OPINION

Cuento triste (y lúgubre) por Navidad: tocata y fuga del país de las carracas

Érase una vez un país donde los empresarios tenían miedo. Habían sido hombres de provecho y contribuido a la bonanza de la comunidad. Al menos así lo pensaban ellos. En la mayoría de casas del país había comida suficiente, y buenos hospitales y colegios. Les gustaba creer que ellos habían contribuido en algo -por poco que fuera- a ese bienestar colectivo después de años de oscuridad y aislamiento. Sin embargo, tras décadas de feliz encaje en la sociedad, el miedo empezó a propagarse en sus familias como una plaga. Al principio fue algo apenas perceptible, una simple inquietud. Como el día que vieron una de sus conversaciones privadas reproducida en un informe policial. “Es un caso aislado”, quisieron calmarse. Sin embargo, la cosa, poco a poco, fue a más

Un día, uno de los más veteranos se decidió a hablar en público sobre uno de los temas que aterraban a sus colegas. “Yo no he perdido la libertad -dijo-. Eso sí, tengo un teléfono que es una carraca. La gente que tiene un smartphone no tiene libertad porque se conoce su vida y lo más importante para mí es la libertad”, lanzó ante los fieles de su empresa. El comentario, tomado de forma jocosa en principio, corrió luego como la pólvora entre sus colegas. Y muchos empezaron, sin que nadie lo percibiera en los elegantes restaurantes de la capital, a llevar en sus ternos una de esas carracas. Para las cosas importantes empezaron a utilizarlas y a enseñarlas como tesoros en sus cenas privadas. Claro que, aunque eso les resguardaba de los ‘grandes hermanos’ de la Red, no les protegía del otro terror más abstracto que ya olfateaban.

Y es que esos empresarios temblorosos empezaron a ver cómo Brecht tenía razón. Y un día vinieron a por ellos, a por muchos de ellos. A nadie sorprendió la primera purga. Sabían que en su gremio había muchas manzanas podridas, caraduras que habían aprovechado la secular simbiosis que el país había forjado entre lo público y lo privado para enriquecerse junto a aviesos políticos. Licitaciones entregadas a empresarios que respondian con una jugosa contribución para financiar el partido, tráfico de influencias a gogó, alzamiento de bienes si venía al caso... Las cárceles empezaron a poblarse de un nuevo recluso, uno que llegaba a las puertas del presidio con trajes de Gieves&Hawkes y algún derby de Church's en los pies.

El problema es que, además de esos delincuentes confesos, también vieron desfilar camino del cadalso a los mejores de la clase, aquellos con quienes compartían orgullosos mesa, consejo y hasta Navidades en la nieve. Los sumarios empezaron a conocerse antes de tiempo, los juicios a abrirse y a prolongarse años y años mientras las reputaciones se hundían como cae el sol, las declaraciones de la renta a hacerse públicas de forma misteriosa y los informes policiales a señalar antes de que lo hicieran los juzgados. Enrabietados, algunos enarbolaron la bandera de los derechos individuales, de la privacidad, de la indefensión, se quejaron de la pena de telediario. Pero la sociedad en la que vivían había cambiado. Las manzanas podridas habían permeado la conciencia colectiva. Y nadie veía ni quería ver ya la diferencia.

Lo primero que provocó ese estado de terror fue un cambio de conducta. Empresarios y ejecutivos evitaban ya hablar por teléfono. La ciudad se fue trufando de despachos, más o menos recónditos, donde recibían y contaban su verdad. Se sentían apestados. Allí, arropados por un buen tawny, alertaban de que un país sin seguridad jurídica estaba condenado a la miseria. Y hablaban y no paraban sobre una sociedad que había convertido los errores de gestión empresarial en delitos penales sin solución de continuidad, todo blanco o negro, sin que los jueces se preocuparan mucho de graduar la escala de grises. “¿Quién puede tomar decisiones así en una empresa? Si muchas veces no basta ni con la cobertura de las auditoras y los supervisores...”, se lamentaba uno. “¿Dónde ha quedado el riesgo del inversor?”, remachaba otro ‘sotto voce’, mirando a ambos lados, como si fuera una frase prohibida, tan transgresora y provocadora como una obra de Ionesco.

Y en esto llegó el final. Los empresarios que quedaron en pie empezaron un día a irse del que era su país. Fue una desafección progresiva, no pasó de un día para otro. Y partió de una convicción muy íntima y dolorosa de lo que estaba pasando. Primero fue una cuestión operativa. Comenzaron a diversificar el negocio, a trasladar producción y a invertir más en lugares más amables. Sus lazos afectivos seguían donde siempre habían estado, pero con el paso de los años el ciclo económico decayó, la creación de valor se hundió y su tierra se fue empobreciendo al mismo ritmo que subía el paro y los dirigentes políticos se obcecaban en encontrar fórmulas para perpetuarse en el poder. Fue cuando ellos dieron el siguiente paso y rompieron los vínculos emocionales. Y un día frío de diciembre, en una mañana helada como su alma, trasladaron también a sus familias. Volvió la oscuridad, pero la fractura era total y nadie -ni los que marcharon ni los quedaron- quiso ya echar la vista atrás.

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