Luz de cruce

La canonización de 'un tal González' (I)

El expresidente del gobierno Felipe González a su llegada al acto público organizado por el PSOE para conmemorar el 40 aniversario de la victoria en las elecciones
La canonización de 'un tal González' (I). 
Francisco J Olmo / CONTACTO vía Europa Press

Pierre Rosanvallon (“La legitimidad democrática”, Paidós, 2010) traza con nitidez la frontera que separa los conceptos de “independencia” y “objetividad”. “Independencia” significa autonomía “funcional” frente al sujeto observado y descrito. La “independencia” es condición necesaria pero insuficiente para lograr la “objetividad”. Esta –como término opuesto a la “parcialidad” consciente, interesada y subjetiva- rechaza incluso la existencia –algo que en principio se estima imposible- de “prejuicios” que obedezcan a la situación o a la historia pequeña del observador. Si los “prejuicios” son conscientes y voluntarios ni siquiera es factible una aproximación –por mínima que sea- a la verdad.

La “objetividad” demanda una ética sobrehumana por parte de quien juzga a sus semejantes que puede exigir incluso “una obligación de ingratitud” hacia las instituciones o las personas que han edificado a su costa la torre de observación (y de reflexión) desde la que se juzga mediante la palabra oral o escrita. La “objetividad” es la posdata casi imposible de un esfuerzo interpretativo recto que intenta una aproximación a la clave que da sentido a los hechos, pero que no garantiza, sin embargo, la verdad de los resultados de la observación. Estos no son producto de una razón absoluta. No obstante, el “ánimo de objetividad” es una manifestación ética que responde a una razón funcional sin la que el observador no puede ser honesto ni consigo mismo ni con su público.

Rosanvallon es un sociólogo centrado en el estudio de la democracia contemporánea, el modelo político de su país (Francia) y la justicia social. Sin embargo, sus categorías epistemológicas trascienden el espacio que ocupan sus intereses profesionales y pueden trasladarse sin demasiada dificultad a predios ajenos a la política, como la cultura o el arte.

Voy a detenerme en el binomio que forman la Historia y la crónica del “tiempo presente”. El buen desempeño de ambos oficios exige que los autores sean independientes y traten de ser objetivos. Respecto a la independencia, la Historia requiere que el historiador, como el antiguo “rex legibus solutus”, no se encuentre atado a los designios de quienes desean imponer, para satisfacción de sus propios intereses, un relato hecho a medida de su conveniencia. Pero, en este caso, a la independencia no le cuesta un penique cumplir un segundo requisito de orden temporal: el historiador nunca es rehén del tiempo porque su tarea profesional le obliga a sumergirse en la profundidad de los archivos, legajos y demás fuentes “arqueológicas”. Entre el historiador y su objeto de estudio debe mediar el tiempo suficiente para que el primero, en beneficio de la sociedad, imponga “su” distancia respecto al asunto merecedor de su esfuerzo. Veremos enseguida y como contrapunto a la labor de los historiadores, que la independencia de los autores de crónicas resulta condicionada por el tiempo. Y, además, requiere que su labor no esté mediatizada por un salario abonado por el protagonista de su relato. Un término –el de “salario”- que comprende más que su significado tradicional. También están a sueldo –sin la necesidad de una contraprestación económica de carácter inmediato- las personas que buscan la influencia, el reconocimiento o, simplemente, la correspondencia afectiva de “su amo”.

Respecto a la objetividad, valgan las palabras del historiador Fernando Bermejo: “…es demasiado obvio que cada autor está condicionado en su labor por su bagaje cultural y sus opiniones”. Sobre los límites de la objetividad, véanse las líneas maestras marcadas por Howell y Prevenier.

El 6 de octubre salió a la venta en las librerías españolas “Un tal González” (Alfaguara), un “mix” literario con pretensiones de ensayo histórico del que es autor Sergio del Molino. En las dos páginas preliminares del libro (que del Molino titula “Antes de empezar”), se advierte al lector de que “esto no es un libro de historia, ni una biografía de Felipe González, ni una crónica periodística, ni un ensayo político”. Y sigue: “Aquí se novela una parte de la historia de España (de 1969 a 1997, con unas catas en el tiempo de escritura, los años 2018-2022) a través de quien fue el presidente que asentó la democracia y propició el cambio histórico más profundo y espectacular del país. Quien lo narra es un hijo de la democracia, un escritor nacido en 1979 que observa a la generación de sus padres”. Y del Molino termina su declaración de intenciones de esta guisa: “No abundaré en el insulto al lector explicando por qué he escrito este libro y para quién, pues queda clarísimo desde el principio. Me entrego, pues, a su indulgencia”.

