OPINION

De Sánchez a Simón: de verdades y mentiras

El ministro de Sanidad, Salvador Illa (1i), habla con el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (2i), acompañados del director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, Fernando Simón (frente a Sánchez), dur
El ministro de Sanidad, Salvador Illa (1i), habla con el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez (2i), acompañados del director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad, Fernando Simón (frente a Sánchez), dur
Eduardo Parra - Europa Press

Joaquín Sabina aseguraba que, para muchos, la verdad es un cabo suelto de la mentira. En el séquito de Pedro Sánchez no parece que haya mucha diferencia entre ambos conceptos, hasta el punto de confundirlos o imbricarlos en función de los puntuales intereses. El último en caer en esa sima de relativismo ha sido Fernando Simón, otrora respetado técnico y hoy, a lo que se ve, aprendiz de político capaz de decir la misma cosa y la contraria en espacio de semanas y defender ambas aseveraciones con igual convicción. Como si los españoles fuéramos turistas perdidos en las Ramblas intentando adivinar dónde ha viajado la esquiva bolita. Hasta ahora, pese a los innegables errores de gestión perpetrados por las autoridades sanitarias, una aproximación de buena fe permitiría salvar esas fallas con apelaciones al desconocimiento del virus, a la imprevisible magnitud de la crisis o, si cabe, al desatino generalizado en diferentes países de nuestro entorno a la hora de afrontar la pandemia. Sin embargo, escuchar al jefe de los epidemiólogos admitir que no se recomendaron las mascarillas al estallar la epidemia simplemente porque no había, introduce a nuestros gestores en otra dimensión de la ignominia.

A partir de ahí, las preguntas embarazosas. ¿No somos los españoles suficientemente maduros para entender desde el día uno que las mascarillas son necesarias, imprescindibles cuando no puede respetarse la distancia de seguridad, pero que su desabastecimiento obliga a extremar otras medidas de precaución mientras se cubre esa carencia? ¿O acaso lo que se buscaba era encubrir una gestión política negligente que había impedido hacer acopio de esos materiales, como también había lastrado el acceso a los EPI para los sanitarios? Mejor no pensarlo, sobre todo cuando quien habla es un técnico y no un político. Porque, a la vista de esos cambios de criterio y por poner un ejemplo, ¿podemos fiarnos de que la defensa a ultranza del uso de mascarillas quirúrgicas frente a las FPP2 se ejerza por criterios sanitarios y no, sencillamente, por el temor a que escaseen en los entornos hospitalarios? En román paladino, ¿son fidedignos los mensajes sobre salud pública que transmiten quienes, por cualificación, más credibilidad deberían tener para guiarnos? ¿O mejor abalanzarnos sin recato sobre los estudios del Imperial College o los artículos de la Harvard Business Review para tener alguna certeza?

No son cuestiones retóricas. Si el modelo de conducta es el presidente del Gobierno, quedan respondidas por silencio administrativo. Y es que uno de los ‘highlights’ de esta semana ha sido la añagaza a múltiples bandas diseñada por Sánchez a resultas de los pactos para sacar adelante los estados de alarma. Cual ‘screwball’ de Howard Hawks en la que el protagonista queda con diferentes parejas a la misma hora y se multiplica para tomar el primer plato con una, el segundo con otra y el postre con una tercera sin ser descubierto, el líder socialista cortejó primero a Arrimadas, cuando la tenía en el bote marchó raudo a firmar un pacto con Bildu bajo advertencia de mantenerlo en secreto hasta que la jefa ‘naranja’ diera el sí quiero y, por último, modificó el compromiso con los vascos con nocturnidad y alevosía en vista de que se había descubierto el pastel… y para muchos era difícil de tragar. “¿No dirá nada Europa de una derogación integral de la reforma laboral, cuando Merkel y Macron van a condicionar el rescate que necesita España a la puesta en marcha de medidas de ajuste fiscal, cuando no a una revisión de las pensiones?”, se preguntaban hasta correligionarios de Sánchez. Y la respuesta es no, porque el secretario general del PSOE está perfectamente capacitado para burlar a Iglesias e, in extremis, mantener el ‘status quo’ en el mercado laboral si es eso lo que más le conviene… a él.

