OPINION

Ejército y política, dos monedas con la misma cara

Las solicitudes para ingresar al Ejército español superan las decenas de miles en los últimos años.
Las solicitudes para ingresar al Ejército español superan las decenas de miles en los últimos años.
L.I.

No estamos acostumbrados a la participación de militares en la vida pública. No nos engañemos. Las razones encuentran su explicación en nuestro pasado y en el papel que jugó el Ejército durante la dictadura y la transición. Si bien el servicio militar obligatorio realizó un papel esencial a la hora de ofrecer una simbiosis entre dos mundos condenados a entenderse, su posterior desaparición profundizó una brecha en las relaciones entre la sociedad civil y la militar que llega a nuestros días.

Varios han sido los intentos por encontrar los tan manidos espacios y lugares comunes. La participación de contingentes españoles en misiones internacionales, el carácter de institución militar con vocación de servicio de la Guardia Civil, la creación de la Unidad Militar de Emergencias… son ejemplos claros de adaptación de los Ejércitos a la nueva realidad democrática. Sin embargo, faltaba la participación material en los foros decisivos en nuestra sociedad.

La política no puede entenderse sin personas. Necesitamos referentes de carne y hueso que ejemplifiquen determinadas ideologías. Si a Felipe González lo identificamos con socialismo, a Alianza Popular con Manuel Fraga Iribarne o a Podemos con Pablo Iglesias, convendremos que en el campo militar existe un vacío humano que solo se ha cubierto con alguna que otra aparición pública de algún Jefe de Estado Mayor de los que han ido desfilando desde la entrada en vigor de la Constitución.

Desde 1978, pocos han sido los militares que, dejando atrás su condición de uniformados, han dado un paso al frente en política. A la impagable función del General Gutiérrez Mellado, y dejando al margen la aparición del Coronel Amadeo Martínez Inglés, apenas se unen otros nombres que, más allá de su labor profesional, supongan un ejemplo de algo que en otros países es algo habitual: la participación de los militares en la vida pública.

Estados Unidos supone un referente en cuanto a la participación en la vida pública de los militares. Su primer presidente y héroe nacional norteamericano, George Washington, perteneciente a la Milicia de Virginia, fue también General de los Ejércitos de los Estados Unidos. Otros ejemplos notables son Ulisses S. Grant o Eisenhower. Más recientemente recordamos en otros puestos la figura de Colin Powell, el general Petraeus o, en la actualidad, James Mattis.

En Reino Unido encontramos una participación mucho más numerosa de miembros veteranos de las Fuerzas Armadas. La presencia de los mismos en la Cámara de Comunes es importante, y lo es mucho más aún en la de los Lores, situación que se extiende también a sus representantes en el Parlamento Europeo y al resto de cámaras regionales británicas.

Tanto en el caso de Estados Unidos como en el de Gran Bretaña, la participación de militares en la vida pública pone en común la importancia de aprovechar la visión militar en la política. La cosa pública es terreno tradicionalmente gestionado por civiles que siempre ha estado carente de la visión externa de un mundo, que en nuestro país, afecta directamente a casi 200.000 familias, entre militares en activo y en la reserva.

No es un número menor de personas. Obviaremos aquí el aspecto económico, que en el caso español tiene un valor singular, teniendo en cuenta que gran parte de nuestra inversión en I+D se destina al campo de la investigación militar.

Sin embargo, hay un hecho que puede suponer un punto de inflexión en la actual situación. Hay militares, y de la más alta graduación, que últimamente están accediendo a la vida pública. Al archiconocido caso de Julio Rodríguez, ex Jemad del gobierno Zapatero, en Podemos, se ha unido recientemente el ex Jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, Fulgencio Coll, también con el mismo gobierno socialista, que pasará a engrosar las filas de VOX.

La identificación de un militar con un partido político es algo que nuestra Constitución ha cuidado con especial atención. A menudo lo ha hecho incluso con desmesura. La secularización de los mandos militares en los puestos de máxima responsabilidad política dentro del Ministerio de Defensa es una realidad que arranca desde el inicio de la democracia. La sustitución de las guerreras por chaquetas en las Cortes Generales supuso la separación fáctica – e incluso estratégica – entre Ejército y política. Una división en ese momento necesaria pero que, como efecto colateral, provocó un distanciamiento entre ciudadanía y Ejército. Dos mundos que siempre han vivido realidades paralelas pero que convergen en un interés común: el bien de la Nación.

Los efectos de esta desconexión no tardaron en reflejarse. La cultura de seguridad en nuestro país es escasa y lo es cada vez más. Si bien existen notables grupos de reflexión alrededor de este concepto, no se acaba de conseguir introducir esta idea en la sociedad, auténtica destinataria y beneficiada de las políticas de seguridad.

Pero no hay política sin renuncias. Se habla poco de la figura de los compromisos que los diferentes estamentos sociales adoptaron, en muchas ocasiones de manera tácita, durante la transición. La izquierda encarnada en la figura del Partido Comunista aceptó una bandera que no consideraba la suya. El socialismo acordó renunciar al marxismo como ideología oficial. Alianza Popular y la UCD aceptaron regirse por unos principios democráticos diferentes a las Leyes Fundamentales del Reino. Eso por no hablar de la monarquía, que en la figura de D. Juan dio todo un ejemplo de renuncia a unos derechos dinásticos que le correspondían en beneficio de la paz social y política en España.

Junto a estos compromisos hay otro, quizá incluso más relevante que los anteriores, que firmaron todos aquellos militares que, gozando de un anterior régimen más beneficioso para con ellos, pasaron a desempeñar un papel más gris en la sociedad. La renuncia de todos ellos fue aún mayor que las del resto. No podemos olvidar que para un militar el mayor de los honores es dar su vida por la bandera que jura defender, hasta la última gota de su sangre.

Pues bien, esos militares juraron en su momento una bandera con un escudo distinto al que hoy en día besan, redoblando así su promesa y confirmando que ellos servirán a un ente superior incluso al del Estado. A España representada en su bandera. Para ellos el ultraje a la bandera no es sólo una afrenta a un símbolo. También implica un repudio y rechazo a todos aquellos que sacrifican su vida por ella.

Como señalo, es difícil expresar con palabras el vínculo que existe entre un militar y la bandera que promete defender. Puede resultar incomprensible para un civil, pero el paso de militares por la política puede aportar nuevos valores a la vida pública, que, por definición, es la de todos. Quizá el principal valor que puedan transmitirnos es precisamente la existencia de un bien superior al individual.

Puede servirnos también para reforzar la existencia de un proyecto común en el que todos podamos sentirnos identificados y que no necesariamente debe consistir únicamente en la exaltación de los valores patrios. La educación pública y de calidad, la sanidad, la seguridad, la solidaridad, la cohesión y unidad interterritorial y la justicia también son principios que deberían estar englobados en la idea de España.

La célebre frase de Carl Philipp Gottlieb von Clausewitz, que afirma que la guerra es la continuación de la política por otros medios, siempre ha sido una referencia a la hora de explicar o entender la relación entre una sociedad y su Ejército. Esperemos que el tiempo nos de la razón y la participación de militares en la vida pública pase de ser un hecho puntual a una realidad que no nos sorprenda.

Mostrar comentarios