OPINION

Las tarjetas 'black', corolario de un tiempo y un país

Rodrigo Rato
Rodrigo Rato
EUROPA PRESS - Archivo

Corría el mes de junio de 2012. El entonces ministro de Economía, Luis de Guindos, lo llamó “préstamos en condiciones favorables”. No ‘coló’ en un país que durante demasiados meses escuchó llamar “desaceleración” a la mayor crisis económica en décadas. El Gobierno del PP claudicaba y pedía un rescate de hasta 100.000 millones para los bancos, el 10% del PIB nacional. Uno de los pilares del milagro económico español, la salud del sistema financiero que políticos de uno y otro signo se encargaron de glosar entre el final y el arranque de siglo, terminaba por pedir árnica, víctima de una época de excesos sin par, de una burbuja de crédito inmobiliario insoportable, de una España de nuevos ricos. Aún hoy se siguen devolviendo esos préstamos. Más importante, la petición de ayuda a nuestros socios comunitarios puso el último clavo en el ataúd de la reputación de la banca, que ya había visto la destrucción de la cajas de ahorro y aún tenía por ver la explosión del fraude de las preferentes.

Apenas meses antes, el 15 de mayo de 2011, el descontento ciudadano alentado por el paro y la situación económica fraguaba en una manifestación y un sentada en la Puerta del Sol. Empujado desde las redes sociales, lo que en un principio era un movimiento de decenas de personas indignadas terminó convirtiéndose, en horas, en una mega acampada en el centro de Madrid que se prolongó durante semanas y se extendió a diversas ciudades españolas. En el foco, también las entidades financieras. Bajo lemas como “ni un euro más para rescatar a la banca” -después de que entidades como Bankia ya hubieran recibido un buen puñado de dinero- o “no somos marionetas en manos de políticos y banqueros”, la protesta sacaba a políticos y empresarios de su zona de confort y les ponía ante algo que, por primera vez en mucho tiempo, no controlaban. El resultado fue Podemos, su fulgurante irrupción en política y su ataque a la casta con los banqueros a la cabeza, a la sazón responsables últimos de los desahucios que habían puesto en el frontispicio de su demandas. Todo un cambio de paradigma.

En ese nuevo país, en octubre de 2014, se conocía que altos cargos y consejeros de Caja Madrid y Bankia habían cargado a sus tarjetas de crédito gastos personales por más de 15 millones de euros. Los ‘plásticos’ habrían funcionado al menos diez años (entre 2003 y 2012) y los afectados justificaron su uso en tanto se les entregó como una parte de la retribución. Entre los imputados, los expresidentes Miguel Blesa y Rodrigo Rato o el exdirector financiero Ildefonso Sánchez Barcoj. Eran las cabezas visibles de todo un ramillete de vips empresariales, políticos y sindicales, de los que pronto conocimos sus dispendios: de clubes a golf, restaurantes de lujo o salas de fiestas a librerías, ropa interior o compras del supermercado. La semana pasada se hacía pública la sentencia del Tribunal Supremo sobre el caso, que mantenía en sus líneas maestras la de la Audiencia Nacional de febrero de 2017, con la condena para 64 directivos. El sistema, “pervertido en su origen”, les permitía actuar “como si fueran dueños del dinero”.

Aunque diferentes juristas consultados dejan claro que la sentencia del Supremo es técnicamente perfecta, irreprochable, la confirmación de los cuatro años y medio de prisión para Rato y la inminente entrada en prisión de otros 14 ejecutivos del banco han suscitado inquietud y reflexiones incómodas en la élite del Madrid financiero, que se plasmaban esta semana ‘sotto voce’ en las mesas de la calle Jorge Juan. Por ejemplo, ¿puede entenderse la condena sin el descrédito social que vive la banca, arrastrada a los infiernos por el rescate y los excesos de algunos malos gestores? ¿O sin el peso en la formación de opinión de Podemos, que no ha asaltado los cielos (todavía) pero sí algunos medios de comunicación? O incluso, como bien se preguntaba Fernando Pastor, no hace demasiado en estas paginas, ¿dónde queda la intención de cometer delito? ¿Tan evidente es el dolo que abre paso a la vía penal? Nadie lo dice en público -solo Esperanza Aguirre-, pero son interrogantes que flotan en esos ambientes.

Por el ejercicio de mi profesión, conozco a varios de los condenados por las tarjetas ‘black’. He tomado café, comido o charlado largas tardes con ellos en tanto actores relevantes de la economía española en las últimas décadas. El pasado jueves, cuando se conoció la decisión final del Supremo, algunos y sus familias respiraron aliviados porque al menos se ponía fin a su zozobra procesal. Ya saben a qué atenerse y muchos libran la cárcel, lo que no es poca cosa. Eso sí, la mayoría y su entorno son conscientes de que el oprobio social que trajo el caso para quienes fueron figuras relevantes de la escena económica nacional está para quedarse. Con los antecedentes penales bien amarrados a sus espaldas, no faltaba quien esta semana hablaba de que todos sin excepción han sido, son y serán víctimas de lo que podría llamarse una “muerte civil”. Al margen de los consejos y los puestos que han quedado por el camino, será difícil hoy para más de uno preservar la posición en las empresas en las que intentaban pasar inadvertidos.

Además de la apropiación indebida que consigna la sentencia, la aristocracia empresarial y económica que está detrás de las tarjetas ‘black’ cometió un error de percepción social. Un error imperdonable. Y es que las reglas del deporte que practicaban habían cambiado. El nuevo reglamento entró en vigor oficialmente un 15 de mayo, pero llevaba fraguándose durante años y ni siquiera lo vieron venir. En una época en que los partidos escudriñan los másteres de los políticos rivales en busca de añagazas, en que las empresas prescinden de ejecutivos sin esperar a que se sustancien las causas en que están inmersos -convirtiendo la presunción de inocencia en un adverbio de tiempo- o en que la creación de cualquier sociedad es sinónimo de defraudar al Fisco, un desmán tan sonoro como el de las tarjetas ‘black’ no podía tener un desenlace diferente. Es el signo de los tiempos. Como lo es juzgar socialmente actuaciones del pasado con ojos del presente. En esas estamos.

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