OPINION

Netflix mató a la estrella de la TV... aunque Pedroche resiste

Cristina Pedroche
Cristina Pedroche

“Para eso está el vestido, para que hablen bien o mal. Quiero provocar sensaciones. No me gusta pasar desapercibida”, aseguraba Cristina Pedroche recientemente en El Hormiguero como preparación artillera del gran 'show' que cada Nochevieja escenifica desde hace un lustro en compañía del cocinero Alberto Chicote. Todo cortesía de La Sexta, integrada en el grupo Atresmedia. Un acontecimiento mediático que contrasta con el día a día de las grandes cadenas generalistas, sumidas en una importante crisis de capitalización y de modelo de negocio. Y es que las mismas hordas de televidentes que se agolpan ante la pantalla plana para escoltar a Pedroche mientras da las uvas no son tan generosas con Telecinco y Antena 3 a la hora de seguir las programaciones de un día cualquiera. Las series de los Netflix, HBO o Amazon se han convertido en una oferta demasiado golosa y de calidad como para no ser tenida en cuenta. Es más, las nuevas generaciones se han acostumbrado ya al visionado por demanda, al punto de que los más jóvenes pronto no entenderán el concepto mismo de parrilla.

Ante este escenario, la irrupción de los grandes gigantes estadounidenses en la generación de contenidos obliga a una reflexión de envergadura. Para empezar, y sin querer poner puertas al campo, parece razonable que la regulación se adecúe más pronto que tarde a la nueva realidad audiovisual. Por ejemplo, muchos de estos nuevos ‘players’ pagan sus impuestos en Holanda o lugares de fiscalidad mas favorable, actuando como proveedores de servicios y aprovechando los resquicios que la legalidad les permite. Por si fuera poco, los operadores sujetos a licencia están obligados a respetar determinadas restricciones en cuestiones como la protección al menor que por definición brillan por su ausencia en la elección de contenidos a demanda por Internet. Dicho de otro modo, la evolución del mercado ha generado asimetrías brutales que la legislación no ha sido capaz de anticipar y cuyo impacto es hoy incluso difícil de predecir en pleno cambio de paradigma.

Sin ir más lejos, las televisiones reclaman que las grandes plataformas internacionales sean sometidas al canon que ellas mismas afrontan para financiar el cine español, algo que la nueva Ley Audiovisual recoge a falta de tramitación. Dentro de una disputa viciada, en tanto es difícil de entender por qué nadie debe dedicar un 5% de sus ingresos para financiar un sector que no encuentra la fórmula para ser rentable por sí mismo, parece lógico que todos los prestadores de servicios audiovisuales pasen por caja y, sobre todo, que los aproximadamente 40 millones que los Netflix&Co. deben aportar para cubrir su parte del pastel no sirvan para incrementar la montaña de recursos que ya se destinan para sufragar películas que en muchas ocasiones acaban en las estanterías de las productoras y las cadenas. En este punto, es de ley detraer la recaudación extra de la factura que ya pagan unos grupos audiovisuales en reconversión. Calviño será la encargada de poner un muro frente a Cultura, siempre atenta y generosa -con uno u otro partido- a las demandas del cine.

Un escenario que no es óbice para que las cadenas den un paso al frente antes de que sea demasiado tarde. Por ejemplo, es esencial que los grupos entiendan que uno de sus grandes activos está en el trabajo de proximidad y en el directo, un modelo al que no pueden acceder sus rivales por Internet. El éxito de La Sexta -esencialmente informativo- enlaza con este planteamiento, como quedó demostrado con la retransmisión de la Lotería de Navidad este domingo, una aproximación imbatible a hechos de actualidad e interés general. La propia Mediaset, en una línea de entretenimiento, también profundiza en ‘programas río’ en los que la cadena crea su propia realidad paralela y su relato autóctono, ajeno a las grandes producciones internacionales con las que no puede competir. Por si fuera poco, se trata de apuestas contenidas en precio. No falta quien, dentro de estos grandes grupos, apuesta por modular las tarifas publicitarias en función de los nuevos consumos. ¿No parecería razonable cobrar exponencialmente más por los anuncios en la hora del telediario, un momento de reunión y sin competencia del pago? 

Desde el punto de vista de los contenidos, las televisiones no están solas. Su periplo en busca de autor coincide con el de las empresas de telecomunicaciones, que también vagan por los mercados como almas en pena. No es casualidad que Telefónica y Atresmedia hayan pactado una joint-venture para la generación de contenidos, cuyo resultado está por ver pero que en todo caso refleja la inquietud de ambas compañías. La ‘teleco’, que desde hace años se vende desde algunos rincones de la casa como una ‘TV-company’, posee la potencia financiera para estar a la altura del desafío, pero no el ‘know-how’ que sí atesora la firma de Planeta. Para las huestes de José María Álvarez-Pallete, la apuesta por los derechos del fútbol -una losa económica que puso el último clavo en el ataúd de la cuenta del resultados del Grupo Prisa- no puede ser sino una estación intermedia rumbo a una verdadera fábrica de contenidos. De hecho y a la vista de la evolución bursátil propia y de los gigantes que operan en la liga de Netflix, no sería una locura escindir la parte de redes -una autopista por la que cobrar los pertinentes peajes- y la división de contenidos, un área donde puede generarse auténtico valor añadido. El reto, para unos y para otros, es de proporciones bíblicas.

“La verdad es que solo veo series”, confesaba hace algunos años en una copa navideña un alto ejecutivo del sector televisivo vinculado tradicionalmente con formatos sensacionalistas. No está claro que por aquel entonces atisbara que ese fenómeno incipiente fuera a obligar a los grandes grupos -el suyo entre ellos- a repensar tan drásticamente sus modelos de negocio, con programaciones que suponen al año cientos de millones de euros y dirigidas a ‘targets’ publicitarios muy envejecidos. Tampoco era ni mucho menos evidente que una licencia televisiva, por la que algunos grupos audiovisuales suplicaron e hicieron largos paseos en penitencia hasta Moncloa, valiera apenas años después tan poco; es más, solo sufragarla ha generado agujeros millonarios en las cuentas de resultados de insignes cabeceras. La tormenta perfecta que han sufrido la automoción o la prensa también ha llegado a las televisiones. Toca acelerar los cambios, ahora que aún se gana dinero. La regulación, entretanto, debe vigilar que la llegada del clan de Nefflix se hace con todas las garantías. Para eso sirven los gobiernos.

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