OPINION

La estabilidad de las divisas y la huida hacia delante de los bancos centrales

Lagarde y Powell, en primera línea de la crisis económica.
Lagarde y Powell, en primera línea de la crisis económica.
L. I.

Hace tiempo que los inversores se han acostumbrado a las paradojas. Si bien la actividad económica lleva una década sin lograr recuperar los ritmos de crecimiento previos a 2008, pese a la intervención sin precedentes de los bancos centrales y a unos tipos de interés en mínimos, los mercados bursátiles, por su parte, rozaban máximos históricos hace menos de tres meses. Asistíamos pues a una extraña desconexión entre la realidad económica y la realidad bursátil pero, después de todo, la continuación de esta tendencia no debería sorprendernos, puesto que —he aquí otra paradoja— se retroalimentaba: cuanto menos reaccionaba la economía al apoyo monetario, más necesario se hacía acentuar este último, lo que, a su vez, impulsaba los mercados bursátiles a cotas aún más elevadas.

En este contexto, este año surge una perturbación externa sin precedentes: los Gobiernos de medio mundo se autoimponen repentinamente la hibernación casi total de su actividad económica amparándose en el deber de proteger a sus habitantes frente al riesgo de contagio de un peligroso virus. Al principio, los mercados de renta variable reaccionan con temor ante esta catástrofe económica y sufren una drástica corrección. En términos globales, los mercados bursátiles a escala mundial caen en un mes entre un 30% y un 40%. Así pues, cabría preguntarse qué ha sucedido desde entonces. La respuesta es que los Gobiernos y los bancos centrales se están viendo más que nunca obligados a intervenir para apuntalar la actividad económica o, al menos, para tratar de evitar que las empresas y el poder adquisitivo de los consumidores sufran daños irreversibles.

Podemos permitirnos albergar serias dudas de que todo este respaldo pueda acentuarse aún más una vez pasada la crisis para propiciar una autentica reactivación del crecimiento. De hecho, nadie sabe cuándo esta epidemia quedará relegada al baúl de los recuerdos. En cambio, parece más bien que vamos a tener que acostumbrarnos a convivir con ella durante un tiempo y, por tanto, a mostrarnos más prudentes a la hora de desplazarnos, de viajar y de entretenernos. Las propias empresas se lo pensarán dos veces antes de reactivar sus inversiones y sus procesos de contratación: deberán primero sanear unos balances lastrados por los préstamos de supervivencia contraídos durante la fase de interrupción de la actividad. Por tanto, los trabajadores probablemente se mostrarán más proclives a contenerse más en sus gastos mientras la continuidad de su trabajo les parezca precaria.

Pero si no solo se ha desplomado el crecimiento económico, sino que además la recuperación será lenta, ¿cómo explicar que los mercados bursátiles mundiales hayan registrado un repunte de más del 20 %? Ello se debe a que las paradojas no son flor de un solo día. Los Gobiernos y los bancos centrales no tienen más remedio que emprender una huida hacia delante: estos últimos deben ahora ampliar sus compras para abarcar muchas otras clases de activos más allá de la deuda pública y deben garantizar unos tipos reducidos a los actores a los que alientan más que nunca a endeudarse tanto como sea necesario, mientras que los Gobiernos deben olvidar toda ortodoxia en el plano del equilibrio presupuestario.

A la luz de esta coyuntura, ¿cómo no llegar a la conclusión de que todo este apoyo justifica un incremento de las valoraciones de las empresas?

Si la deuda ya no entraña riesgo debido a que los bancos centrales garantizan directa o indirectamente que quede debidamente saldada, si las quiebras escasearán dado que los Gobiernos se encargan de velar por que así sea y si el empleo pasa a estar en gran medida subvencionado, el coste del riesgo desaparece. Si basta con endeudarse para pagar las nóminas, y el valor de una empresa deja de depender de su capacidad para generar beneficios, los mercados bursátiles pueden prescindir de las leyes de la gravedad. Iván Karamazov (Los hermanos Karamázov, Fiódor Dostoyevski, 1880) diría que si las reglas no existen, todo está permitido.

Las limitaciones de este razonamiento residen, por definición, en los condicionantes de la realidad: la riqueza efectiva generada por una economía se refleja tarde o temprano en el valor intrínseco de su divisa. Probablemente este sea el hilo del que debamos tirar a la hora de buscar futuros despertares de los sueños de ingravidez.

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