OPINION

Montoro y el desvío de fondos del 1-O... El culpable no es el mayordomo

Fotografía Cristóbal Montoro
Fotografía Cristóbal Montoro
EFE

Cristóbal Montoro es un hombre de partido. No en vano, el actual ministro de Hacienda hizo en la oposición gran parte de la travesía del desierto del PP tras el 11-M y el fracaso electoral de 2004. El político jienense aún maldice la hora en que le dio por fundar Montoro y Asociados, allá por el año 2006, una firma que luego se convirtió en Equipo Económico. La presidió hasta 2008, cuando se reenganchó en el Congreso, y solo le trajo quebraderos de cabeza. Primero, políticos, al vincularse muchas veces los clientes y actividades de la consultora con sus decisiones al frente del Ministerio. Y segundo, personales, en tanto le obligó -con íntimo dolor- a distanciarse de los amigos -¡ay, Ricardo Martínez Rico!- que recalaron en esa casa. Lo cierto es que, dinamitada esa relación societaria, Montoro ‘se comía’ el arranque de la crisis en la oposición mientras otros, como su archienemigo Luis de Guindos, se forraban en el sector privado. Al menos ese era el argumento que se escuchaba en el entorno del titular de Hacienda para defender su posición en el Ejecutivo cuando arreciaron sus sordas disputas con Economía.

Aunque nunca sacó pecho, él fue a quien llamó Rajoy en algunas de las más graves crisis que ha atravesado el Gobierno popular. Por ejemplo, él diseño toda la arquitectura para asfixiar a la Generalitat secesionista y quién graduó la respuesta al desafío catalán desde el punto de vista económico. Desde la legalidad, con los instrumentos presupuestarios y de gestión que tenía a su alcance -sobre todo el Fondo de Liquidez Autonómica (FLA)-, durante meses fue enrollando y soltando el hilo para dar una oportunidad a que la deriva no terminará por convertirse en naufragio. A su pesar, no pudo ser. “Cataluña no puede existir en España, pero España sufriría mucho sin Cataluña”, aseguraba a sus más próximos, al tiempo que recitaba todas las cifras de intercambios comerciales y de impacto en el PIB. Pocos fueron más conscientes del daño común que se avecinaba. Y, en las distancias cortas, pocos tuvieron un discurso más templado cuando los más acérrimos pedían tomar las armas. Otra cosa es la imagen pública ofrecida.

Fotografía Cristóbal Montoro
Cristóbal Montoro, ministro de Hacienda. / EFE

Por todo ello, llama la atención la algarada que se ha montado en el Partido Popular a raíz de la polémica suscitada entre el ministro de Hacienda y el juez Pablo Llarena por el supuesto desvío de fondos públicos de la Generalitat de Cataluña al referéndum independentista del 1-O. En una entrevista con el diario ‘El Mundo’, Montoro aseguró: “Yo no sé con qué dinero se pagaron esas urnas de los chinos del 1 de octubre, ni la manutención de Puigdemont. Pero sé que no con dinero público”. Una reflexión que pone en cuestión la imputación de malversación que sostiene Llarena y que, desde algunos sectores del PP, se ha visto incluso como un favor a los independentistas. Diputados y senadores -eso sí, desde el anonimato- se han apresurado a criticar al ministro y, de hecho, lo normal es que a corto plazo diversos cargos clave de su departamento tengan que declarar ante el juez para desfacer el entuerto. Si es posible.

En todo caso, más allá de la oportunidad de la entrevista, lo cierto es que el discurso del ministro no ha cambiado durante meses. Y no debería, a no ser que se espere la admisión de que ha hecho mal su trabajo y que los independentistas han hecho lo que les ha dado la gana con fondos como los del FLA, el mecanismo por el que de facto se intervenían las cuentas de la Generalitat. Es más, los argumentos del juez -que se basan en los informes de la Guardia Civil- y del ministro no tienen que ser del todo contradictorios. El descontrol en el gasto de las Administraciones Públicas no es la única vía de malversación. El propio Montoro alerta en la entrevista de que existen delitos de falsificación que pueden ser cometidos por funcionarios e incluso expone que malversación también es “abrir un recinto para un acto político ilegal”. Es más, aunque es indemostrable, corre la especie por Madrid desde hace meses de que el dinero para financiar la secesión -sea público o no- lleva años esperando fuera de España.

Superado ese punto, cuya definición última depende de la propia investigación judicial, la actuación del juez Llarena también merece un análisis. Al menos fuentes internas del Gobierno alertan de que su beligerancia de los últimos días enlaza con el sonoro revés propinado por la justicia alemana, que ha descartado sin ambages el delito de rebelión. Consumados juristas consultados por este periódico ya cuestionaban la tipificación del delito incluso antes del pronunciamiento desde Alemania. “Yo me hubiera quedado dos pasitos más atrás. Conspiración para la rebelión hubiera sido mucho más atinado. ¿Es que hay que  meter 30 años en la cárcel a alguien para que nos parezca una sentencia suficiente?”, se preguntaba uno de ellos tras una comida. ¿Puede permitirse Llarena que también se caiga la malversación? Seguramente no. Tampoco está demasiado claro que pueda permitírselo el Partido Popular, cuyos sectores más duros son los que han puesto a Montoro en la diana.

Para entender al ministro de Hacienda, en todo caso, hay que escucharle en privado. Dice algo en la entrevista, de hecho, que expresa su sentir de manera muy fiel. “Mi fracaso en política ha sido la pedagogía -subraya-. No he sabido explicar que gobernar no equivale a gastar”. Y es que Montoro, que podrá presumir en Navidad con sus nietos de ser uno los ministros de Hacienda más longevos, trabaja en su fuero interno para su legado. Tiene la esperanza de que el tiempo le trate con bondad. No solo ha puesto en marcha fórmulas imaginativas para solventar problemas de largo aliento como el pago a proveedores -hasta dos años de retraso en alguna comunidades autónomas cuando llegó-, sino que ha llevado a cabo un proceso de consolidación fiscal durísimo sin incurrir en desequilibrios sociales irreparables. Bromea cuando asegura que está casi jubilado, pero ni él mismo se lo cree cuando lo dice. En realidad, añora el reconocimiento a su trabajo, a veces injustamente opacado por sus formas. Y por eso va a inundar de documentación a Llarena para demostrar sus tesis y que esta novela negra es de las buenas, de esas en las que el culpable no es el mayordomo.

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