OPINION

Cuando las urnas ratifican que no nos entendemos

Las urnas han dictado sentencia y el resultado es cuando menos incierto. Ciudadanos parece ser el principal beneficiado de una participación histórica, superior al 74,9% alcanzado en 2015 y situándose casi en el 82%. Lo más destacable de estas elecciones es que, al menos socialmente, ponen fin al hegemonismo nacional-separatista en Cataluña, tan solo roto en 1999 y 2003 por el PSC.

Sin embargo, el motor de decisión de todas las elecciones, la disyuntiva entre cambio o continuidad, parece haberse estancado en tierras catalanas, frustrando así una posición maximalista que nos permita avanzar en la configuración futura del Estado, tanto en Cataluña, como en el resto de España.

Independientemente de formaciones de Gobierno, predicciones sobre el futuro territorial, o cábalas sobre las causas de estos resultados, lo cierto es que tanto las encuestas realizadas con anterioridad, como las elecciones celebradas ayer, ponen de manifiesto una realidad. Cataluña está fragmentada en dos mitades sociales con intereses contrapuestos y miradas diferentes sobre un mismo problema que no es otro que su encaje en España.

Recientemente Alberto Peláez, histórico corresponsal de Televisa en España me preguntaba sobre la posibilidad de explicar nuestro sistema electoral de una manera clara para que el público mexicano entendiera cómo es posible que un voto no valga igual en Barcelona que en Lleida, o que el Partido Popular necesitara más de 34.000 votos en Barcelona para conseguir un escaño, frente a los apenas 18.000 de CatSíqueesPot en Girona, en 2015.

Después de infructuosos intentos por tratar de comunicar de una manera cabal que tenemos un sistema basado en la ley D’Hont que privilegia a los partidos mayoritarios asignando escaños en función del resultado del cociente sucesivo obtenido por cada lista electoral, algo totalmente incomprensible para el común y también para el más aventajado de los mortales, lo cierto es que la reflexión nos llevó a identificar que el auténtico problema democrático de nuestro país solo tiene un nombre y no es D’Hont. Se llama circunscripción.

Esto hace que en otros países como Austria, Bélgica, Finlandia, Japón, Holanda o Portugal el sistema funcione y en España, lamentablemente, esté en cuestión debido a la desproporcionalidad patente entre circunscripciones. La situación se agrava cuando el problema se suscita en unas elecciones autonómicas en lugar de en unas generales, donde el objetivo inicial e intencionado del Constituyente no era otro que privilegiar la representación territorial debido a un Senado desnaturalizado.

Efectivamente, unas provincias en algunos casos infrarepresentadas y en otros sobrevaloradas provocan que de los 135 escaños en liza en Cataluña, Barcelona tenga asignados 85 actas de diputado, pese a albergar a más de 5,5 millones de catalanes, mientras que Tarragona, Girona y Lleida sumen 50 cuando entre todas no alcanzan los 2 millones de personas.

No en vano, Cataluña es la única Comunidad Autónoma que no goza de un régimen electoral propio y esto no es una casualidad. A diferencia del resto de comunidades que fueron capaces de realizar este desarrollo normativo, la única ley aplicable en materia electoral en Cataluña es curiosamente la Ley Orgánica del Régimen Electoral General (LOREG). Una ley estatal de un Estado de Derecho que, los mismos partidos que han cosechado estos resultados, amparados en ella, critican como obsoleta, desfasada y profundamente antidemocrática. Tiempo tuvieron de cambiarla e intentos no faltaron pero de nuevo la política con “p” minúscula prevaleció, consolidando un sistema que ha favorecido históricamente los resultados del nacional – separatismo.

Esta situación data de 1980, momento en que el “Decretazo Tarradellas”, contenido en la disposición transitoria del Estatut, posponía sine die una modificación de la ley al exigir un acuerdo de dos tercios de las Cámaras, 90 escaños, para sustituir la ley nacional por una autonómica. El separatismo, entonces camuflado en forma de nacionalismo, privilegió a las provincias tradicionalmente secesionistas, especialmente Girona, frente a Barcelona, históricamente representante del voto ahora llamado unionista o de aquellos partidos que muestran su conformidad con una pertenencia de Cataluña al conjunto del Estado. En una contienda electoral el lenguaje es la primera víctima.

Hoy, las elecciones del 21-D han puesto de manifiesto esta disfuncionalidad. Mientras que Ciudadanos se alza como el principal partido en Cataluña, su representación parlamentaria le impedirá, previsiblemente, alcanzar mayores cuotas de poder. No puede ser de otra manera. Con más de un millón de votos en todo el territorio catalán ha obtenido 37 escaños, mientras que la CUP en Girona y con apenas 14.000 votos ha garantizado un asiento en la Cámara catalana. La desproporción salta a la vista. ¿Es esto lógico? De nuevo la ruptura entre el principio de un ciudadano, un voto está quebrado. Cataluña queda institucionalmente dividida y España en la misma situación de incertidumbre máxima que nos abriga desde hace ya más de un año.

No queda mucho por recorrer en el espacio político catalán. Unas nuevas elecciones no aseguran que los bloques políticos vayan a ceder puesto que el apenas 18% de la población que queda por votar si no lo ha hecho ya, no es previsible que lo haga y por lo tanto deja de ser determinante. El voto visceral ha podido con el voto racional y esta situación está llamada a quedarse en el sombrío panorama político catalán.

Nos hartamos y jactamos de señalar las diferencias entre las dos Españas pero desde hoy también tendremos que convivir, con el hecho de que al menos política y socialmente hablando también hay dos Cataluñas, éstas mucho más complejas que las primeras. En realidad el 21D ha demostrado que existe una alternativa al gatopardismo lampedusiano. No es necesario cambiar todo para que nada cambie. También es posible no cambiar nada para que todo siga igual. Parlem.

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