobierno recupera ahora la 'golden share', un mecanismo antediluviano que utilizan como último recurso los países más débiles para proteger a sus empresas del apetito de los gigantes extranjeros

Para que no quedara duda de la deriva, esta misma semana el Ejecutivo ampliaba a los países europeos el blindaje de las sociedades españolas, en función del cual ningún inversor puede tomar más del 10% del capital de una firma sin el aval político. No hay que hacer mucha memoria para recordar el fin de ese mecanismo antediluviano que era la ‘golden share’, a la sazón último recurso de los países más débiles para proteger a sus empresas del apetito de los gigantes comunitarios. Fue precisamente el Tribunal de Justicia de la UE, allá por mayo de 2003, quien dejaba claro que esa reserva -aplicada a empresas como Telefónica, Argentaria, Tabacalera o Endesa- era contraria a la libre circulación de capitales e incluso alertaba en su fundamentación jurídica del sistema de intervención estatal que escondían esas restricciones. Como si de una máquina en el tiempo se tratara, la pandemia parece habernos hecho retroceder 20 años. Según explicaba Guillén, las dos legislaturas de gobierno ‘popular’ desde 1996 buscaron “proyectar una imagen de país ‘serio’, ‘capaz’, ‘seguro de sí mismo’ y ‘normal’; de un país que puede participar en la economía global y los asuntos internacionales codeándose con otras potencias de tamaño intermedio”. En suma, “buscó sistemáticamente terminar con la imagen que tenían los extranjeros de España desde hacía siglos, la imagen de un país ‘exótico’ y ‘atrasado’”. Y la empresa española jugó su papel en ese afán.

Según el autor de Wharton, tres fueron las razones que llevaron a las corporaciones a abrirse al mundo. El primero, la propia creación del mercado único europeo, que extendía el libre intercambio a todos los sectores de servicios. El segundo, la inevitable saturación del mercado interior. Y finalmente, la misma búsqueda de defensa para unas empresas que eran grandes en el ámbito doméstico pero pequeñas fuera. Todo en paralelo a la privatización de las empresas de referencia en sectores oligopolísticos, a fin de cuentas las más proclives a invertir en el extranjero desde su posición de ventaja competitiva y los mayores recursos financieros. Por el camino, el proceso se vio alentado por una fiebre globalizadora que hizo fortuna pero cuya continuidad hoy se pone en cuarentena. “Mientras las economías reabren -escribía The Economist en el mes de mayo-, la actividad se recuperará, si bien no cabe esperar una vuelta rápida a un mundo de movilidad y libre comercio sin trabas. La pandemia politizará los viajes y las migraciones, favoreciendo trincheras basadas en la autosuficiencia”. La Covid-19, broche fatal al ‘efecto Trump’ con su lluvia de aranceles y cierre de fronteras, terminará por dibujar un entorno fracturado “donde resolver problemas será más difícil, desde el desarrollo de una vacuna a garantizar la recuperación económica”.

En ese escenario, las empresas españolas -como otras en distintas partes del mundo- parecen estar anticipando esa nueva realidad o tal vez adaptándose cómo mejor pueden a ese mundo que viene, un mundo más regional y dividido, sin duda diferente y, por definición, más complejo. Con severos problemas en su propio territorio, cotizaciones a ras de suelo y estructuras de capital endebles, atrás parece quedar el tiempo en el que la expansión internacional situó a las firmas españolas entre las más capitalizadas de toda Europa, con posiciones de privilegio en rankings como el Fortune Global 500. Hoy, Santander, que llegó a ocupar el puesto 35 de la clasificación hace una década, se mueve en el 93. Es la única en el ‘top cien’. Telefónica, la segunda nacional en el panel, que llegó a auparse al lugar 66 como mejor resultado, no entra hoy en el club de las 200 primeras. “Por primera vez en décadas, un puñado de empresas españolas se ha posicionado como contendiente en el mercado europeo. Esta es quizás la consecuencia más importante del extraordinario y apresurado proceso de internacionalización verificado desde principios de los años noventa”, constataba Guillén en su análisis. Como cantaba el roquero, hubo unos días en que fuimos los mejores, cuando el dinero se gastaba y se podía comprar todo. Lejos quedan.

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