OPINION

Ver, oír, callar y pagar: el sur de Europa se la juega en Libia

Europa se la juega en Libia. / EFE
Europa se la juega en Libia. / EFE

Libia es el perfecto ejemplo del mundo caótico en el que vivimos. La nación que en su momento fue la primera en emanciparse del colonialismo europeo en África y que posteriormente se consolidó como la Gran República Árabe Libia Popular y Socialista se ha convertido hoy en un auténtico desguace geopolítico. Un lugar común del terror, a tan sólo 290 kilómetros de la frontera sur de Europa.

Tras la caída del régimen de Muamar el Gadafi, la guerra civil se impuso como sistema político dominante. Al estilo de la Guerra de los Diádocos, los generales que habían puesto fin al mandato del coronel libio comenzaron a disputarse el territorio sin compasión alguna.

Una vez más, la requerida intervención internacional fue de todo punto ineficaz. Debido a esta inoperancia, la doctrina militar de los contendientes se basó en la destrucción total y sin compasión del rival. Entre tal maremágnum surgieron dos fuerzas locales que en la actualidad se disputan el control del país: las fuerzas del Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA), lideradas por Fayez al-Sarraj, y el Ejército Nacional Libio (LNA) del general, autoascendido a Mariscal, Jalifa Haftar.

Los primeros simbolizan los rescoldos de una vía semipacífica, auspiciada en su momento por Naciones Unidas y que legitima su existencia en un acuerdo nacional que ya hoy está lejano, casi inexistente, y que conserva Trípoli como su baluarte inexpugnable. Por su parte, el LNA no deja de ser una acumulación de exmilitares libios, mercenarios subsaharianos, fuerzas extranjeras y descontentos varios. Todos con el empeño común de legitimar al segundo Gobierno libio en liza con sede en Tobruk, al este del país. Las fuerzas de Haftar se han visto claramente apoyadas por muchos países que, vulnerando el embargo de armas impuesto, han blindado un contingente que, por su heterogeneidad y presencia extranjera, bien suponen una amenaza en potencia para la región en su conjunto.

Una de las tendencias geopolíticas de este 2020 es la actividad del eje “otorruso”, una especie de conglomerado estratégico de intereses económicos y diplomáticos que acercan las posiciones de Moscú y Ankara en la búsqueda de un objetivo común: ocupar el espacio que EEUU deja en aquellos escenarios que ya no le ofrecen más que quebraderos de cabeza.

Tras Siria, Libia es el siguiente escenario donde ambos países tratan de desplegar su influencia. Mientras que Turquía trata de apoyar al Gobierno de Acuerdo Nacional (GNA) a través del envío de tropas, Rusia está optando por recurrir a la vía diplomática. Esta opción, aparentemente pacífica, no puede hacer olvidar que durante años la presencia rusa en Libia ha sido física y contundente, concretamente en la forma del Grupo Wagner, paramilitares rusos, que vendría a ser aquello que Blackwater suponía para los americanos en Irak.

Con estos mimbres, las razones de unos y otros para pisar terreno en Libia no son precisamente altruistas. El ánimo turco se centra en el petróleo y el gas natural. Con carácter previo al envío de tropas, el gobierno de Erdogan firmó un acuerdo con el GNA que permite la creación de una Zona Económica Exclusiva en el Mediterráneo Oriental. Esta ampliación de la ZEE libia atenta directamente contra los intereses energéticos de, entre otros, Grecia, Chipre e Israel, además de contar con la oposición de las Naciones Unidas y de Rusia, Egipto y Arabia Saudí.

Todos estos países tienen mucho que perder en la exploración de una zona que se presume rica en hidrocarburos y especialmente en metano hidratos oceánicos, un elemento llamado a suponer la segunda revolución energética tras el desarrollo del fracking en Estados Unidos. En este sentido, Israel y su política de convertirse en un exportador de hidrocarburos de referencia en la zona son esenciales a la hora de comprender el problema de la intervención turca. Recientemente el país de la estrella de David ha comenzado a suministrar gas natural a Egipto. De esta manera, El Cairo podrá enviar su excedente de gas a Europa para convertirse en un auténtico ‘hub’ de la distribución de gas en esta zona del Mediterráneo. A la par, el Gobierno y las empresas israelíes se muestran partidarias de impulsar el gasoducto submarino EastMed, cuya finalidad no es otra que inyectar gas a través de Chipre y Grecia a una Europa necesitada de él.

Solo así puede explicarse la reacción de Ankara. La presencia turca debe ser entendida como un cinturón de contención que permita ganar tiempo y facilitar el diálogo entre las partes, a la par que suponer un contrapeso al poder ruso, que también es consciente de la necesidad de situarse estratégicamente en Libia.

Por su parte, Rusia, la gran Rusia, afronta el conflicto, pero en una situación radicalmente diferente. Moscú tiene garantizado el suministro de gas a Europa. Alemania sabe bien de esta dependencia, ya que más del 40% del gas que consume proviene directamente de la estepa siberiana. El interés de Berlín pasa directamente por capitalizar esta dependencia, abrazando el proyecto Nord Stream 2, que en el futuro alimentará con gas ruso a más de seis países de la UE.

Moscú toma posiciones para un futuro en el que la provisión de gas a los consumidores europeos pueda venir del Sur. Europa no tiene gas, pero sí dinero para comprarlo y eso, tanto a rusos como turcos, les preocupa y ocupa a partes iguales.

La aspiración de encontrar una vía alternativa al gas ruso que fluya por otros gasoductos hacia el corazón de Europa puede verse amenazada. Hoy en día, el interés geoestratégico de los Estados se centra en el autoabastecimiento energético. Los nuevos recursos en forma de hidrocarburos en las costas de países tradicionalmente dependientes energéticamente pueden revolucionar el panorama geopolítico mundial.

En esta deriva, tan importante es proveerse de los recursos necesarios como impedir que otros puedan beneficiarse de los mismos en el corto plazo. La energía se ha convertido en el acelerante perfecto de un conflicto que ya estalló, pero que continúa proyectando su onda expansiva a las principales capitales del continente.

Europa, una vez más, permanece queda y silente. Es evidente que los movimientos de turcos y rusos en Libia le son conocidos y sufridos. Sin embargo, la distancia europea, pese a ser corta en lo físico, ha sido patente y escandalosa en lo diplomático. La nueva Comisión Europea y, concretamente, su Alto Representante, debe reaccionar y ocupar el espacio que nos corresponde en este conflicto. Es momento de actuar para que no nos quede otra cosa que ver, oír, callar y pagar la factura de permanecer impávidos.

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