OPINION

'Shutdown' americano versus parálisis española

Como siempre las comparaciones pueden resultar odiosas, pero no por ello resulta menos paradójica la adaptación que solemos hacer de los conceptos anglosajones y su contraposición a nuestra realidad particular. Apagón y parálisis son dos términos similares, pero de la contraposición de los dos podremos colegir que nuestra situación es mucho más acuciante y preocupante que el supuesto fin administrativo americano.

El apagón ha llegado a la administración norteamericana. Pese a la prórroga in extremis de tres semanas, lo cierto es que durante 60 horas a la burocracia estadounidense se le cayó el bolígrafo. Llama la atención ver cómo un hecho relativamente normal en un sistema como el americano puede trasladarse a nuestro subconsciente colectivo como el mayor de todos los males. ¿Cómo puede funcionar una Nación sin Estado? Detrás de esta pregunta está en gran medida nuestra conciencia sobre el paternalismo europeo del Estado frente al individualismo ciudadano norteamericano.

Pese a que las cifras pueden asustar: 800.000 trabajadores serían enviados a su casa, coste económico de 6.500 millones de dólares a la semana, reducción de aproximadamente un 0,2% del PIB en el primer trimestre, etc., en realidad, el shutdown estadounidense “únicamente” implica el cierre de oficinas, instalaciones y el traslado del personal no esencial a su domicilio.

Es un término, “esencial”, que por genérico resulta especialmente importante, puesto que ya han salido las críticas a un sistema que funciona y va a funcionar perfectamente sin la necesidad de un presupuesto y personal civil especialmente dedicado. De nuevo la dimensión del Estado surge como un elemento de debate en la preocupada mente americana, centrada siempre en la búsqueda de la eficiencia en todos los niveles de su actuación.

Los presupuestos, en su dimensión no funcionarial, y sobre todo el funcionamiento del estamento militar estadounidense, un Estado dentro de otro Estado, no se verá afectado. En este sentido, el presidente Trump sí se apresuró al lanzar un tuit al Orbe anunciando que los demócratas estaban más preocupados en los inmigrantes ilegales que en los grandes militares americanos, o incluso con la seguridad de las fronteras. Surge de esta manera, ¿les suena?, un enemigo exterior al que no se le puede dar la espalda para explicar la inconveniencia de mantener en stand by – que sería el auténtico estado de la Administración – a la primera potencia del mundo.

Estados Unidos es un país único en su concepción de la política y, si me apuran, incluso del Estado tal cual lo ideamos en Europa. La poderosa maquinaria electoral americana se pone en marcha movilizando a millones de partidarios, seguidores y en general a todos los ciudadanos, con una fecha fija cada cinco años, el primer martes después del primer lunes del mes de noviembre.

Una vez celebradas las elecciones la movilización desaparece, y los partidos pasan a estar representados por cargos electos en lugar de por cargos orgánicos como en España. No existe un Ferraz o un Génova al que dirigirse, pero sí una importantísima delegación en los senadores y congresistas para alcanzar el ansiado bien común. Algo que de nuevo brilla por su ausencia en nuestro país.

No es la primera vez que ocurre un apagón en el aparato público estadounidense. En 1994, 1995 y 2013, las diferentes administraciones americanas tuvieron que lidiar con férreas oposiciones de uno y otro partido en el Congreso para solventar una situación que, sin duda, y esto es lo relevante, pone en entredicho el liderazgo de la presidencia del país más poderoso del mundo. De hecho, en el pasado, se convirtió en un arma política más entre la histórica rivalidad demócratas – republicanos, vivida durante la segunda mitad del siglo XX.

En realidad, el auténtico shutdown se da en España, pero es un apagón que más que otra cosa es parálisis. Asistimos a un momento en que la actividad legislativa está bloqueada, parada a la espera de una resolución última de nuestra configuración territorial como Estado e incluso de las relaciones que tradicionalmente rigen la secular sumisión entre administración y administrados en nuestro país.

El año pasado cerró como uno de los años con menor actividad legislativa de nuestra democracia. Tan sólo 13 leyes se aprobaron en todo 2017. La mayoría, para colmo, meras trasposiciones de directivas europeas. Este hecho pone de manifiesto el temor de comprobar que en realidad estamos demostrando que no sabemos legislar sin bipartidismo, o dicho de otra manera, la que se prometía como la legislatura del consenso, de la necesidad de dialogar y consensuar para alcanzar acuerdos, está siendo un fracaso.

Sumamos ya más de dos años de incertidumbre legislativa, si me apuran mucho más peligrosa que la jurídica, puesto que la economía lógicamente no para y surgen nuevos escenarios y retos que deben ser regulados, si no queremos caer en el autocontrol para tratar de optimizar las relaciones económicas y laborales de la sociedad.

En estas circunstancias, las empresas, fundamentalmente los nuevos modelos de negocio e incluso las relaciones laborales tradicionales, no tienen otra alternativa más que reinventarse a la espera (o no) de una regulación.

En este sentido, en un interesante estudio dentro del libro “La Transformación Digital de la Economía”, publicado por Catarata, Carlos Ocaña y José Ignacio Conde abordan los retos de la nueva economía digital. Los autores aciertan al advertir que existe cierto desconocimiento (e incertidumbre) sobre cuáles pueden ser los efectos netos sobre el empleo de la economía digital como fuerza sustitutiva del factor humano.

Ocaña y Conde señalan que el único hecho cierto es que la economía digital generará un desplazamiento de trabajadores y un aumento importante de la productividad, pero son más escépticos sobre la posibilidad de que esta transición pueda suponer una pérdida efectiva y sustancial de empleo. Sin embargo, esta realidad continúa sin ser regulada por el Estado, ni siquiera en forma de programas de readaptación al cambio que antes se nos avecinaban y que ahora son ya una realidad.

La digitalización, la transición a un sistema energético menos basado en el carbono, la electrificación de la economía, la potenciación de las telecomunicaciones, la reforma proactiva y eficiente de las relaciones laborales, la clarificación del régimen de autónomos, la reforma de las pensiones, son temas que deben ser abordados cuanto antes en el Parlamento para, al menos, poder ser conscientes de la realidad que se nos avecina. Pero en estos casos el Parlamento no parece estar, y lo que es peor… ni se le espera.

Al igual que entre susto o muerte, entre apagón y parálisis es preferible apagón, al menos éste no está supeditado a la superación del miedo al diálogo.

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