OPINION

La guerra de los 'no esenciales'

Imagen de la Gran Vía de Madrid vacía por el coronavirus y el estado de alarma
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EP

Tras los atentados del 11S en Nueva York y el Pentágono, decenas de miles de estadounidenses asaltaron las oficinas de reclutamiento del ‘Army’ y los ‘Marines’ para alistarse en la mayor máquina de guerra que ha contemplado la Historia.

Su emoción se explicaba por el sentimiento de venganza hacia un ataque de tal magnitud perpetrado en su territorio y que segó de inmediato la vida de casi 3.000 de sus compatriotas. Estados Unidos consideró la respuesta militar como la mejor vía de reacción. En este sentido, la guerra se entendía como un servicio esencial, al que estaban llamados todos los ciudadanos que, voluntariamente, quisieran participar en ella. En el fondo, el servicio armado se consideraba la válvula de escape que permitía a una parte de la sociedad sentirse útil para con el Estado y sus compatriotas.

Guardando las distancias, y teniendo en cuenta que cualquier comparación de nuestra situación con una guerra nunca será acertada, debemos reflexionar sobre nuestro papel, la misión de los no esenciales, en una batalla invisible, sin duda híbrida y realmente diferente con respecto al resto de conflictos y sacrificios que hemos vivido hasta ahora.

La vida y las sociedades cambian o, mejor dicho, se adaptan a las circunstancias. Si en el pasado los llamamientos del Estado pasaban por arrancar al ciudadano de su hogar llamándole a filas, hoy en día, en nuestra batalla particular contra el virus, se nos pide exactamente lo contrario. Tenemos que permanecer en casa, aunque la sangre nos llame a salir para ayudar de alguna forma y sentirnos más útiles, como hicieron aquellas decenas de miles de americanos, en el mayor reto social y sanitario que hemos conocido. Es una sensación extraña y en muchas ocasiones frustrante, pero realmente esta va a ser la misión, la heroicidad de nuestra vida. Tampoco hay que caer en la complacencia hispana frente a la belicosidad americana. Ninguna respuesta es mejor que otra, son simplemente realidades incomparables en momentos muy diferentes de la historia.

Pese a la diferencia, existen siempre elementos en común. En la lucha siempre ha habido y habrá héroes. Son los que producen admiración por sus cualidades, y no necesariamente son las exhibidas en el campo de batalla. Sin todos los trabajadores de los sectores considerados como esenciales y que están representados por el personal sanitario, Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, Fuerzas Armadas, trabajadores del sector de la distribución alimentaria, periodistas, carteros y todo el largo etcétera de aquellos que hacen posible el mantenimiento de los servicios básicos de este país, sería imposible salir de esta pandemia. Todos tienen su reconocimiento vía BOE y, a buen seguro, tienen y tendrán merecida una mención especial y más importante en nuestra memoria, sin necesidad de estar recogidos en el frío Real Decreto-ley 10/2020, de 29 de marzo. Todos ellos juegan un papel clave en la victoria, algo que llegará más pronto que tarde.

Sin embargo, existen otros héroes silentes en la batalla que libra nuestro país contra la pandemia y son precisamente los, por eliminación, designados como ‘no esenciales’. Son y somos aquellos que tienen como primera misión no enfermar y que deben renunciar a gran parte de sus derechos constitucionales en beneficio de su salud y, sobre todo, la del resto de ciudadanos.

Se da así la paradoja vital del triunfo de la no esencialidad. En el fondo puede parecer un recurso a la inacción, pero está bien lejos de ello. Nuestro colectivo es masivo e incluye a aquellos que salen a los balcones a aplaudir a las ocho de la tarde, a los que hacen la compra justa cada vez que es necesario, a los que respetan escrupulosamente las medidas de confinamiento, a los “vecinos de ayuda” que dejan su nombre en el ascensor para tranquilizar a los ancianos, a los que teletrabajan a toda costa, que no se quejan más que cuando este hecho supone una ayuda, que no desinforman, que mantienen la calma para no alarmar a sus hijos, que cruzan la mirada en la cola del supermercado para comprobar que sus conocidos están bien, que responden llamadas, que “videoconferencian”, que se quedan donde se tienen que quedar, que llevan comida a los que lo necesitan y, en definitiva, a todos aquellos que hacen del quedarse en casa su primera acción en la guerra contra el virus.

Esta es precisamente nuestra misión, el objetivo de los que no somos esenciales: no enfermar. Sencillo y fácil, como bien deja claro el jefe de la UME a sus soldados. De esta manera, damos tiempo a nuestro sistema sanitario a absorber a los que caen y damos una tregua impagable para que los otros héroes puedan hacer su trabajo con unas mínimas garantías de eficacia. Es el paradigma de una sociedad más global y activa que nunca, pero que está condenada a vivir local y pasivamente entre cuatro paredes. Las guerras siempre han sido largas y esta, pese a su segura brevedad, comienza a sentirse muy pesada. Es un día menos para la libertad, pero también un día más en el triunfo de la constancia.

Somos no esenciales, pero realmente somos los otros héroes. Los que después de todo esto nos distinguiremos por haber realizado una hazaña extraordinaria y que no consiste en tomar las armas o colapsar de voluntarios las infraestructuras de emergencia. Quizá es algo mucho más duro y que requiere de más valor y disciplina. Son, a fin de cuentas, los dos valores que protagonizan nuestro código del guerrero ‘no esencial’.

Probablemente esta crisis introduzca en el medio plazo la necesidad de reflexionar sobre qué se hizo mal y cómo se puede mejorar para afrontar una crisis como la actual con previsión y mecanismos apropiados en un país con 17 administraciones diferentes. En todo ese proceso de revisión habrá que tener en cuenta el papel de todos y cada uno de nosotros. De los que salimos victoriosos, aun con pérdidas, de esta batalla.

Probablemente nuestras oficinas de reclutamiento se queden como estaban tras nuestro 11S particular, pero siempre nos quedarán los balcones. Quizá, en nuestra complicada agenda de aplausos y caceroladas, alguien debería hacer un hueco para nosotros, los no esenciales, los que, paradójicamente, somos más importantes y necesarios que nunca.

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