OPINION

'The Italian Job' o Florentino, Nadal y De la Serna contra el asalto de Atlantia

Fabio Cerchiai se conoce de arriba a abajo el negocio de las autopistas de pago. Nacido a la vera de la Piazza della Signoria justo antes del final de la II Guerra Mundial, parece haber sobrevivido sin torcer el rictus (al menos lo justo) a los Prodi, Berlusconi y, en general, a los vericuetos de la política italiana. Tras una larga trayectoria en el sector asegurador y financiero, se ponía en 2012 al frente de Atlantia -el gigante transalpino que gestiona 5.000 kilómetros de autovías de peaje entre Italia, India o Brasil- y, según quienes le han tratado en España, tanto él como su número dos, Giovanni Castellucci, han demostrado ser “capaces de bajar a la barrera si hace falta”. Cerchiai, empero, tiene el trabajo de su vida por delante en su afán por controlar Abertis. Y es que puedes sobrevivir a Berlusconi, pero quedarte corto cuando se trata de enfrentar a Mariano Rajoy.

No en vano, el Ejecutivo del PP enseñaba otra vez sus cartas esta semana. El pasado viernes, tras el Consejo de Ministros, Fomento y Energía volvían a remitir sendos requerimientos a la CNMV para que Atlantia sometiera su opa a la aprobación del Gobierno, pese a que el supervisor que preside Sebastián Albella dejó las anteriores peticiones del tándem De la Serna-Nadal a la altura del betún. Más allá del objetivo gubernamental y de prejuzgar intenciones, lo cierto es que el mercado no tardó en ver el movimiento en pleno puente como una nueva muestra de las preferencias ‘populares’ por el oponente de Atlantia en la contienda, véase, la ACS de Florentino Pérez a través de su filial Hochtief. Como se apresuró a recordar De la Serna, la firma de matriz española “sí ha pedido las autorizaciones a ambos Ministerios”.

Con esos planteamientos, cuesta encontrar a alguien en el sector -de accionistas a competidores, de consultores a ejecutivos, de periodistas a analistas– que no dé por resuelto el partido antes de jugarlo. Al punto que no se formulan cuestiones que deberían ser objeto de profundos debates. Por ejemplo, ¿hasta qué punto Red Eléctrica (REE) -“la primera compañía del mundo dedicada en exclusiva a la operación del sistema eléctrico y el transporte de electricidad”, según reza su propia web- debe quedarse con Hispasat para descargar de ‘rémoras estratégicas’ la operación? Puestos a echar una mano, según sostiene más de un avezado analista, más sentido tendría endosarle el muerto a Indra, también con participación pública. Desde luego, cuesta ver al presidente de REE, José Folgado, a la sazón exsecretario de Estado con gobiernos del PP, poniendo trabas a la operación.

Tampoco parece nadie excesivamente preocupado con la gestión posterior a la contienda. No hace falta remontarse mucho en el tiempo para recordar cómo el Gobierno sufrió en sus carnes el rosario de ‘modificados’ que disparó el coste del almacén Castor hasta la estratosfera. ACS participaba de forma mayoritaria en la sociedad operadora. Más allá de que José Manuel Soria se revuelva en su tumba (política), el episodio debería estar fresco en Moncloa. Dicho de otro modo, ¿vale todo por el hecho de que las autopistas se queden en manos españolas? Sin contar con factores que suelen dejarse de lado, como si pinta algo el minoritario y su posibilidad de lograr el mejor precio por sus títulos en una puja libre y abierta de opas, sin interferencias políticas. 

El telón de fondo en todos estos movimientos, lamentablemente, es siempre el mismo. Esto es, la más o menos sutil imbricación de lo público y lo privado en la vida empresarial española. Esas dos esferas, que no deberían siquiera rozarse salvo en la más imprescindible regulación y las restricciones de competencia -si proceden-, tienden a alternar de la mano en demasiados operaciones, sobre todo de determinada dimensión. Frente a ese ecosistema, asumido casi sin inmutarse por la sociedad patria, los diferentes gobiernos se han esforzado por vender de cara al exterior un país donde reina la seguridad jurídica. ¿Con éxito? Cuestiones como los arbitrajes renovables o esos desayunos traicioneros, en los que un fondo de inversión algo perdido pregunta por qué una compañía quebrada sigue viva, coleando y reestructurando deuda, dejan claro que todos los escrúpulos son pocos y que nunca se es suficientemente recto.

Tras salir de la cárcel, Charlie Croker -interpretado por Michael Caine en la icónica The Italian Job (1969)- revisa con su experto en explosivos cómo abrir un furgón blindado en la prueba para un robo. Tras ver cómo su colega hace saltar por los aires el vehículo, le espeta, en una frase mítica del cine británico: “You’re only supposed to blow the bloody doors off!” (“¡Se suponía que solo debían explotar las malditas puertas!”). Es de esperar que la esforzada dupla De la Serna-Nadal, en su particular trabajo italiano, también se limiten a dinamitar “solo” las puertas. Si no, siempre se corre el riesgo de que, como ya hizo en su día el entonces embajador estadounidense en España, Eduardo Aguirre, se te recuerde la dificultad que encuentran las empresas foráneas para ganar concursos o entrar en España. Y no parece ese un melón que ahora convenga abrir.

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