Libertad sin cargas

¿Cuánto cuesta la crisis? Busque un billete de avión y prepárese

AENA Ábalos y Maurici Lucena
AENA Ábalos y Maurici Lucena
EFE

Lluvia de cifras. Desde que la crisis económica que trajo consigo el drama sanitario de la Covid empezó a tomar cuerpo, los diferentes organismos nacionales e internacionales parecieron conjurarse para librar una disputada carrera por empeorar las previsiones para España. El Gobierno, que en el Plan de Estabilidad anticipó una caída del Producto Interior Bruto del 9,2% para este 2020, se ha visto ya superado por derecha y por izquierda en un aterrador descenso a los infiernos. La Comisión Europea, que inicialmente pensaba que la actividad en nuestro país descendería un 9,4% en el presente ejercicio, en los últimos días se apuntó también a los dos dígitos: 10,9%. Nada nuevo bajo el sol. El propio Banco de España ya adelantó semanas atrás que el porcentaje de caída podría estar por encima del 15%. Dicho de otro modo, los 1,2 billones de euros que España logró producir en 2019 se quedarían en apenas un billón, un umbral que se superó hace más una década y sirvió para abrir periódicos. Porque, más allá de los datos, ¿cómo afectará a los hogares un desplome como el que afrontamos?

Este diario publicaba esta semana que el Ministerio de Fomento busca fórmulas para no dejar a Iberia en la estacada. Inmersa en la problemática de un sector especialmente golpeado por la falta de movilidad, la compañía mira de reojo la avalancha de millones que han recibido desde el entorno público otros competidores europeos y lamenta su suerte. Dentro del paraguas de la británica IAG, Ábalos busca encajar las piezas para garantizar su viabilidad y solvencia en tanto firma estratégica para el país. ¿Un crédito participativo? Ideal para inyectar liquidez sin entrar en conflicto con la estructura accionarial. Dicho lo cual, ¿alguien cree que la tragedia de las aerolíneas no repercutirá en quien paga los billetes? Busquen uno para pasar el fin de año en un destino que les sea familiar, comparen con el año pasado y se darán cuenta de quién va a sufragar al final las ayudas, los créditos y el brutal incremento de la seguridad. No es difícil recordar aquella España de los setenta u ochenta, antes de que pasar el fin de semana en Londres fuera un trámite al alcance de una nómina media, en la que el Puente Aéreo estaba solo al alcance de los viajes corporativos. Es lo que pasa cuando te haces más pobre.

Porque en esa España que retratan los organismos internacionales hay mucha gente sin trabajo. En sus ‘Perspectivas de empleo 2020’, la OCDE alertaba de que uno de cada cinco españoles estará en paro a finales de este año, un porcentaje que puede dispararse hasta el 25% si se produjera una segunda oleada de contagios en otoño. Una España con esa relación de desempleados estará a expensas de las prestaciones y de los ‘escudos’ sociales que pueda diseñar el Gobierno mientras le aguante la recaudación. Evidentemente, subirá los impuestos a quienes aún trabajen -ya sea con un recargo temporal, como propone Fedea, o para siempre porque yo lo valgo-, pero todo tiene un límite, incluso con Podemos en la coalición gobernante. Fuera de las grandes capitales, donde todo es más complejo, las economías locales volverán a ‘ir tirando’, con altos niveles de trabajo sumergido, retracción del consumo y apoyo en las redes sociales y familiares. Algo parecido al paso atrás que ya se vivió tras la crisis financiera de 2008, de la que muchos hogares todavía no han salido.

Por todo ello y para evitar esa España que se dibuja, es importante tomar conciencia del daño devastador en la economía que provocaría un rebrote más o menos masivo y un segundo confinamiento generalizado, ya fuera auspiciado por las comunidades autónomas o por otro estado de alarma. Lleida -donde ya se teme un nuevo colapso de las instalaciones hospitalarias- es un aviso muy serio en una localidad no pequeña. Galicia también ha pasado ya por una segunda ronda en pleno proceso electoral, un signo de que el patógeno no está por la labor de respetar siquiera los más insignes procedimientos democráticos. Pasear por el centro de Madrid es echarse a temblar, entre terrazas atestadas -en las que se disfraza como se puede la distancia de seguridad y las mascarillas brillan por su ausencia- y entornos laborales donde las limitaciones de las empresas en los recintos se salvan convenientemente en almuerzos colectivos despreocupados y joviales. Poco pueden hacer las autoridades ante la falta de compromiso de los ciudadanos, que han tardado poco en pasar de aplaudir a los sanitarios a ponerse ellos mismos la capa para saltar al ruedo de cemento como si no existiera ya el virus.

El fracaso esta semana del tándem Sánchez-Calviño en su aspiración de presidir el Eurogrupo ha dejado claro que el dinero europeo que ansía el Gobierno para ‘tapar agujeros’ no vendrá sin contestación -ni condiciones- y que, desde luego, la reconstrucción de la economía no puede existir sin la estabilidad sanitaria. Solo eso permitirá que los planes del Ejecutivo, con una recuperación al menos en raíz cuadrada y un crecimiento del PIB de 6,8% en 2021, puedan resistir la prueba del nueve del día a día. Los gobiernos europeos, al elegir una modelo de convivencia con el virus -y no apostar por una fórmula ‘a la china’ de casos cero-no solo se han arriesgado a las recaídas y a un segundo golpe en la economía que podría ser fatal, sino que han puesto toda su confianza en la responsabilidad de los ciudadanos. No es casualidad que ahora, a tenor de determinados excesos, gobiernos autónomos de distinto pelaje se hayan lanzado a convertir en obligatorias las mascarillas, al ver que su uso no ha sido asumido por la totalidad de los ciudadanos pese a sus probadas bondades y a las cada vez más tenaces recomendaciones de las autoridades sanitarias. Busquen en su entorno y seguro encontrarán a alguien que se niega a usarla acudiendo a las más variopintas -y absurdas- argumentaciones.

Los cálculos en Estados Unidos nos ayudan a entender. La crisis financiera que arrancó en 2008 con la caída de Lehman costó a la economía un 15% en PIB per capita, véase 4,6 billones. Un estudio de la Reserva Federal citado recientemente por la Harvard Businesss Review aterrizaba ese dato: la debacle costó a cada estadounidense la friolera de 70.000 dólares. Un varapalo imprescindible para entender la primera parte del siglo XXI y solo comparable con la Gran Depresión. Su magnitud fue tal que explica los movimientos sociales y políticos que vinieron después, como la llegada al poder de populismos como el de Trump -en EEUU- o Podemos -en su derivada española-. El segundo hito económico del siglo es la ‘crisis de la Covid’. Aquí, por fortuna, no hay cargas subyacentes que frenen la recuperación. Claro que, bien mirado, el reto puede ser todavía más peliagudo, en tanto es el comportamiento de cada uno el que marcará los ritmos de la mejoría o, directamente, nos llevara al cadalso. El ciudadano, en el centro de la diana. Un desafío inquietante.

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