Luz de cruce 

El Barça de la corrupción es el Barça de la prescripción

El presidente del FC Barcelona, Joan Laporta (i), a su llegada a la 35ª Cena Anual de Pimec, en el Camp Nou.
El presidente del FC Barcelona, Joan Laporta (i), a su llegada a la 35ª Cena Anual de Pimec, en el Camp Nou.
Kike Rincon / CONTACTO vía Europa Press

Entre los años 2001 y 2018, el Fútbol Club Barcelona abonó una cantidad total cercana a siete millones de euros a José María Enríquez Negreira. Teóricamente, dicha cantidad, bruta y neta a la vez –don José María jamás repercutió el Impuesto sobre el Valor Añadido a pesar de que documentaba sus operaciones en facturas y, a su vez, el Barça no retenía el IRPF- fue la contraprestación satisfecha por la empresa de Barcelona que es más que un club por la evacuación de una serie de informes (verbales) relacionados con el arbitraje. El bienpagado fue vicepresidente del Comité Técnico de Árbitros durante el largo periodo que va de 1994 a 2018. Para ocultar los ingresos de la mirada indiscreta de la Agencia Tributaria y otros órganos amigos del Santo Oficio, don José María utilizaba una sociedad pantalla (Dasnil 95, S.L.). ¿La forma de pago? Siempre en “cash”.

La “relación de negocio” del hombre de negro -¡Negreira! con el Barça se inició durante la presidencia de Joan Gaspart. Bajo su mandato, Enríquez Negreira recibió un promedio anual de unos 380.000 euros. En la temporada 2009-2010, con Joan Laporta al mando de la empresa blaugrana, Enríquez Negreira ascendió en el escalafón: su caché artístico ya era de medio millón anual. En 2018, precisamente cuando concluyó el mandato de don José María como segundo del Comité Técnico de Árbitros, recibió la boleta de despido por decisión del presidente Bartomeu. ¿Casualidad o amortización?

En 2021 tomó cartas en el asunto el Departamento de Inspección de la Agencia Tributaria, que inició un procedimiento de comprobación relacionado con Dasnil 95, S.L. Los inspectores de Hacienda descubrieron que Enríquez Negreira había ingresado del Barça, a través de su sociedad pantalla, la cifra de 1,4 millones de euros en el periodo 2016-2018. El medio de pago también fue dinero en efectivo. Varios meses después, la Agencia, sin dejar de lado las actuaciones administrativas, traspasó la pelota penal a la Fiscalía. Sin embargo, las anomalías fiscales son, únicamente, la punta del iceberg.

Una primera aproximación jurídica al asunto produce, inevitablemente, dos sensaciones compatibles. La primera es una picazón de bochorno, estupor y vergüenza ajena debido a la comisión de numerosos ilícitos administrativos y penales por unos corruptos “galácticos” durante casi veinte años, que, salvo la excepción que luego mencionaré, han quedado impunes por el fenómeno de la prescripción. La segunda es la afrenta continua al ciudadano que suscita la pésima arquitectura jurídica del Estado en su vertiente penal por obra y gracia del legislador. La prescripción es garantía de la seguridad jurídica y de la paz social. Nadie, transcurrido cierto tiempo sin que el Estado revise su mala conducta, puede sentir la sombra de la espada detrás de su cogote hasta el fin de sus días. Cosa bien distinta es la existencia de dos varas de medir la prescripción, según la personalidad individual del autor de los hechos reprobados por la comunidad.

Los supuestos ilícitos administrativos cometidos por los presidentes del Fútbol Club Barcelona, una vez enervada, en su caso, su presunción de inocencia, habrían tenido la calificación de muy graves, según la legislación deportiva, lo que habría acarreado necesariamente el descenso de categoría del equipo de fútbol. Aquí la impunidad ha sido absoluta por el plazo efímero de la prescripción (tres años). 

Así lo disponía la Ley del Deporte entonces vigente (artículo 80). El mismo plazo establecido en la Ley actualmente en vigor (artículo 112 de la Ley 39/2022, de 30 de diciembre), aunque se da la paradoja de que, en este caso, se aplica la Ley anterior de 1990, ya que el artículo 112 es un nasciturus que no saldrá del seno de mamá-ley hasta que el Gobierno proceda, en el plazo de seis meses, a la aprobación de su desarrollo reglamentario. Sea lo que sea, la prescripción ha tenido como cooperadores necesarios la pasividad y el silencio ominoso que han guardado la Federación, la Liga profesional y el Comité Español de Disciplina Deportiva.

Además de la posible comisión de un delito de administración desleal (respecto a los socios de la entidad), el Barça habría incurrido igualmente, al alimón con don José María, en un delito de corrupción entre particulares (artículo 286 bis del Código Penal), que lleva aparejada una pena máxima de cuatro años de prisión.

En el ámbito fiscal, resulta más que probable la comisión de numerosos delitos contra la Hacienda Pública por ambas partes. El ex árbitro por no haber declarado sus rendimientos -¿de trabajo, profesionales?- en el IRPF. También por su falta de repercusión (e ingreso en el Tesoro) de las cuotas del IVA. Por parte de los dirigentes del Fútbol Club Barcelona, por no haber practicado (e ingresado en el Tesoro) las retenciones a cuenta del IRPF correspondientes a las rentas satisfechas a Enríquez Negreira.

