OPINION

¡Jerusalén, oh, Jerusalén!

En las estanterías de gran parte de la generación de mediados de los 70 y principios de los 80 un libro con portada roja y letras capitales blancas destacaba entre las sobrias cubiertas del resto de ejemplares de las bibliotecas familiares. Se trataba de “Oh, Jerusalén”. Un título simple pero realmente descriptivo del centro espiritual del judaísmo, la tercera ciudad santa del Islam y enclave vital del cristianismo.

Independientemente de su consideración como bestseller mundial, el texto de Dominique Lapierre y Larry Collins se sitúa a caballo entre la novela histórica y el trabajo periodístico. Narra los acontecimientos que llevaron a la creación del Estado de Israel. Su hilo conductor es el anticipo de los múltiples y sangrientos enfrentamientos entre palestinos e israelíes en la zona más conflictiva del mundo en los últimos 2.000 años de historia de la humanidad.

El libro recoge el estatuto de la ciudad de Jerusalén que, de acuerdo a la resolución 181 (III) de la Asamblea General de la ONU, preveía la creación de los Estados de Israel y Palestina con una situación especial para Jerusalén, bajo responsabilidad del Consejo de Administración Fiduciaria de la ONU, que sería la entidad encargada de elaborar un estatuto para la ciudad por diez años y con el nombramiento de un administrador común. Este planteamiento ya apuntaba la situación convulsa que la ciudad atravesaría durante los años venideros.

Con la ocupación de la parte occidental de este enclave estratégico, Israel proclamó en 1950 a Jerusalén como su capital, dando pie a una de las situaciones más paradójicas en la diplomacia internacional hasta el momento. Continuando con la lógica de los hechos consumados, en 1967, Israel ocupó Jerusalén Oriental, hasta entonces perteneciente a Jordania, y la Ribera Occidental.

Desde entonces, la aspiración política, hasta cierto punto legítima del Estado hebreo, ha sido constituir administrativa y políticamente a Jerusalén como la capital del país. Siempre se encontró con la oposición de las Naciones Unidas que consideraron contrario al derecho internacional todas las actuaciones de Israel para conseguir este

objetivo, como también hicieron la mayor parte de los países pertenecientes a la organización.

Hasta 1980, países como Holanda y Costa Rica tuvieron embajada en Jerusalén pero de nuevo la unilateralidad, demostrando su ineficacia en el contexto internacional, le jugó una mala pasada a los israelíes. Ese mismo año la Resolución 478 del Consejo de Seguridad condenaba la conocida Ley de Jerusalén por la que Israel declaraba esta ciudad como la capital eterna e indivisible de su Estado. Con la anexión de la parte jordana de la ciudad y la condena de la ONU de esta acción, ningún país mantuvo su

sede diplomática principal en la ciudad, trasladando sus representaciones a Tel Aviv y estableciendo consulados, más políticos que diplomáticos, en la ciudad santa.

A partir de aquí, la pretensión de la comunidad internacional siempre ha sido la renuncia a la unilateralidad en la toma de decisiones sobre el futuro de Jerusalén y la búsqueda de un acuerdo que garantizara la unidad y seguridad de la ciudad.

Se prefería de esta manera garantizar un statu quo que no empeorara el convulso escenario en Oriente Medio y concretamente en Jerusalén, en un ecosistema “establemente conflictivo” durante los últimos 60 años, con numerosísimos episodios de violencia en puntos históricos de la ciudad como el Monte del Templo o la explanada de las Mezquitas en la Ciudad Vieja, lugar igualmente sagrado para judíos y musulmanes.

Ni siquiera Estados Unidos se planteó establecer su Embajada en Jerusalén, siendo este uno de los pocos aspectos de consenso en la Comunidad Internacional en un principio respetado por todos los países… hasta la fecha. El 6 de diciembre el presidente de Estados Unidos anunciaba el traslado de su Embajada a Jerusalén. De nuevo la unilateralidad está en el centro del debate político al suponer una ruptura del frágil equilibrio y anticipándonos ser el detonante de la inestabilidad futura en la zona.

La quiebra de este consenso internacional no solamente afecta a la política de las Naciones Unidas. Supone también una división en la tradicional política internacional estadounidense sobre la conveniencia de la política de: una ciudad dos países. Bill Clinton declaró en el año 2000 la conveniencia de mantener una ciudad dividida: “lo que es judío seguirá siendo judío y lo que es árabe seguirá siendo árabe”. Así se expresaba el por aquel entonces valoradísimo presidente americano, validando la posición de los Estados Unidos como árbitro en la solución del conflicto.

Pero no porque pueda parecer precipitada debemos considerar que la decisión de Trump no obedece a ninguna razón de estrategia geopolítica. De hecho, si ha habido algún momento apropiado, desde el más absoluto pragmatismo político, para tomar esta decisión por parte de la primera y casi única potencia mundial, es este.

Frente a la mayor parte de la Comunidad Internacional, que mira cuando menos con atención cualquier signo de manifestación, sea vía Twitter o rueda de prensa del presidente americano, Israel y Arabia Saudí han reaccionado discreta y diplomáticamente durante todo el tiempo que Donald Trump lleva al frente de la Casa Blanca, quizá esperando un gesto de esta magnitud política que, indirectamente, puede suponer un apoyo a los saudíes, a la par que reconoce una, si no la más importante, aspiración política del Estado hebreo.

En primer lugar, la decisión estadounidense pone de manifiesto la aparición e importancia en la zona de un actor con vocación de potencia regional como es Arabia Saudí. Los enfrentamientos que este país protagoniza en la zona como en el caso de Yemen, su implicación en Líbano y la enemistad histórica e incluso religiosa con Irán, hace que aunque resulte paradójico la posición del wahabismo pueda ir de la mano de Israel en la lucha contra Irán.

El Estado árabe ha calificado la decisión estadounidense con un tímido “irresponsable” y únicamente ha puesto de manifiesto las graves consecuencias que una decisión “tan injustificada” tendrá en la zona.

En política internacional, a menudo es más importante localizar un enemigo común que acercar posiciones divergentes y en este caso, indirectamente, Estados Unidos puede estar apoyando al nuevo establishment saudí tras la toma fáctica de poder por parte de Mohammed bin Salman, el príncipe de 32 años llamado a ser uno de los

referentes en la política de la Península Arábiga durante los próximos años.

Una de sus personas cercanas, Muhammad bin Abdul Karim Issa, ex ministro de justicia saudí ya señaló que ningún acto de violencia o terror invocando la religión del Islam puede justificarse en ningún sitio, incluso en Israel. Clara toma de posición de nuevo con respecto a Irán.

Como era previsible, Hamas, extensión política de Irán en Líbano, ha calificado esta decisión como la “apertura de las puertas del infierno” y los estados afines al régimen chií consideran que EEUU ha dejado de ser un actor legitimado en las conversaciones de paz entre israelíes y palestinos. La reacción directa iraní se espera con temor puesto que, sin duda, tratará de alejarse lo máximo posible de su rival árabe en la zona

erigiéndose en la única entidad capaz de poner freno a la alianza entre el

“intervencionismo americano y la expansión sionista”.

Las fechas no acompañan y tradicionalmente las Navidades suponen una época en que los enfrentamientos en Oriente Medio tienden a proliferar. Así sucedió en las numerosas incursiones israelíes en Palestina o en el lanzamiento de cohetes Qassam por parte de Hamás a territorio judío desde comienzos de siglo.

La decisión unilateral americana supondrá un punto de inflexión política en la zona pero debemos confiar en que se quede en el terreno de la diplomacia y que no trascienda al de los siempre imprevisibles campos de Marte.

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