OPINION

And the winner is... Rusia

Hace apenas unas semanas se iniciaba uno de esos momentos llamados a cambiar las relaciones internacionales en una de las zonas más convulsas de nuestro planeta. Turquía desplegaba más de 15.000 efectivos en una franja de aproximadamente 30 kilómetros de ancho por 180 de largo en territorio sirio.

Su objetivo, oficialmente, era crear una zona de seguridad que apartase al ejército kurdo de sus fronteras. El resultado permitiría así acallar las voces del alto mando turco que advertían de la peligrosidad de tener el enemigo a las puertas de Ankara. No actuar supondría un refuerzo a la minoría kurda, que históricamente reclama un territorio entre Irak, Siria y Turquía.

En el complejo mundo de las relaciones internacionales, las opciones más favorables para todos los actores tienden a buscarse como agua de mayo. El problema radica en cómo se desarrollan los acontecimientos y la cantidad de variables que hay que tener en cuenta para que todos salgan con el mejor de los peores escenarios posibles en el que ya han perdido la vida más de 600 personas y 200.000 desplazados.

El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, ha conseguido contentar por un lado a los militares, auténtico contrapoder fáctico en Ankara, concediéndoles una victoria importante en el campo de batalla. A la vez ha reforzado el sentimiento patrio de un país con más de 80 millones de personas que reclaman su sitio en el tablero internacional. Además, ha lanzado un mensaje claro a la OTAN y a EEUU: Turquía ya no mira a Occidente en la búsqueda de aliados.

El Estado Islámico resulta beneficiado, pero casi de carambola. En primer lugar, gran parte de los terroristas que habían sido apresados y permanecían en las cárceles bajo custodia kurda escaparon de su confinamiento. Curiosamente, la gran evasión se produjo justo en el primer día de la intervención turca. El movimiento terrorista previsiblemente se dirigirá a la vecina Irak, donde aun quedan zonas en las que la presencia del Estado iraquí es precaria.

Estados Unidos puede parecer a priori el perdedor máximo en esta batalla geoestratégica. Sin dudar de los pésimos efectos que tendrá en su imagen de pacificador y mediador en la zona y el enfado justificado de sus aliados británicos y canadienses, lo cierto es que Donald Trump cumple su palabra ante el electorado americano. Ha puesto fin a una de esas guerras “interminables y ridículas” en las que otras administraciones les metieron. Los apenas 1.000 efectivos con los que contaba Washington sobre el terreno serán desplegados en Irak. El presidente americano cede ante Ankara, pero también le deja una zona en la que habrá conflictos a menor escala durante bastante tiempo.

Bashar el Assad, el eterno superviviente en Damasco, consigue eliminar de un plumazo las reivindicaciones kurdas en el noreste sirio. Tarde o temprano, la presencia de las Unidades de Protección Popular, el brazo armado de los kurdos en la zona, habrían supuesto una ocupación de facto sobre el terreno. A dos de los elementos imprescindibles para hablar de la creación de un Estado - territorio y población - se le uniría el del gobierno que, aun precario, los kurdos habrían podido establecer en una zona en la que el poder de Damasco era inexistente. La presencia turca está condicionada a ese concepto de seguridad tan polivalente. La ocupación de Ankara no implica reclamación sobre el territorio que, a todos los efectos, será vigilado por Damasco y Moscú.

Y es precisamente este último el gran vencedor de la contienda. Rusia se ha impuesto como el gran mediador de la zona y paradójicamente como el garante de la paz entre turcos, sirios y kurdos. El altruismo no existe en la diplomacia. Con la presencia en la región, Moscú garantiza sus intereses energéticos, políticos y militares en el Mar Negro y en el Mediterráneo. Recoge el testigo de Washington como potencia de referencia en la región y pone en cuestión el apoyo incondicional de otras potencias afectadas como Arabia Saudí o incluso Israel, que no acaban de entender el abandono americano en Siria.

Los ojos de Vladimir Putin no están puestos solo en Siria. Aprovechando el impulso estratégico ha conseguido reunir en Sochi, ciudad que se está convirtiendo en la Ginebra diplomática de Rusia, a los líderes de prácticamente todos los países africanos. La ambición de Moscú se extiende a la economía africana, rica en recursos naturales, pero también pretende ser influyente en el devenir político del continente. El interés ruso se centra en sectores tan importantes como la energía, las infraestructuras, la defensa o la cooperación al desarrollo. Moscú ofrece a África otras posibilidades de desarrollo distintas a las de China o incluso la Unión Europea.

Si ya en Oriente Medio no hay más Dios que Rusia, en África podríamos hablar de un profeta: Vladimir Putin. Por un lado, perdona la deuda contraída por estos países y, por otro, se ofrece como garante de la seguridad y el desarrollo de la región. Toda una estrategia que destaca por el conocimiento de las limitaciones de su "hard power" militar, con una excelente combinación de influencia y poder económico blando.

En esta batalla geoestratégica, el Oscar, se lo está llevando Vladimir Putin. Lo más curioso es que lo gana en la categoría de mejor actor. Un protagonista llamado a ocupar el espacio que deja EEUU, que parece estar empeñado en optar al premio al mejor secundario. Europa, sin embargo, debe contentarse con obtener por alguna dádiva en los papeles de reparto.

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