Luz de cruce

El abogado y el principio de igualdad de armas

CGPJ
El abogado y el principio de igualdad de armas
EFE

El ejercicio de la abogacía, especialmente en el orden penal, es una actividad de riesgo. El principio de igualdad de armas procesales suele ser una quimera. Mientras el fiscal es un funcionario del Estado que pertenece de hecho a la carrera judicial y es un “hermano” del titular del Juzgado (ambos comparten el aperitivo posterior a la jornada de trabajo), el abogado defensor es un simple particular que, en algunas ocasiones, dobla al Gary Cooper de “Solo ante el peligro”.

Sin ánimo de cometer la grosería de generalizar, en este caso soy partidario de un enfoque funcionalista: tenemos entre nosotros más jueces autoritarios que los que podemos soportar. Son continuas las denuncias formuladas por la abogacía española ante el CGPJ por el trato vejatorio y despectivo que, con orden pero sin pausa, reciben en el foro los individuos que ejercen la profesión. Resulta imposible defender a un acusado bajo la intimidación y abuso de poder de los magistrados o de sus “amigos” de la fiscalía. El que suscribe vio interrumpido bruscamente su informe en una vista penal por los gruñidos de un señor con mostacho oscuro parecido a un orangután que intentaba abortar su actuación profesional con el argumento impecable de que había llegado la hora de meter la cuchara en el cocidito madrileño. El juez no corrigió a ese fiscal tan paleto y hambriento como Carpanta. “¿Igualdad de armas procesales y relación horizontal, dice usted?” ¡Que Dios le conserve el gusto, amigo mío! Por no respetar, algunos funcionarios ni siquiera respetan su estatuto orgánico.

Naturalmente, los abogados son ajenos al mundo ideal de los serafines, dominaciones y tronos y deben ser castigados si se extralimitan en la defensa de sus patrocinados. Pero en el caso que voy a someter a la consideración del lector, el letrado no pecó y actuó en servicio exclusivo de su cliente, aunque, agredido por el fiscal, sus intervenciones denotan una retranca y una pizca de azufre que nunca se permiten a sí mismos los abogados pusilánimes.

En un juzgado de instrucción de Málaga se abrió un procedimiento contra un individuo imputado por un posible delito de falsa denuncia. Su letrado solicitó el archivo de las actuaciones, que fue rechazado por el juez instructor de la causa. El abogado no se aquietó y presentó un recurso de reforma contra el auto del juez, que dio el preceptivo traslado de su escrito al Ministerio Público. El fiscal se enfundó los guantes de boxeo y encaró la tarea de noquear a la contraparte sin observar las reglas del pugilato. Entre las alegaciones del fiscal figuraban algunas lindezas: el escrito del defensor expresaba “un tono patético”, era “impropio de un letrado” y, por si las (des)calificaciones anteriores no bastasen, el fiscal lamentó asimismo la contumacia litigiosa de su (en teoría) compañero jurídico, diciendo que la decisión adoptada por el juez era inobjetable. Vamos, que era más sólida que el granito del Guadarrama y más cristalina que el agua del Lozoya en sus buenos tiempos.

La reconvención del abogado le pareció un insulto a la autoridad competente. En su respuesta “al ínclito funcionario del Ministerio de Justicia”, el letrado le acusó de “no haberse leído el escrito del recurso”, posiblemente por la falta de tiempo que padecía el fiscal "por la lectura del periódico y de alguna revista de contenido inconfesable". También calificó al representante del Ministerio Público de ser “un simple” al que le faltaba motivación para indagar la realidad objetiva de los hechos enjuiciados, aunque poseía el don mágico de “la videncia y la adivinación”. Por último, atribuyó al fiscal su ignorancia de “los principios que rigen el Derecho penal en nuestro país”. 

Al togado público, acostumbrado a que ningún picapleitos le cepillara la caspa, se le indigestó el mensaje. Enfurecido, le acometió un vengativo ataque de cólera. Disparó al abogado defensor, primero por la vía administrativa. El Colegio de Abogados abrió, a su instancia, el oportuno expediente disciplinario. Pero no hubo nada. El Colegio no apreció infracción deontológica alguna en la conducta profesional del letrado, enmarcándola en el deber de defensa de su cliente. Desairado todavía más, el fiscal, dejándose llevar por su instinto de vendetta, dio un giro soberbio y sometió la resolución del conflicto (para él de carácter personal) a la jurisdicción criminal. Acertó. El funcionario ejemplar arrancó una condena al Juzgado de lo Penal núm. 9 de Málaga, que impuso –sentencia de 29 de marzo de 2018- a su enemigo del alma la pena de multa de cinco meses con cuota diaria de cinco euros que, en caso de impago, se trasmutaría en una pena privativa de libertad a razón de un día de prisión por cada dos cuotas insatisfechas. El abogado había cometido un delito de injurias y donde las dan las toman, capullo. El juez estimó que el acusado había desacreditado al representante del Ministerio Fiscal en el ejercicio de la función pública a él encomendada por el Estado. Poco después, la sentencia de la instancia fue confirmada íntegramente por la Audiencia Provincial de Málaga.

Las dos resoluciones desprendían el tufillo inconfundible del corporativismo judicial. El delito de injurias (artículo 208 del Código Penal) es un delito imposible si no existe publicidad, es decir, una difusión que dañe el honor del individuo injuriado. ¿Cómo puede trascender, hasta la comisión de una injuria, un escrito forense que, por su misma naturaleza, nunca llegó al conocimiento de terceros ajenos al juez y a las partes del proceso?

El sastrecillo valiente, que no se formó en la escuela de Adolfo Domínguez, ni se arrugó bellamente ni se despeinó a lo loco. Muy al contrario, solicitó el amparo del Tribunal Constitucional (TC). En su sentencia 142/2020, el TC ha puesto las cosas en su sitio. Nunca existió, por parte del letrado, una voluntad de confrontación personal con el togado público. Sencillamente, el abogado se limitó a ejercer con plena legitimidad el derecho a la defensa de su cliente (artículo 24.2 CE), en relación con el derecho a la libertad de expresión (artículo 20.1.a) CE). El binomio libertad de expresión-derecho a la defensa prevalece en caso de colisión con otros derechos fundamentales, como el honor y el derecho a la propia imagen. Según el TC, el escrito del fiscal achacando al abogado una mala praxis (“está absolutamente fuera de lugar”, “impropio de un letrado”, su “tono patético”) contiene una serie “de excesos que no tienen justificación”.

La sentencia del TC (FJ 2) avala “una mayor beligerancia en los argumentos que ante los tribunales de justicia se expongan” en el ejercicio del derecho-deber del abogado de defender a su cliente, un “derecho que goza de un régimen privilegiado”. Si un letrado se excede y no guarda un respeto mínimo a las demás partes y al juez, puede y deber ser sancionado por la vía disciplinaria, pero utilizar el Derecho Penal contra el abogado “díscolo” es un recurso excepcional, máxime cuando se le impone una pena privativa de libertad. Dicho castigo, según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, es un torpedo dirigido contra la abogacía en su conjunto, por su potencia de disuasión del recto ejercicio de la función de defensa ante los tribunales de justicia. Si al abogado se le intimida desde el púlpito, no realizará bien su trabajo.

Brindo por un país con jueces objetivos y sabios, con fiscales que respeten el principio de legalidad y, por supuesto, con letrados que defiendan a sus clientes con honradez y “fair play”. ¿Es una quimera entre nosotros, los españoles?

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