Como Sánchez no es el único que ha convertido en arte el nihilismo político, cabe preguntarse por qué la falta de convicciones y la propia mentira -como cuando Sánchez afirmó ufano ante millones de españoles que España era el quinto país del mundo en número de test- no pasan a menudo factura a quienes al final tienen que someterse al escrutinio de las urnas. Un estudio sobre esta cuestión cogió vuelo hace algunos años, muy centrado en la figura de Donald Trump y de los procesos electorales estadounidenses. Elaborado por los profesores Oliver Hahl, Minjae Kim y Ezra W. Zuckerman Sivan y titulado ‘The Authentic Appeal of Lying Demagogue’, el análisis sostiene que la demagogia o la mentira de un político pueden ser perfectamente toleradas por la sociedad -o incluso abrazadas por los votantes- si estos perciben que el ‘establishment’ no sirve a sus intereses. “Estos escenarios representan la base de las ideologías populistas y promueven las políticas del resentimiento”, refiere el documento. Nada muy diferente del discurso dominante que recorre la política española desde la última crisis financiera y desde hace casi una década, donde la legitimidad atraca siempre en el puerto de Iglesias y Sánchez, a menudo hábiles a la hora de retorcer el discurso.

En este punto, no es casualidad que el presidente del Gobierno haya corrido a culpar al PP de su fiasco con Bildu, como si Casado le hubiera obligado, pistola en ristre, a firmar un pacto impresentable. ¿Dónde quedaron las propias líneas rojas? O que Iglesias busque siempre poner en el paredón de su discurso a empresarios ‘ricos' que no quieren contribuir al bien común pagando más impuestos. “Están deseando hacerlo”, llega a decir con un cinismo desbordante. E incluso asegura que su plan supondría 11.000 millones de euros más de recaudación sin presentar papel alguno o informe técnico que lo demuestre. Desde la demonización de unas élites, estigmatizadas como tales, se justifica el relato, por demagógico o falaz que sea. “Los votantes de Trump podrían haberle visto como cercano y sincero, pero no lo hicieron. También podrían justificar sus mentiras insistiendo en que no lo eran. En vez de eso, le justificaron como una forma de protesta simbólica, viéndole cada vez más como alguien auténtico (…) Pensaron que el sistema político estaba amenazando su categoría social injustamente, o que el ‘establishment’ estaba sirviéndose a sí mismo o que favorecía otras clases sociales advenedizas”, expone el citado estudio. Lo que entronca con la grave crisis institucional y sistémica que se esconde tras los mensajes del tándem gobernante en España y su justificación por parte de la sociedad. Véase, el triunfo del 15-M.

Dos tristezas se acumulan estos días. La primera, la rapidez con la que Sánchez&Co. han desviado la atención sobre la emergencia sanitaria -y de paso sobre su nefasto quehacer para prevenirla- con el fin de llevar el debate al fango político, donde tan bien han demostrado moverse tanto el presidente del Gobierno como sus socios de gabinete. No es ocioso recordar en este punto que la epidemia no está ni mucho menos controlada, que mueren decenas de personas al día y que los contagiados todavía se cuentan a cientos. Tampoco que existen posibilidades de un rebrote, como las imágenes de inconscientes llenando las playas de ciudades tan golpeadas como Barcelona parecen avalar. Dicho lo cual, la principal pena es que los Fernando Simón, esos técnicos para los que no vale la ‘interpretación’ o la demagogia, esos profesionales sobrados que tantas veces estuvieron a la altura -véase la crisis del Ébola-, se hayan contagiado del ‘virus Sánchez’ y se hayan infectado por la baja política. Ellos han sido cómplices de dinamitar sin compasión las series históricas de infectados por coronavirus, de adaptar el mensaje sobre las mascarillas al sol que más calentaba, de silenciar el nombre de los expertos que deciden los cambios de fase o de avenirse a no hacer públicos los informes que sustentaban esas decisiones. Medias verdades, las peores mentiras. Nuestro día a día.

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