OPINION

"Quiero un pasaporte catalán para mi hijo": Rajoy y Fainé ante el 2-0

Octubre de 2013. El ahora recluso de Soto del Real y entonces presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, anunciaba una rebaja histórica de impuestos para los empresarios de su autonomía. A la misma hora, algo más al sur, entre el Hotel Jerez y el Montecastillo Golf, desayunaban -y se indignaban, 'Expansión' en ristre- sus colegas catalanes, reunidos en el XVI Congreso del Instituto de la Empresa Familiar. Horas más tarde, con José Manuel Entrecanales como anfitrión y entre palos cortados y montilla-moriles, uno de ellos, ávido bolsero, arreciaba: "Claro que hay muchos empresarios independentistas, pero la cartera nos retiene". A los miembros del insigne cónclave, forjado bajo las reivindicaciones fiscales de la aristocracia catalana que conforman los Puig, Rodés o Carulla, aún les importaban 'els calés'.

Cuatro años después, en el verano de 2017, camino del choque de trenes escenificado ayer aunque cerca de una bucólica cala en Girona, otra ilustre fortunas, pura burguesía catalana, charlaba en confianza. "¿No te parece que se ha ido demasiado lejos? ¿Acaso no te preocupa el coste económico de una independencia?", le preguntaba su interlocutor con sincero interés. "La ilusión de mi vida es que mis hijos tengan pasaporte catalán", fue la lacónica respuesta. Para él, y para muchos, el eslabón económico ya se había roto. El argumento emocional, siempre tan inabordable, se había abierto paso para quedarse. Lo había hecho a lomos de la pasividad del Gobierno Rajoy -algún que otro miembro del gabinete aún anda escondido a ver si aprovecha la contingencia con fines sucesorios- y de 40 años de consentido 'agit-prop'. Las cuentas salían.

Entretanto y en todos estos años, el guión más común que traían los empresarios catalanes a Madrid enlazaba con la tercera vía, ese camino alternativo 'made in Salvador Alemany' y su círculo. "¿Por qué tenemos que pronunciarnos? Nosotros hacemos negocios en cualquier parte del mundo y con todo tipo de regímenes políticos", decía un insigne directivo, en un discurso que podrían firmar decenas de empresarios que operan en la Ciudad Condal. Y remataba: "La sociedad catalana va en una dirección, y tal vez debería tenerse algo de sensibilidad con sus reivindicaciones. Votar, desde la legalidad y el consenso, no es ningún drama". Para atenuar la inquietud de los comensales, el mensaje siempre solía terminar del mismo modo: "Llegados a ese punto, yo votaría por quedarme en España". Un guiño cómplice postrero para quien quisiera empatizar... o créerselo.

Eso sí, lo que no pasaba nunca -o muy pocas veces- era recibir a un ejecutivo abiertamente partidario de mantener el 'statu quo' y desafiar a ese 80% de la población que, según el barómetro de Metroscopia que el propio José Juan Toharia ha glosado en estas páginas, quiere acudir a las urnas. Los empresarios catalanes, señalados en estos años por su silencio y falta de exposición pública, hace tiempo que rebajaron en su escala de prioridades las ventas al resto del territorio español. Mientras se criticaba su mutismo, ellos ya estaban en otro planeta, fluctuando entre el deseo de independencia y el sufragio. En ese escenario, su silencio o su tibieza ha otorgado, ha sido un cómplice voluntario. La perfecta coartada para un crimen.

Y es que ninguno de los planteamientos anteriores, más o menos criticable, es ilegítimo. Sí lo ha sido, en cambio, la actuación de sus representantes políticos, a los que han avalado con su argumentario -¡Ay Juan Rosell y sus espacios entre la sumisión total y la independencia!-. No en vano, esos dirigentes han competido con entusiasmo por el récord Guinness de más ilegalidades en menos tiempo, desde el bochornoso teatrillo del 6 de septiembre, impropio hasta del off-Broadway, hasta el arriesgado mortal y medio en el Barnum&Bailey Circus programado ayer. CaixaBank 'et alia', grandes instituciones, han forjado el patrimonio de sus cuentas de resultados en el marco de un Estado de Derecho. Y han clamado como el que más cuando una regulación mejor o peor concebida amenazaba un bien tan preciado como es la seguridad jurídica.

Se argumenta desde los cuadros de esas empresas que nunca se ha estado inactivo, que se han enviado propuestas recurrentes al Ejecutivo durante todo este tiempo. Y recuerdan que Rajoy nunca vio con buenos ojos que los empresarios se tomaran esas libertades. Hoy, el día después, conviene resetear e identificar qué queda de esos vínculos, restablecerlos o reforzarlos. Por edad, por la complejidad del conflicto y por la renovación lógica que debe afrontar la política y el Ibex, no serán las generaciones de Rajoy o Fainé quienes terminen de restañar las heridas que este demoledor proceso ha infligido a unos y otros. Sin embargo, vertebrar el debate debe ser un logro de corto plazo. Un ministro cuantificaba recientemente en su vetusto despacho, ante un reducido grupo de periodistas, el impacto económico de una ruptura. Que los números volvieran a atenuar el galopante palpitar de la pasión no sería un mal comienzo.

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