Precisamente porque todo está clarísimo desde el principio, don Sergio no es acreedor de indulgencia alguna para un lector mínimamente riguroso. Solo la merecería si su relato fuera una novela, como él dice, pero no lo es desde la portada del libro hasta la última página, la que lleva el número 373. Además, la humilde petición de don Sergio es una cortina de humo. No necesita la indulgencia de los lectores porque en su mochila viajera lleva prendido el escapulario de la persona que le ha obligado (emocionalmente) a escribir su libro. La “indulgencia” de quien ha inspirado, aunque quizás lo haya sido de manera involuntaria, la biografía de “un tal González” la tiene garantizada el escritor madrileño de Aragón. Sobresaliente cum laude.

Del Molino es un escritor (muy bueno) que pertenece al selecto grupo de fundadores de géneros literarios. Al creado por don Sergio le viene de maravilla el sintagma “autobiografía vicaria”. Sergio del Molino es el “Macario” del ventrílocuo Felipe González. No lo disimula y justifica su labor de marioneta del antiguo “Morenito de Bonn” de la siguiente manera: el prócer sevillano “se lo calla todo, se parapeta tras una costra dura y sólo [sic] expresa sus sentimientos mediante gestos y objetos (?), nunca de palabra” (“Un tal González”, página 304). Algunos presuntuosos afirman ser portavoces de los que no tienen voz. Don Sergio es el muñeco de un individuo que, pese a su verborrea incontenible, resulta que ahora o es tímido o está afónico. ¡Vaya por Dios! En todo caso, “la voz vicaria” de del Molino le presta a Felipe González un aura de santidad que el político sevillano no podría conseguir con su voz propia, con su voz de parte interesada.

Ser mayordomo palaciego es un ejercicio del derecho a la libertad (en este caso la libertad de opinión). Otra cosa es que esa libertad sea tóxica para la sociedad española, lo que no disminuye un ápice, faltaría más, su legitimidad. “Un tal González” despega de un aeropuerto de ficción. Y concluye con una masturbación emocional (un meneo obligado para aliviar la excitación sostenida que produce contemplar, apenas a medio metro de distancia, la perfección moral suprema, valga el pleonasmo). Según el autor de la cosa -que reclama la noción de “novela histórica” para su oda panfletaria de primera calidad-, “la única diferencia entre una novela histórica y esta es que la persona que inspira a mi protagonista, así como muchos personajes secundarios, está viva, y los sucesos reales en los que me baso son tan recientes que muchos lectores los tendrán frescos en su memoria; sin embargo, dada su importancia incalculable para España, los considero ya tan históricos y literarios como el Julio César de Shakespeare”(págs. 13 y 14). Aunque no tengo el gusto de conocer a las abuelas de don Sergio, estoy convencido de que su autobombo y sus portuguesadas no son ninguna compensación extemporánea de una infancia huérfana de cariño.

Afirma del Molino -¡una contradicción más en un océano de contradicciones!- que “Un tal González” sería un libro de historia si no fuera porque su protagonista sigue vivo y los hechos que protagonizó son recientes. Tiene razón, aunque se trata de una razón teñida de retórica. La Historia presupone, por definición, una perspectiva externa, un distanciamiento crítico. Algo metafísicamente imposible para del Molino, que, más que haber nacido en España, parece oriundo del Reino de Siam, el país de los hermanos unidos.

González espera tranquilamente en su sillón orejero el veredicto de Clío. Del Molino lo sabe perfectamente pero le puede más el vértigo de su giro lingüístico “chez Hayden White”. “Un tal González” es un magnífico artefacto literario, pero nada más (salvo para los creyentes y los desprevenidos). “Este libro sería más sencillo para mí si González no estuviese vivo, y tal vez la historia pueda permitirse la espera, pero la literatura responde a otros ritmos, y lo que yo quería contar pertenece a este aquí y a este ahora” (pág. 360). El prurito de del Molino se asemeja a la urgencia teresiana del “muero porque no muero”. Pero el éxtasis no es fuente legítima del discurso histórico.

Sergio del Molino, aunque es muy gracioso, ha calibrado mal sus competencias profesionales para escribir la verdad de “un tal González”, al no advertir el peso de su biografía personal (la de don Sergio) que, en mi opinión, le incapacitan para dicha empresa. Los lastres son dos:

1.- El susodicho no es un historiador profesional sino un literato (magnífico) de altos vuelos (ensayo, relatos breves) y también un literato a ras de suelo (periodismo).

2.- La fecha de nacimiento de don Sergio (1979). Es una lástima que la eficacia performativa de la futura “Ley trans” no propulse también la nave del tiempo. Si el autor del libro “Un tal González” tuviera hoy veinticinco años más de los que dice su “currículum vitae”, probablemente le habría dado a su “mix” otra orientación con mayor verosimilitud.

Las dos circunstancias anteriores comprometen la independencia y la objetividad del autor de “Un tal González”. No respecto a la narración de los hechos sino a los juicios de valor (sobre el protagonista, los actores principales y los secundarios) relativos a las personas que aparecen en el libro.

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