OPINION

Telecinco y el abuso sexual: ¿Y si hacemos un 'GH' de políticos acomplejados?

Lunes. 6 de noviembre. Se hace público que un directivo de Gran Hermano Revolution, formato estrella de Telecinco y del grupo Mediaset, acaba de denunciar ante la Guardia Civil un presunto caso de abuso sexual en el programa. A partir de ahí, expulsiones, regresos y pirotecnia variada. Como apuntaba en estas páginas Borja Terán, en su magnífico artículo ‘La estocada final de Gran Hermano’: así agoniza el reality estrella de Telecinco’, el movimiento se producía cuando el programa vivía -y vive- “horas bajas, más bajas que nunca, y las tramas dentro de la casa no llaman la atención del público ni de la prensa”. Y remataba: “No todo vale por la audiencia, ni siquiera cuando el futuro del programa está en el aire”.

Más allá del episodio concreto -y de la repugnancia o hasta la comprensión que pueda generar en diferentes espectros sociales cómo se ha manejado el mismo-, sí parece un punto de partida razonable para reflexionar sobre la supervisión de las cadenas, así como para preguntarse por la inacción de los poderes públicos ante sus excesos. De hecho, es normal que un mutismo tan generalizado como el que se ha producido ante el ‘caso Telecinco’ genere cuando menos perplejidad en el ciudadano. No en vano, éste es testigo desde hace años de los ingentes esfuerzos económicos y de concienciación acometidos por las administraciones para poner coto a la violencia machista.

Y es aquí donde procede remitirse a lo que no es subjetivo. La Ley 7/2010, de 31 de marzo, General de la Comunicación Audiovisual, diferencia ya en su preámbulo aquellos servicios que se efectúan en un segmento liberalizado “de aquellos otros que por utilizar espectro radioeléctrico público a través de ondas hertzianas y tener capacidad limitada necesitan de licencia previa otorgada en concurso público”. ¿De quién depende esa concesión? El artículo 22, en su punto tres, no deja lugar a la duda: “En el ámbito de la cobertura estatal la competencia para el otorgamiento de las licencias incluidas las de radiodifusión digital terrenal y onda media corresponde al Gobierno, sin perjuicio de la participación de las Comunidades Autónomas”.

Sentada esa base legal, la cuestión que se plantea a cualquier leguleyo es si ese Ejecutivo que concede las licencias no tiene posibilidad de revocarlas ante el incumplimiento de determinados requisitos, ya sea de los fijados en el referido concurso o de los recogidos en la legislación como infracciones. Y aquí es cuando procede recurrir al procedimiento sancionador, un auténtico paraíso para la discrecionalidad de las cadenas. Sin ir más lejos, una infracción muy grave apenas puede alcanzar el millón de euros, una bicoca para compañías como Mediaset o Atresmedia que facturan más de mil al año. Y para revocar una licencia no es que haya que matar a Manolete, que diría el castizo, pero casi. De hecho, implica el incumplimiento de cuestiones sobre todo administrativas, como las resoluciones de la autoridad audiovisual para mantener el pluralismo informativo. Más genérico, imposible.

Una generalidad y falta de concreción que enlaza, de hecho, con la propia tipificación de las infracciones muy graves. Lo sería, por ejemplo, “la emisión de contenidos que de forma manifiesta fomenten el odio, el desprecio o la discriminación por motivos de nacimiento, raza, sexo, religión, nacionalidad, opinión o cualquier otra circunstancia personal o social”. ¿Habría cometido Telecinco, con el último culebrón de Gran Hermano, una contravención del citado precepto? A cualquiera se le ocurrirían decenas de argumentos para justificar que no. Y no hay otras referencias cualitativas que afecten a los contenidos, más allá de una mención que no aplica a la emisión de comunicaciones comerciales “que vulneren la dignidad humana o utilicen la imagen de la mujer con carácter vejatorio o discriminatorio”. Esto es, campo abierto.

Nada hay pues que reprochar a las cadenas, si no es desde la ética de cada cual. Mucho hay que reprochar, empero, a la falta de coraje y principios de la clase política de uno u otro signo para superar determinados complejos. Un botón como muestra. El título V de la citada Ley Audiovisual contemplaba la creación del Consejo Estatal de Medios Audiovisuales (CEMA) como órgano supremo para la supervisión del sector, encargado desde la renovación de las licencias a la potestad sancionadora, pasando por la elaboración del catálogo de los acontecimientos de interés general o la protección de los derechos del menor. Un proyecto ambicioso, renovador, que como lágrimas en la lluvia se esfumó, presa de los intereses políticos.

Y es que entendido por muchos como un supercontrolador de los medios y, en última instancia, un cercenador de la libertad de expresión y el pluralismo informativo, el CEMA decayó para ver cómo sus funciones eran asumidas por la hoy Comisión Nacional de Competencia. ¿Conclusión? Las sanciones las imponen hoy funcionarios rasos de esa instancia. ¿Alguien les ve abriendo una guerra a muerte con las todopoderosas cadenas? ¿Con todo el poder político mirándoles por encima del hombro para evitar un agravio que ponga a su partido en el punto de mira de los telediarios? Para atisbar el ‘apaño’, basta constatar las ridículas sanciones que afrontan las televisiones por sus tropelías con las restricciones comerciales o los horarios protegidos. Solo un derrapaje como el de ‘GH’ podría amenazar tan cuidado engranaje. Mejor no jugar con fuego.

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