OPINION

Y si la ira de los 'chalecos amarillos' llega a España...

Protestas chalecos amarillos
Protestas chalecos amarillos
Efe

Más de 1.700 detenidos tras una jornada en la que se manifestaron 125.000 personas por toda Francia, de ellos 10.000 en París. La protesta de los ‘chalecos amarillos’, que se inició como una reacción a la subida de los precios de los carburantes, puede verse ya sin ambages como la primera gran manifestación contra una transición energética injusta, en la que los perdedores empiezan a parecer precisamente los que menos posibilidades económicas tienen de subirse al tren verde. Toda una llamada a atención para los gobiernos, responsables de graduar el avance hacia unos objetivos necesarios y difícilmente discutibles, pero a los que no puede aspirarse legítimamente dejando cadáveres -en forma de familias que no puedan llegar a fin de mes- por el camino. En esa medición de los tiempos son claves la comunicación para evitar la alarma social y los planes alternativos para algunas industrias. Y Macron no es el único con problemas.

Para empezar, detrás de lo que está pasando en Francia, hay datos. “La parte de los gastos comprometidos por los franceses representa una fracción creciente del presupuesto de los hogares: han pasado del 12,4% de sus ingresos disponibles en 1959 al 29,4% en 2017”, advertía el Insee, el INE francés, en un estudio publicado el pasado mes de octubre. En esos ‘gastos comprometidos’ se incluyen aquellos “que no pueden renegociarse a corto plazo”, véase la luz, el agua, el gas, las telecomunicaciones o incluso Internet. Y como bien señala ‘Les Echos’, que cita el documento, ese porcentaje no tiene en cuenta el peso de carburantes y combustibles, a fin de cuentas imprescindibles para muchos a la hora de ir a trabajar. De hecho, el diario recuerda que en 2006 la parte del presupuesto destinada a la energía se duplicaba en las zonas rurales (11,3%) respecto a París (5,7%). Por si fuera poco, esos gastos fijos suponen el 61% de los hogares más pobres y el 23% en los más pudientes. Suficiente como para explicar el origen de la protesta.

En España, los parámetros no son muy diferentes, salvando las limitaciones de la comparación. De acuerdo con la última Encuesta de Presupuestos Familiares, correspondiente al año 2017, el gasto medio anual por hogar en términos constantes se elevó a 25.578 euros, de los cuales 7.424 fueron a parar a la rúbrica de ‘vivienda, agua, electricidad y gas’, lo más parecido a esas ‘facturas inamovibles’ de las que habla el Insee. Se trata de un 29% del total, si bien el porcentaje rebasaría el 34% si se incluyeran las comunicaciones. En lo que respecta al transporte, España se sitúa en la franja alta de los franceses, en tanto detrae un 12% de su presupuesto de gasto. Como en el caso galo, el 20% de los hogares más pobres, se dejó casi el 40% en esas facturas mensuales que no pueden dejar de abonarse, guarismo que se dispara al 60% si se incluye la alimentación. Por el contrario, el 20% de los más ricos solo destinó a esos menesteres el 25,8%. Unos márgenes de maniobra bien diferentes.

Por todo ello y teniendo en cuenta los diferentes escenarios, es razonable que no hayan faltado analistas que reflexionen sobre la posible extensión geográfica del conflicto. “Esta revuelta tiene raíces muy francesas, pero lectura europeas -recientemente explicaba preclaro Andrés Ortega, investigador del Real Instituto Elcano, en su blog ‘El espectador global’- (…) En la actual situación mediática es fácil aunar resentimientos de forma masiva. Y esta situación dificulta el debate, que en democracia es esencial. Macron ha explicado poco su política. O sus explicaciones no han calado”. E iba un paso más allá, en un aviso para quien quiera escucharlo, al subrayar que Francia es a menudo “precursora de movimientos sociales en Europa e incluso más allá”. En esta línea, lo sucedido con los ‘chalecos amarillos’ puede “apuntar a froto-fenómenos” y aglutinar “la ira de algunos sectores sociales, contra una transición ecológica necesaria, perentoria, pero que hay que explicar, y programar, más y mejor ante lo que van ser no ya un cambio en el tipo de energía utilizado, sino en el tipo de vida”.

Con este panorama, no es casualidad que las ministras Reyes Maroto y Teresa Ribera hayan aprobado este mismo viernes -aun a regañadientes- la puesta en marcha de un estatuto para las industrias electrointensivas, después del anuncio de cierres como el de Alcoa. Un conflicto que ha levantado ampollas en el propio PSOE, ya que son los presidentes autonómicos quienes, al final del camino, sufren el drama social de las pérdidas de unos puestos de trabajo sacrificados en el altar de las energías verdes. No ayuda, sin embargo, fijar una fecha de caducidad para los coches de gasolina y diésel, especialmente cuando no se da recorrido a las tecnologías de transición. Para muchos españoles una herramienta de trabajo, el ‘impuestazo’ al diésel que el Gobierno ha vinculado a la aprobación de los Presupuestos drenará sin remedio los bolsillos del parque automovilístico, por mucho que el Gobierno se haya esforzado en vender que la equiparación del gasóleo y la gasolina se hará gradualmente. Todo un reto para el Ejecutivo a la vista del caso francés.

Aunque el germen del 15-M estaba ahí, en la crisis económica que asolaba el país en términos de empleo, pocos supieron vislumbrar su irrupción y cómo se escenificó en la Puerta del Sol. Su culminación en Podemos ha terminado por marcar decididamente el discurso político y social de los últimos años, lo que no es poca cosa. Tampoco nadie daba pábulo a las encuestas que auguraban el advenimiento de la extrema derecha, plasmado finalmente en Andalucía con el éxito electoral de Vox. Dicho de otro modo, todo tiene un caldo de cultivo. Las imágenes de una Francia en estado de guerra, con los locales de los Campos Eliseos y museos como el Louvre o Orsay cerrados a cal y canto, son devastadoras en términos económicos para la principal potencia turística mundial, ya golpeada sin piedad por los embates del terrorismo islamista. Si el refranero es sabio, parece hora de poner las barbas a remojar. Sobre todo cuando nadie discute los fines que se persiguen y de lo que se trata, en resumidas cuentas, es de poner los medios que toquen para llegar todos juntos a la orilla. No puede ser de otra manera.

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