OPINION

¿Hay alguna vacuna económica contra el COVID-19?

Fotografía Pedro Sánchez, luz roja / EFE
Fotografía Pedro Sánchez, luz roja / EFE

Desgraciadamente, las leyes no valen nada si no pueden garantizar a sus destinatarios la certeza de su aplicación y el tiempo de su vigencia. La pandemia del COVID-19 es un maremoto que arrastra al ordenamiento jurídico al ritmo de sus caprichos. Naturalmente, eso no quiere decir que los poderes públicos deban rendirse y tirar la toalla pero nadie puede presumir de tener la cabeza fría mientras el mundo se hunde bajo sus pies. El Gobierno ha apostado por los ERTE, la nueva regulación de los expedientes de suspensión temporal de empleo y ajuste parcial de la jornada de trabajo, en los que han cobrado un protagonismo especial los patronos. Es verdad que muchas empresas deberán echar el cierre por la caída de su actividad y no podrán abrir por falta de recursos para mantener sus gastos fijos. Mandar al ejército laboral a las pagadurías del desempleo es una medida razonable para que no se produzca una explosión social. Pero todo depende de la duración de la crisis. Los ERTE pueden ser pan para hoy y hambre para mañana. Creo que el Gobierno no ha estado demasiado fino en el diagnóstico. En su Real Decreto-ley 8/2020 afirma que la alerta sanitaria tendrá un limitado carácter coyuntural. No obstante, el propio Gobierno se desmiente a sí mismo cuando el artículo 28 del citado RDL sostiene que las medidas relacionadas con el ajuste temporal del empleo “estarán vigentes mientras se mantenga la situación extraordinaria del COVID-19”. Por su propia naturaleza, una coyuntura es una ocasión que no perdura en el tiempo.

Nos falta la distancia suficiente para evaluar con un mínimo de precisión los daños que el COVID-19 va a causar en la economía nacional. No sabemos tampoco cuánto durará la recesión ni la forma en que saldremos de la hecatombe. Sin embargo, nadie duda de que la inmensa mayoría de las empresas están abocadas al cierre si no cuentan con respiración asistida por parte del Gobierno. De aquí a poco, las cifras del paro van a ser una plaga bíblica. Los ERTE son una respuesta inaplazable aunque puede que finalmente no sirvan para nada y el huracán se lleve por delante áreas enteras del tejido industrial y comercial. ¿Hay otras alternativas? Algunas empresas sobrevivirán sin la necesidad de implementar ajustes de empleo tan severos. Nada les impide restringir la utilización de su capital humano, emplear solo en parte a los miembros de su plantilla y dejar temporalmente en situación de letargo a los trabajadores ociosos. Fue el modelo seguido por el sector financiero para remediar, hace unos años, los excesos de su capacidad de oferta. Además, no es imposible que los intereses de la organización empresarial y los de algunos de sus empleados coincidan. Si se diera esta conexión, estaríamos en un caso de suspensión del contrato de trabajo por mutuo acuerdo de las partes (artículo 45.1.a) del Estatuto de los Trabajadores).

Esta modalidad convencional le permite a la empresa superar los obstáculos imprevistos (de cualquier clase) que alteren el desarrollo normal de sus actividades básicas, sin que ello suponga la extinción de los contratos de trabajo. En esta fase anómala de caída de la actividad habitual, la entidad reduce temporalmente el uso de su capital humano, que transitoriamente pasa a la reserva en expectativa de destino. Como sucede en los ERTE, la organización industrial preserva su tesorería mediante la suspensión pactada de la relación de trabajo. Se abre un tiempo muerto durante el cual los empleados no prestan sus servicios y la empresa se ahorra el pago de las nóminas.

Sin embargo, la suspensión por mutuo acuerdo otorga a las partes un margen de maniobra que no procuran los ERTE. En estos últimos, una vez alzado el periodo de la suspensión, el trabajador vuelve al “tajo” sin el derecho a recibir una indemnización. En los Acuerdos Colectivos de Suspensión, las partes suelen pactar que, después del cese temporal, el trabajador podrá permanecer en la empresa aceptando el puesto que se le ofrezca o, alternativamente, liquidar el contrato de trabajo. En el segundo supuesto, el trabajador recibirá la indemnización determinada en el Acuerdo Colectivo. Ambas partes quizás tengan intereses concurrentes. La empresa puede incentivar con la indemnización la amortización de un trabajador muy costoso y sustituirlo temporalmente por un interino más joven, más capaz y más barato.

Para el trabajador afectado, la extinción del contrato y la correspondiente indemnización tendrán la naturaleza de una inversión financiera. A cambio de su hoja de servicios laboral, el empleado dispondrá de un capital que probablemente le permita superar los baches del camino y, en más de una ocasión, amortiguar las cuantiosas pérdidas sufridas últimamente en los mercados de valores. Además, este tipo de indemnizaciones tiene un efecto multiplicador sobre el consumo agregado de las familias. Naturalmente, habrá que ir caso por caso, pero lo normal es que la indemnización tenga un impacto positivo en el llamado “efecto riqueza”.

Sin embargo, la indemnización soportará un cuantioso peaje fiscal al traer causa de un pacto entre las partes (artículo 7.e) de la Ley 35/2006), lo que restará su atractivo como captación de un capital muy valioso para tiempos difíciles. No obstante, al constituir un ingreso obtenido de forma notoriamente irregular en el tiempo (artículo 18.2 de la Ley del IRPF), dicha renta laboral gozará de una reducción del 30%, por mandato expreso del artículo 12.1.f) del Reglamento del Impuesto (siempre que la indemnización se reciba en un único período impositivo).

La exención de la indemnización por despido del trabajador, en sus distintas modalidades, se ha ido ampliando o limitando según las vicisitudes de la economía española. En la versión original (1 de enero de 2007) del artículo 7.e) de la Ley del Impuesto, la exención alcanzaba el máximo de la cuantía establecida con carácter obligatorio en el Estatuto de los Trabajadores, en sus normas de desarrollo o en las leyes reguladoras de la ejecución de sentencias. El 1 de enero de 2010 (en plena recesión), se equiparó la cuantía exenta del despido por causas técnicas, organizativas, de producción o fuerza mayor con la indemnización por despido improcedente. Por último, coincidiendo con el inicio de la salida de la crisis, el legislador de 2014 limitó la cuantía exenta de todas las indemnizaciones citadas a la cifra de 180.000 euros.

El Gobierno debe suprimir inmediatamente este tope máximo. Dentro de nada, España será un país de desempleados, de gente que habrá perdido sus ahorros, de individuos que verán muy negro su porvenir. Sería un crimen que la Hacienda Pública les robase la poca liquidez que les queda después de muchos años de trabajo. Todos necesitamos libertad para sobrevivir. Libertad y dignidad.

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