OPINION

EEUU vs. Turquía: crisis de los misiles en pleno siglo XXI

Un sistema de misiles de defensa aérea S-400 durante el Desfile del Día de la Victoria en la Plaza Roja en Moscú, Rusia, el 9 de mayo de 2015. (EPA / EFE)
Un sistema de misiles de defensa aérea S-400 durante el Desfile del Día de la Victoria en la Plaza Roja en Moscú, Rusia, el 9 de mayo de 2015. (EPA / EFE)

En algunas ocasiones la relación entre crisis internacional y economía es patente, incluso puede llegar a ser insultante. Así podemos encontrar un claro ejemplo en los conflictos políticos y armados en aquellas zonas ricas en recursos energéticos.

A nadie se le escapará que en lugares como Malí, Yemen o Afganistán, donde el radicalismo terrorista es capaz de cometer las mayores atrocidades, hay un interés que se escapa al más básico ideal de protección de los Derechos Humanos.

Sin embargo, hay otras veces que el interés económico comparte protagonismo con el estratégico y esta es la situación que estamos viviendo entre dos países que están viviendo sus peores momentos diplomáticos: Estados Unidos y Turquía.

A primera vista puede llamar la atención que los antiguos aliados estén modificando sustancialmente su marco de entendimiento. Así, Estados Unidos aplicó, tras la IIGM, una política destinada a incrementar su ayuda a Grecia y Turquía, dos enemigos ancestrales que iban, sí o sí, a entenderse. Estados Unidos no toleraría jamás una guerra en el Sureste europeo, máxime teniendo en cuenta la amenaza soviética en el continente.

Con la aplicación de esta doctrina, Turquía ingresó en la OTAN y se vio obligada a compartir y colaborar, aun tímidamente con Grecia, en la búsqueda de un sistema de defensa capaz de frenar en un primer momento al bloque comunista y, tras la extinción de éste, estabilizar las fronteras frente a Rusia en el flanco Sur.

Estados Unidos invirtió ingentes cantidades de dólares en Ankara. Su apuesta por un Ejército de corte occidental, que ejerciera de contrapoder al incipiente poder religioso, cristalizó en el apoyo al “hombre a caballo”, es decir, cualquier militar que pudiera, aunque fuera propugnando un golpe de Estado, suponer un aliado frente a la URSS.

La llegada al poder del líder del Partido Islamista al país de Atatürk, supuso un punto de inflexión en las relaciones entre ambos países. El primer ministro, Recep Tayyip Erdogan, tenía y tiene bien claro que la única manera de mantener un gobierno confesional moderado fronterizo con la UE es enfatizar el discurso nacionalista. La gran Turquía independiente es en el fondo el Califato sobre el que sustentar un actor político de primer orden, en el complejo escenario de Oriente Medio.

Las tensiones ente ambos países han ido fluctuando con base en diferentes situaciones geopolíticas. Las intervenciones estadounidenses en Irak y Siria siempre se han visto con recelo por parte de Ankara. Su participación supone un reforzamiento de facto sobre el gran enemigo de la integridad territorial turca: los kurdos. Un pueblo sin territorio, pero con grupos armados capaces de, por ejemplo, plantar cara en las montañas de Tendurek al bien armado e instruido Ejército turco. Más de 45.000 personas han muerto en estos combates desde 1980 en uno de los conflictos olvidados más cruentos del mundo.

Hoy en día, la crisis política entre EEUU y Turquía se monetiza exactamente en 2.500 millones de dólares. Es el precio de adquisición de los sistemas antimisiles S-400. Este producto de la industria armamentística rusa -con financiación china- implica una seria amenaza para cualquier aeronave o misil que quisiera, en un futuro bastante cercano, acercarse a cielo turco.

Para que se hagan una idea, este sistema permitiría identificar múltiples objetivos a 600 kilómetros de distancia y derribarlo a unos 400, incluyendo aviones invisibles, misiles de crucero o incluso misiles balísticos de precisión. Toda una joya que deja en evidencia la obsoleta prestación de otro tipo de sistemas occidentales y que han supuesto todo un éxito en el escenario de operaciones sirio.

