Opinión

Sálvese quien pueda

Isabel Díaz Ayuso y Pedro Sánchez se saludan durante su comparecencia conjunta
Isabel Díaz Ayuso y Pedro Sánchez se saludan durante una comparecencia conjunta.
EFE

"La primera víctima cuando llega la guerra es la verdad”. Esta frase, atribuida entre otros al senador estadounidense Hiram Johnson, refleja una realidad en el campo de batalla. En tiempos de pandemia, trasladada al mundo civil, difiere radicalmente en su aplicación. Aquí, en nuestra lucha particular, la primera víctima es la cooperación entre territorios.

Tras la declaración del estado de alarma en Madrid y constatar que Moncloa y Sol son incapaces de cooperar en nada, solo queda afirmar con rotundidad que estamos haciendo aguas en todos los principios que sustentan nuestra organización política y social. La locura parece estar llegando a todos los niveles de la Administración y, lo que es más preocupante, se dirige a toda velocidad a los pies de una sociedad que también ostenta el dudoso privilegio de ser líder en contagios, primera en fallecimientos y, más preocupante aun, está a la cabeza de las sanciones e incumplimientos de las leyes y normas que ella misma se da.

Sin más enemigos invisibles que un organismo microscópico, la pandemia se está convirtiendo en un combate entre y contra nosotros mismos. Algo que es, si cabe, mucho más preocupante que la verdad de un desastre que ya nadie puede negar y ante el que estamos fallando de manera estrepitosa.

Sí, y lo estamos haciendo en cada uno de los elementos que componen nuestro otrora elogiado sistema de convivencia. La llegada de la Covid-19 a la realidad del país, la de sus comunidades autónomas, provincias y municipios, ha supuesto un test de estrés al conjunto de la organización política de España. Una prueba que dista mucho de haber sido superada.

A falta de una auténtica estrategia nacional en la lucha contra la pandemia y con un espectáculo jurídico bochornoso, el único bálsamo que nos quedaba era la cooperación entre los diferentes niveles del Estado. Eso ya acabó. En realidad, no llegó a nacer, puesto que la regla no escrita que nos dimos allá por el mes de marzo y que se resumía en "no dejar a nadie atrás" se ha sustituido por el "sálvese quien pueda".

El diagnóstico no es nada bueno. Casi todos los indicadores muestran una nación en la que los principios rectores de la cooperación territorial han saltado por los aires a la primera de cambio. Sin prisa, pero sin pausa, hemos ido demoliendo, ladrillo a ladrillo, los muros de carga del edificio común, llamado España, empezando, sin misericordia alguna, con su modelo autonómico.

Si hay un medidor que muestra que el virus es más que un organismo maligno ese es la cooperación. La Constitución española, a la que se acude a menudo con excesivo celo, no contiene en su articulado ningún principio rector que rija este concepto jurídico. Un término que es imprescindible en épocas de crisis, especialmente entre las comunidades y el Estado central. La Constitución, a excepción del artículo 145.2 que se refiere a los acuerdos de cooperación entre ellas, deja al arbitrio del Gobierno de turno la relación de colaboración debida entre los dos niveles principales de nuestra organización territorial.

Es el Tribunal Constitucional, el factotum básico de nuestro sistema jurídico, el que pone negro sobre blanco un principio sin el que cualquier concepción del Estado cae por su propio peso. En su sentencia 80/1985 de 4 de julio, establece el "deber recíproco de cooperación", una máxima, continúa el Tribunal, "que no es preciso justificar en preceptos concretos, porque es de esencia al modelo de organización territorial del Estado implantado por la Constitución".

¡Cuán equivocado estaba el Tribunal! Mientras que otros principios como los de unidad, solidaridad, autonomía o igualdad, sí aparecen explícitamente mencionados en nuestra carta magna, la cooperación carece de un reconocimiento similar y, sin embargo, es el que debe presidir las relaciones entre el Estado y las comunidades autónomas.

La pandemia ha demostrado que un Estado descentralizado en el que la cooperación no se imponga como imperativo solo puede conducir a la ruina, tanto física como emocional, de una nación. Los episodios continuos a los que asistimos, que van desde la contraprogramación en las comparecencias públicas, retraso en el ofrecimiento de datos, adopción de medidas contradictorias, cuestionamiento de los índices de medición de la evolución de la pandemia, ataques en medios de comunicación y ultimátum normativos, solo traen con ellos la pérdida de esfuerzos en común y la desafección política y, lo que es más preocupante, la continua desmoralización de una población sumida en la triste contemplación de un goteo incesante de contagiados y fallecimientos en sus propias carnes aderezada por rocambolescos surrealismos políticos.

Sin cooperación difícilmente habrá solución. Esa parece ser la única panacea contra la mayor crisis sanitaria que ha vivido Occidente desde comienzos del siglo XX. El multilateralismo y la cooperación internacional fueron las primeras víctimas de la crisis. Lo pudimos observar en la escisión continua de los bloques políticos tradicionales, brutalmente divididos como consecuencia del radical y contrapuesto enfoque con que cada gobierno nacional encaró la crisis y que tuvo en el cierre de fronteras entre los Estados miembros de la Unión Europea su clímax más surrealista.

A menudo el teatro público se pregunta por la razón que explica el incremento de casos en nuestro país y, específicamente, el aumento exponencial con respecto al resto de los de nuestro entorno. Una simple mirada al continente nos permite observar que el federalismo, la descentralización de competencias en pro de las entidades locales, no puede darse sin el abrazo íntimo a la cooperación. La no colaboración es el cáncer de los sistemas descentralizados. Aunque pueda resultar incongruente, sin ese ingrediente la receta de autonomía a cambio de eficiencia administrativa quiebra, convirtiéndose en el combustible perfecto para que los sistemas políticos, estructuralmente preparados para amortiguar cualquier tipo de crisis social, se vean superados, lamentablemente, tanto por la derecha como por la izquierda.

La otra España, una de ellas, la que no vive, siente, padece y piensa en Madrid, asiste asombrada al espectáculo de dos gigantes obsesionados con autodestruirse en búsqueda de la respuesta a una inquietante pregunta: ¿Quién podría hacerlo peor? En ausencia de una respuesta clara, sálvese quien pueda.

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