OPINION

Los que ya se han quedado atrás en la guerra de Sánchez

Sánchez ayuda a Lastra
Sánchez ayuda a Lastra
EFE

Opinión libre, hechos sagrados. Esa frontera, puesta negro sobre blanco hace ya casi un siglo por Charles P. Scott, editor durante décadas de ‘The Manchester Guardian’, no solo marca para el periodista el umbral de respeto al lector, capaz de forjar por sí mismo sus propias interpretaciones de los acontecimientos, sino que encapsula la acción informativa. Una limitación saludable que parece no aplicar en el caso de los políticos, capaces no solo de mezclar opiniones y hechos en función del cómo calienta el sol, sino de acuñar mensajes y esculpir mantras que no se sustentan en realidad alguna. Una volatilidad del discurso hecha norma que sirve para un día a día poco exigente, pero que entronca mal con las exigencias de una crisis sanitaria como la que vivimos a resultas del coronavirus. Por ejemplo y para empezar, es un hecho que España, al tiempo que avanza hacia el día 80 de pandemia, ha subido al primer cajón del podio en número de muertes por millón de habitantes a causa del coronavirus. A partir de ahí, el voluntarismo.

“España es un gran país”, lanzan sin embargo a los cuatro vientos nuestros gobernantes y asimilados, tal vez para mantener la moral alta. Pero, ¿lo es? Aunque es imposible desmentir abstracción tan genérica, no está de más acotar el disparo y acudir a los datos que ofrecen el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI) para la última década. Y ahí vemos que España -que ni está ni se le espera en clubes de alcurnia como el G-20- no es ni mejor ni peor que México, Australia o Corea del Sur, con quienes pelea ahora por mantenerse en el ‘top 15’ de las principales economías del mundo. Lejos quedan los tiempos en que Zapatero hablaba de jugar en la Champions League de las potencias mundiales, con nuestro Producto Interior Bruto (PIB) al acecho del italiano… y hasta del francés, decía el presidente. Corría el año 2007, España se asomaba al séptimo puesto del ranking mundial y aún no había estallado la burbuja. El retroceso, desde entonces, está en los cuadros y somete con fiereza los discursos.

Ese bajonazo económico no ha pasado de puntillas por los servicios esenciales. “España tiene un sistema sanitario fuerte”, exponía con aplomo Pedro Sánchez cuando afloraba el primer caso de coronavirus, allá por el mes de febrero. Apenas un mes y medio después, a mediados de marzo y con el país confinado, el propio presidente anunciaba en la Cámara Baja una comisión para evaluar y fortalecer la sanidad pública. ¿Cuál es la realidad? La cuenta Cristina Alonso en un detallado informe publicado este domingo en La Información. Las comunidades autónomas, que tienen transferidas las competencias, invertían en el año 2009 un total de 58.909 millones en la materia; el lustro de crisis económica llevó esa cifra al entorno de los 53.000 en 2013 y 2014, una caída del 13%. Ni siquiera hoy, cuando se ha recuperado una cifra de gasto superior a los 60.000, tenemos un desembolso mayor al de 2009 en términos reales. Con implicaciones directas en escasez de personal -sobre todo de enfermería- y en camas hospitalarias -especialmente en UCI-. ¿Un sistema sanitario fuerte? Desde luego que lo es, y a la vista de los diferentes rankings, al nivel de otras economías desarrolladas. ¿Con terreno perdido en la última década? También. El desajuste eterno de las cuentas públicas ha drenado la capacidad de España para prosperar.

No es la única verdad a medias. A la vista de lo mucho que se repite, también parece haber hecho fortuna en el argumentario del Gobierno un rimbombante aserto sobre el que nadie parece querer profundizar. El presidente del Ejecutivo, con su gabinete arropándole en el coro, garantiza que vamos a salir de esta crisis sanitaria sin dejar a nadie atrás. Los hechos, sin embargo, no terminan de ser generosos con el buenismo del mensaje oficial. La Comunidad de Madrid afloraba esta semana que 4.260 ancianos habían muerto en residencias a causa del virus, si bien se trata de fallecimientos que no engrosan las estadísticas al carecer de diagnóstico previo. En algunos casos, de hecho, fueron los propios efectivos del Ejército quienes encontraron abandonados los cadáveres de los ancianos, que ni siquiera tuvieron la opción de un traslado hospitalario. En total, se calcula que 8.500 personas han perdido la vida en residencias públicas y privadas en todo el territorio nacional. Un guarismo salvaje que, además, supone una auténtica quiebra moral colectiva, de familias enteras que han descubierto la fragilidad de un Estado que debía protegerlos, un antes y un después para una sociedad que había hecho bandera del cuidado de sus mayores -empezando por su capacidad adquisitiva- y ha fracasado sin ambages ni coartadas.

En esta línea, tampoco está muy claro que el endurecimiento del triaje que se ha llevado a cabo en los hospitales -y que durante muchos días se negó desde el Gobierno y las comunidades autónomas- case bien con el “no vamos a dejar a nadie atrás” que Sánchez pronunció el 18 de marzo al reclamar unos Presupuestos de reconstrucción. “Antes ya me costaba que admitieran en la UCI a uno de mis pacientes con un año y medio de esperanza de vida… Ahora no me cogen a ninguno”, aseguraba a principios de abril un oncólogo del Gregorio Marañón, en conversación con este diario. Un medio internacional como Bloomberg, por ejemplo, no lo escondía y titulaba gráficamente el pasado 25 de marzo: “'Spanish Doctors Are Forced to Choose Who to Let Die'” (Los médicos españoles se ven forzados a elegir a quién dejan morir). “Las unidades de cuidados intensivos están colapsadas y las nuevas reglas dictan que los pacientes más viejos dejen paso a los jóvenes con más posibilidades de sobrevivir”, exponía la pieza a bocajarro. En función de lo que ha pasado en residencias y hospitales, es un hecho que la sociedad española ha dejado a los más débiles atrás, ora porque no ha tenido recursos para arrastrarlos ora porque no ha sabido gestionar las debilidades del sistema. Y deberá vivir con esa realidad para siempre.

“Yo sé quién soy”, se justificaba don Quijote cuando, en realidad, se escindía por dentro para definir su propia identidad. Por mucho que quiera ponerse el foco en el desastre económico que se avecina, la auténtica reconstrucción debe empezar por rearmarnos emocionalmente como país. Primero, reconfortando, cuando pase el duelo, a las familias y a quienes de verdad se han quedado atrás. Para ello, es imprescindible contarles la verdad, admitir que no éramos lo que decíamos ser y explicarles qué vamos a hacer para serlo. Su sacrificio debe tener un sentido, ser una catapulta para priorizar determinadas inversiones y ser la punta de lanza de la recuperación. La economía, antes o después, más o menos rápido, acompañará. En ese esfuerzo no caben ni discursos de baja estofa, como el aportado por Adriana Lastra esta semana en el debate sobre la prórroga al estado de alarma, ni apuestas oportunistas como la de Vox, que ya atisba réditos en las urnas. Esta época negra nos ha traído un hallazgo, el de los investigadores, técnicos y especialistas, el de quienes realmente saben, dando un paso al frente y tomando el mando del debate. Son los titanes de esta crisis. En evidencia quedan quienes nos llenan de la más abundante nada la sobremesa de los domingos. Como decía el bardo de Minnesota, 'The Times They Are a-changin’'.

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