La gran diferencia que presta este sistema con respecto a otros, como los famosos Patriots americanos, es su capacidad para lanzar misiles en cualquier dirección sin necesidad de cambiar su posición. Para que se hagan una idea de los años luz que separan a ambos sistemas, el estadounidense precisa de un giro de 180º en caso de que la amenaza se acerque por detrás de su plataforma. Es algo así como tener un “walky - talky” en la era del 5G.

EEUU argumenta que ningún país de la OTAN debería contar con este sistema puesto que, además de ir en contra de la homologación necesaria para poder operar conjuntamente con otros ejércitos aliados, supone una amenaza directa contra las aeronaves de la Alianza. Dicho en plata, un avión aliado podría ser derribado sin contemplaciones a 400 kilómetros de distancia sin posibilidad de evitarlo por parte de otro aliado.

El argumento americano es coherente, pero se olvida de que ya existen otros países de la OTAN que cuentan con armamento ruso. Incluso Grecia cuenta con el sistema S-300, predecesor del actual, y también de fabricación rusa.

Los coqueteos turcos con Rusia no son algo que guste en Washington. Ya en 2015, Ankara derribó un avión de combate ruso alegando que había entrado en su espacio aéreo. Las relaciones entre Moscú y Ankara se deterioraron, pero en apenas cuatro años han pasado de ser enemigos acérrimos a confiar su defensa mutua a cambio de 2.500 millones de dólares.

En toda esta ecuación económica entra también el catalizador que va a protagonizar la industria de defensa del futuro: el avión de combate F35. Un supermodelo polivalente que cambiará el escenario estratégico mundial, además de engrosar notablemente las arcas de la industria militar americana.

Donald Trump ha sido tajante al respecto y amenaza al régimen de Erdogan con dejarle fuera de la venta de los 100 F35 que tenía pensado adquirir. La diferencia económica es notable. La compra de todos estos aviones de combate podría ascender a 10.000 millones de dólares, frente a los 2.500 millones del sistema S-400. Turquía es consciente de la situación y aunque pueda estar jugando esta baza para tratar de abaratar la adquisición de los F35, lo cierto es que la cuestión ha llegado a un punto de no retorno, en el que están encima de la mesa temas mucho más importantes.

En primer lugar, está el “orgullo” turco o si lo quieren ver de otra manera, la legítima decisión del pueblo de ejercer su soberanía y dotarse de aquellos sistemas o capacidades que estime oportunas para defenderse. El nacionalismo turco está presente en todos los rincones de la sociedad y será difícil que renuncie a una cuestión que ha asumido como de Estado. La contrajugada americana está clara. Adivinen qué país con capital en Atenas estará encantado de comprar parte de los 100 F35 “turcos” para equilibrar el juego de tronos en el Mar Egeo.

En segundo lugar, no se puede olvidar que Turquía es miembro de pleno derecho de la OTAN. Esta organización lucha por su supervivencia desde la extinción de la Unión Soviética y los atentados del 11S. Su objetivo es redefinirse y encontrar una justificación a su existencia, antes centrada en la defensa en el escenario europeo ante las tropas del Pacto de Varsovia y que ahora le ha llevado a extender su proyección hasta los desiertos iraquíes o las montañas afganas. Haciendo una proyección a futuro de la evolución del conflicto, no descarten que la Alianza Atlántica pueda replantearse la conveniencia de contar con un aliado que está demostrando estar más cerca de Moscú que de Bruselas.

Tanto Estados Unidos como Turquía se mantienen firmes en sus posiciones. Quien nos iba a decir que en pleno siglo XXI estemos viviendo una nueva Crisis de los Misiles. Lo que la política es capaz de unir, la economía lo puede romper y es que, detrás de cada crisis internacional, siempre está el vil metal.

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