Los delitos fiscales cometidos en el dilatado periodo que va desde 2001 a 2015 han quedado impunes por el mandato destinado a los jueces por el instituto de la prescripción (cinco años o diez años (este último un supuesto casi imposible en nuestro caso), si se trata del tipo agravado del artículo 305 bis del Código Penal).

La política criminal del Estado español, basada en tiempos de prescripción muy cortos y universales, es un agravio a la justicia material (y un insulto a la inteligencia). Es una política asimétrica, de doble rasero, un sistema legal que proporciona estímulos a la corrupción y a los grandes criminales de cuello blanco, mientras se ceba con los delincuentes callejeros que resulten sorprendidos in fraganti. Los primeros se toman las cosas con calma. Los segundos –los delincuentes juveniles y los quinquis- solo salen impunes si actúan “Deprisa, deprisa”, el título de la película inmortal del recientemente fallecido Carlos Saura. En nuestro país, el diseño legal de la prescripción malogra la función primordial de la pena, que no es tanto castigar al reo sino prevenir los daños que se infieren a los bienes sociales, como la plaga nefasta de la corrupción. Porque, desde 1978 acá, la corrupción no solo no ha descendido sino que campa a sus anchas por toda España.

Todavía somos rehenes ideológicos de la doctrina penal de hace un siglo. Un sistema que, prácticamente, solo tipificaba los crímenes contra la propiedad y la seguridad de las personas, la mano de hierro que castigaba sin piedad los ataques contra el orden público.

Hace medio siglo, la política criminal estaba dominada, con buen sentido, por el principio de intervención mínima. Solo se perseguían los ilícitos penales graves. Ahora se criminaliza todo, desde un piropo a una señorita hasta una supuesta expresión de odio hacia los nativos de Bangladesh, pasando por aplastar a un ser sintiente como un mosquito aficionado a la sangre dulce. “Tolerancia cero” es la consigna militante más idiota de la historia jurídica. La nueva Inquisición y su ristra interminable de delitos han desbordado los límites de la oficina judicial, en claro beneficio de la prescripción que ganan los peores delincuentes de España.

La jurisdicción penal no tiene crédito entre los ciudadanos, que la perciben como una máquina burocrática que genera una gran desigualdad según quiénes sean sus potenciales destinatarios. Su lentitud es un traje hecho a la medida de los corruptos. Por su propia naturaleza, los delitos de corrupción, tráfico de influencias, blanqueo de capitales o fraudes contra la Hacienda Pública se consuman con sigilo, a oscuras y protegidos por intereses y poderes muy fuertes. Nada que ver con los robos en un supermercado o la conducción temeraria de un automóvil. La prescripción es un reloj inexorable que corre a favor de los delincuentes con mayordomo y ama de llaves con cofia de encaje bordado con las iniciales del señor de la casa. El que dude, que eche un vistazo a la población carcelaria. Hay un derecho penal mínimo para los ricos y otro máximo para los pobres. Tenemos un Código Penal de autor, no de hechos: muy comprensivo con los potentados, muy duro con los parias. Una situación injusta y estremecedora que va a más porque, mientras aumentan los gastos de la organización judicial, se mantienen insuficientes las asignaciones presupuestarias.

Por si fuera poco, mientras que la defensa de oficio (el antiguo “beneficio de pobreza”) no parece idóneo para ayudar a los pobres cuando se desmandan, los ricos cuentan con los servicios de abogados magníficos (y con gran influencia sobre los magistrados) que ralentizan los procesos en busca de que algún funcionario judicial se despiste y sus clientes celebren su fiesta de la impunidad, técnicamente denominada “prescripción”.

La regulación legal de la prescripción no es ni neutral ni inocente. La función crea el órgano. La corrupción demanda esclavos a su servicio para resultar impune. Llega a acuerdos con negreiras para que la trata de la prescripción llegue a un puerto seguro y franco, como el Spotify Camp Nou.

Una modesta proposición

El Código Penal (artículo 131) establece la prescripción de los delitos –de cinco a veinte años- en función de la duración de la pena asignada a cada ilícito criminal. De forma que la modalidad más grave del delito de corrupción (artículo 286 bis CP) prescribe a los cinco años. Sale más barato que robar una gallina (aunque Rodríguez Negreira tiene un gesto inefable de gallito de corral). Si de verdad el Estado quisiera liquidar la corrupción y otros delitos de “cuello blanco”, elevaría el tiempo de prescripción de estas actividades que corroen, de arriba abajo, la democracia y el Estado de Derecho.

Sin ánimo de ofender

La oferta de fútbol profesional despide un hedor parecido al bacalao del año pasado. La demanda no, porque los chiquillos no distinguen los juegos animados de la realidad. Pero, ojo: las puertas interiores del estadio que utilizan las masas para ocupar sus asientos cerca del terreno de juego se llaman “vomitorios”, como llamaban los romanos a los accesos al circo donde jugaban las bestias y los gladiadores. Solo le digo a los demandantes el mismo eslogan que utiliza una cadena de radio: “Los pequeños gestos importan”.

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