OPINION

La nueva anormalidad

Pedro Sánchez sesión de control Congreso de los Diputados
Pedro Sánchez sesión de control Congreso de los Diputados
Europa Press

Las crisis suelen llevar aparejadas términos y conceptos nuevos. De esta manera tratamos de dar significado a una situación, una acción o incluso una idea que surge en nuestro horizonte vital y que, normalmente, nos preocupa.

Desescalada’, ‘desconfinamiento’, ‘coronavirus’, ‘extubar’, ‘balcoespionaje’, ‘videollamada´, … son ejemplos de esa premura por encontrar unas líneas escritas que nos acoten exactamente la realidad tan sorprendente que estamos viviendo. La ventaja principal de las definiciones es la seguridad que proporcionan. Una cualidad más necesaria que nunca en tiempos de incertidumbre.

Tradicionalmente, han sido los medios de comunicación los que han sacado a la palestra pública estos términos. En algunas ocasiones los han creado desde cero, como la figura del ‘empotrado’, el periodista que cubría un conflicto incrustado en una unidad militar desplegada sobre el terreno. Otras veces, la aparición de un vocablo nuevo tenía su origen en la sociedad, mucho más ágil que los académicos de nuestra lengua a la hora de conceptualizar la vida, como los ‘niquelao’, ‘twerking’, ‘perreo’, ‘amigovio’ o el cursi ‘procrastinar’.

Hasta aquí todo es pacífico, incluso conveniente para los ojos de un idioma que no conoce de orígenes etimológicos. La dirección de la política pública del lenguaje brota de la base y recorre todo el camino estructural de un país hasta llegar a la cúspide. El problema surge cuando esta práctica se da en sentido inverso. Cuando es la política la que trata de inventar un término para que cale en la masa informe de la tan apaleada ciudadanía.

Y es lo que nos está ocurriendo con la manida ‘nueva normalidad’, una contradicción en términos en toda su dimensión. Analicemos el aforismo. El término nuevo significa distinto o diferente de lo que antes había. Por su parte, la normalidad es la cualidad o condición de normal, es decir, que se haya en su estado natural. Algo que es distinto o desnaturalizado no puede ser más que otra cosa completamente diferente de su anterior estado. Solo con el tiempo lo extraordinario puede llegar a ser normal y en este caso no sería nada deseable. La nueva normalidad tiene un vicio en su origen y es que simplemente no es posible. No existe.

Hay muchos ejemplos que ponen de manifiesto esta contradicción. La nueva normalidad presenta un escenario radicalmente opuesto al pasado. No poder desplazarnos libremente por el territorio nacional, impedir abrir los establecimientos, vivir confinados en nuestros domicilios, tener que luchar por una mesa en una terraza, cuadricular las playas, limitar nuestras relaciones sociales, vivir con mascarilla y guantes, tener que pedir un salvoconducto para llevar alimentos a un familiar, encender el cronómetro para salir a pasear, no poder correr por la calle, la suspensión de las clases en los colegios, tomar una cerveza brindando con el ordenador, una tasa de paro del 30%,…

Esto no puede ser normal, pero, sin embargo, sí es algo nuevo. De hecho, es nuestra nueva anormalidad. Es la transición que debemos pagar para, ojalá, volver a lo habitual, a lo corriente, a lo previsible a nuestra única, tranquilizadora y añorada, ahora sí, normalidad. No renunciemos a ella.

Hasta aquí, esto no sería más que una disquisición lingüística y filosófica sobre una expresión incorrecta. Sin embargo, su aceptación, vía repetición, puede esconder oscuras intenciones y peligrosos efectos. La ‘nueva normalidad’ nos trae un mundo en el que la alarma es el normal de los estados, la planificación estatal de la economía es costumbre, la prensa tiene que pedir vez para realizar sus preguntas a los dirigentes, el control del Ejecutivo por el Legislativo suena a idílico. Es un mundo en el que la nocturnidad y alevosía del BOE comienza a ser práctica habitual. Un lugar donde la desinformación campa a sus anchas y en la que, de nuevo, nuestro país se divide entre rojos y azules, infectados y sanos, ricos y pobres.

También es el país de los 700.000 sancionados (tres veces más que todos los contagiados durante la pandemia), de las denuncias arbitrarias, del racionamiento del uso de los servicios y el consumo de primera necesidad, del aumento de precios. En definitiva, de la actuación sin control y crítica previa a los poderes públicos.

Cualquier manual de comunicación política destaca la importancia de repetir el mensaje. Repetir hasta morir. Machacar una y otra vez los contenidos es la mejor opción para hacer asimilable una realidad que se presenta amenazante por su imprevisibilidad, y esta es nuestra situación, nuestra nueva anormalidad. Asumir el discurso de la ‘nueva normalidad’ puede resultar cómodo, pero también puede suponer una renuncia a un pasado mejor.

La nueva anormalidad está llamada a ser provisional, como también lo son la supresión de parte de nuestras libertades y la limitación de nuestros derechos. Una vez terminada la anormalidad solo será un mal sueño, pero que no nos sirva para aceptar una costumbre como hábito. En ese caso, probablemente, tengamos derecho a bajarnos del tren que nos lleva a una estación llamada desengaño con parada en desafección.

Como diría el maestro Sabina, es mentira que un bulo repetido merezca ser verdad. Hagámosle honor al verso y no aceptemos la ‘nueva normalidad’... o al menos seamos conscientes de nuestra renuncia.

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