Libertad sin cargas

¿Hora de gastar? Teman el dinero que llueve del cielo

Es la candidata mejor posicionada
Teman el dinero que llueve del cielo... Toca gastarlo bien.
L.I.

Caen peniques del cielo, que cantaba Bing Crosby. Con toda seguridad, la ciudadanía escucha perpleja en estos días cómo la Unión Europea prepara un diluvio de millones para reparar las maltrechas economías comunitarias, empezando por la española. “Si hay tanto dinero disponible, ¿para qué preocuparse?”, se tranquilizarán los más ingenuos. Otros, más desconfiados, cuestionarán quién pagará al final la fiesta. Yuval Noah Harari, catedrático de Historia en la Universidad Hebrea de Jerusalén, reflexionaba en ‘Sapiens, de animales a dioses’ (2014, Debate) sobre el despreocupado recurso de imprimir dinero de manera frenética cuando vienen mal dadas. “Todo el mundo está aterrorizado ante la posibilidad de que la crisis económica actual pueda detener el crecimiento de la economía -apuntaba en relación a la debacle surgida tras la caída de Lehman-. De modo que están creando de la nada billones de dólares, euros y yenes, inyectando crédito barato en el sistema, y esperando que científicos, técnicos e ingenieros consigan dar con algo realmente grande antes de que estalle la burbuja”. Es decir, que la sociedad se ha conjurado para vivir sin remisión en el alambre. O dicho de otro modo, en el cortoplacismo más absoluto.

Según el Plan de Estabilidad remitido por el Gobierno a Bruselas, la deuda pública en España se situará a resultas del coronavirus por encima del 115% del PIB en 2020. Es decir, que lo que vamos a deber los españoles superará con creces a lo que en este momento somos capaces de producir con nuestro trabajo en todo un ejercicio. La vicepresidenta económica, Nadia Calviño, ha dejado claro que no hay motivos para la alarma, en tanto el coste de ese endeudamiento es históricamente bajo. Y no deja de ser cierto. Además, no falta quien ha hecho fortuna minimizando la importancia de la deuda pública, en tanto un pasivo sujeto a permanente refinanciación y condenado a no pagarse nunca de forma íntegra. Todo mientras, claro está, exista confianza suficiente en el país como para tener acceso a nuevos fondos que permitan retroalimentar ese círculo infinito y alejar la sombra de la quiebra o el ‘default’. Eso sí, como también deja claro la ortodoxia económica clásica, “solo se plantea claramente un problema cuando los déficit son tan grandes que la deuda crece mucho más deprisa de la renta” (Fischer, Dornbusch, Schmalensee. 1989. Economía. McGraw Hill).

Un planteamiento de trabajo que invita a un doble análisis. En primer lugar, uno relacionado con el déficit, que evolucionará este año por encima de un insoportable 10%, a la sazón un guarismo que recuerda al impacto provocado en las cuentas públicas por la última crisis financiera, una herida que ni siquiera una década después se había conseguido restañar en su totalidad. Empero, la inquietud por ese desequilibrio ha sido tradicionalmente compartida en lo esencial por el bipartidismo gobernante y, arrastrando más o menos los pies, la economía española debería reconducir ese desmán a corto o medio plazo. Más interesante en este punto parece, no obstante, el segundo debate, véase el que alcanza a la forma y los ritmos de generación de la renta nacional. España, que cimentó su ‘milagro económico’ en el final del siglo pasado y principios de este bajo el uso intensivo de mano de obra en sectores poco cualificados como la construcción, no ha escenificado tras su agotamiento un cambio en el patrón de crecimiento que encamine los fondos a sectores que favorezcan la productividad total de los factores y que, en suma, generen valor añadido. La crisis del coronavirus y, sobre todo, la condicionalidad de los fondos europeos pueden ser la última llamada de atención para quienes parecen entregados a la refriega política diaria.

España ha demostrado en esta crisis unas carencias que le hacen jugar en segunda división, con una sanidad en busca de autor y con serios suspensos en educación

No es difícil aterrizar el discurso mientras vemos a una firma anglo-sueca como Astrazeneca anunciar que a final de año tendrá listas hasta 400 millones de dosis de la vacuna contra el coronavirus que desarrolla junto a la Universidad de Oxford. Una carrera en la que también participan rumbo a la fase 3 de los ensayos la biotecnológica estadounidense Moderna y la china CanSino. “La ingeniería genética, campo en el que Estados Unidos parece gozar de una ventaja comparativa con otros países, llevará a los avances mayores y más polémicos en los próximos 50 años”, aseguraba hace ya un cuarto de siglo Diego Hidalgo en su reveladora obra ‘El futuro de España’ (1996,Taurus). “También contribuirá a la curación de enfermedades tales como cáncer, diabetes, artritis y esclerosis múltiple”, remachaba, al tiempo que anunciaba las modificaciones que la robótica traerá a la estructura social: “¿Puede llegar el momento en el que las máquinas desplacen a las personas? Si puede llegar ese momento, ¿dónde están los límites? ¿Podrán robots con largos dedos microscópicos, usando la nanotecnología, reproducirse a sí mismos? ¿Pueden los robots llegar a ser no solo ingenieros, sino también médicos, abogados, directores de bancos? (…) ¿Llegará un momento en el que los seres humanos nacerán jubilados?”. No hay razones marxistas -como las que expone Iglesias- para justificar el Ingreso Mínimo Vital. Es y sobre todo será una necesidad para los excluidos de esos imparables procesos.

Frente a esa realidad, España ha demostrado en esta crisis unas carencias que le hacen jugar en otra división, con una sanidad dividida en busca de autor y, como publicaba este fin de semana en estas páginas Mamen Borreguero, con serios suspensos en educación, a fin de cuentas la mayor esperanza para irrumpir a el medio plazo en esas áreas estratégicas hasta ahora vedadas. No es de recibo que más de un millón de hogares en España no tenga acceso a Internet y que, de esa cifra, más de 186.000 sean familias con niños, menores excluidos desde muy temprano de la sociedad digital. Como tampoco lo es que las grandes corporaciones con sede en España se quejen habitualmente de la falta de ingenieros y -sobre todo- ingenieras. Al final del día, las cuentas del Estado no son muy diferentes a las de una familia. La deuda, hasta un determinado punto, no es un problema en sí mismo. Lo preocupante es para qué se asume. No es lo mismo pedir un crédito para comprarse un coche que para que estudien nuestros hijos. Como no lo es endeudarse para pagar un sinfín de prestaciones o mantener una administración esclerotizada que para desarrollar proyectos en nichos estratégicos que ayuden a reformular el modelo económico.

Remataba su reflexión Harari con un pensamiento profético. “Todo depende de la gente que hay en los laboratorios. Nuevos descubrimientos en campos como la biotecnología y la inteligencia artificial podrían crear industrias totalmente nuevas, cuyos beneficios podrían respaldar los billones de dinero de mentirijillas que bancos y gobiernos han creado desde 2008. Si los laboratorios no cumplen dichas expectativas antes de que la burbuja estalle, nos encaminamos a tiempos realmente duros”. Porque, como bien apunta el autor en otra parte de su deslumbrante obra, la historia del capitalismo no puede desvincularse de la evolución científica como vía para respaldar el crecimiento exponencial que se precisa para alimentar una economía hambrienta… y recorrida por deudas públicas astronómicas. Si para algo ha servido la pandemia es para asentar unos vectores de avance que tradicionalmente los políticos españoles han sacrificado en el altar de intereses electorales mucho más mundanos. La España de la prestación contrasta con la de la educación, la sanidad, la investigación o la ciencia. El desafío de una época y un país.    

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