OPINION

Una información falsa vale más que mil verdades

M

ucho se ha escrito en los últimos años sobre la posverdad. A falta de una definición oficial recogida en el diccionario de la Real Academia, parece que el término se referirá a toda información o aseveración que no se basa en hechos objetivos, sino que apela a las emociones, creencias o deseos del público. Es una definición quizá mas acertada que, como señala el historiador Diego Rubio, la recogida por el diccionario Oxford que lo describe como las circunstancias en las que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal.

Pese a ser un concepto antiguo y utilizado en la práctica política durante todo el siglo XX lo cierto es que en la actualidad la posverdad ha encontrado un potente aliado en los medios de comunicación digitales y las redes sociales. Su funcionamiento hace que la información, antaño instantánea y gratuita en el mundo “preverdad”, continúe siendo instantánea, gratuita pero además personalizada, gracias a redes sociales como Facebook, Twitter y otros muchísimos sistemas de información descentralizados.

Según el informe Reuters Digital News los españoles nos informamos casi en un 50% a través de los medios digitales y APPs y un 46% de la población lo realiza por las redes sociales, siendo este último sector el que crece de manera exponencial en los últimos años. La sociedad se informa a través de sus propias redes, elige a sus propios individuos para interactuar – followers – y recibe las informaciones que previamente han sido filtradas para coincidir con sus intereses. El papel de los medios de comunicación como transmisores se diluye, convirtiéndose en un actor más, pero no único y que está siendo desbancado en cuanto al número y personalización de noticias e informaciones que se reciben en las redes sociales.

Se constata así que hemos creado un sistema en el que la información circula a mayor velocidad que nunca y el usuario recibe aquello que quiere leer. Pero hay un tercer elemento que añade un factor de incertidumbre a la combinación anterior. La aparición de nuevas formas de publicación descontroladas y sin filtro alguno de informaciones falsas y con la suficiente fuerza como para condicionar e influir directamente sobre la percepción y formación de la voluntad íntima del ciudadano.

La línea entre veracidad y falsedad en la información necesita de un tamiz capaz de contrastar la información en aras de la objetividad, siendo este el factor diferenciador entre un medio creíble y otro que no lo es. De otra manera, la información pasa a ser objeto de transformación en parámetros que se basan en algoritmos sociales en los que, simplemente introduciendo palabras claves en el titular de la noticia, una información falsa pueda llegar directamente a un número mayor de usuarios y lectores aunque la fuente de información sea manifiestamente ficticia.

La situación se agudiza en Europa y especialmente en España donde hemos apostado por la inversión estratégica en infraestructuras de telecomunicaciones con un ritmo y potencial de inversión mayor incluso que en los EEUU. Esta apuesta inversora ha provocado que nuestro continente esté dotado de una mayor velocidad y capacidad de transmisión de las informaciones en Internet.

A diferencia de otros bloques políticos como los EEUU, Rusia o China, Europa consideró que la apuesta por la inversión tecnológica aumentaría sus índices de competitividad – cierto – pero descuidó el elemento fundamental sobre el que gira la importancia de Internet: los contenidos.

Esta decisión estratégica ha creado una herramienta que multiplica por cuatro su velocidad de transmisión, que llega sin filtros directamente al corazón de nuestra sociedad y que escapade control alguno amparándose en el derecho a la libertad de expresión y de información que garantiza nuestra democracia.

Es sabido el efecto de las campañas – tanto en el sector público como en el privado – basadas en noticias falsas y su efecto multiplicador en las redes sociales. Este fenómeno es aprovechado por organizaciones localizadas en el extranjero a menudo con un único fin que no es otro que la desestabilización política y social en países vecinos. Lo vimos en las últimas elecciones celebradas en Estados Unidos y Europa y también los hemos sufrido en nuestras propias carnes a través de la injerencia de medios rusos en la mayor crisis que vive nuestro país desde el inicio de la democracia.

El hecho sería baladí si en la red – no hablemos de la red profunda – los contenidos fueran siempre lícitos, veraces y útiles para la conformación de una voluntad y percepción “sana”. En cierto sentido, Europa ha creado un Caballo de Troya perfecto pero que, esta vez, en lugar de estar situado a las puertas de la ciudad de Ilion, lo hemos construido dentro de nuestras murallas.

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