Luz de cruce

La agonía del parlamentarismo español

Vista general de una sesión plenaria en el Congreso de los Diputados, a 22 de noviembre de 2021, en Madrid, (España). El proyecto de Presupuestos Generales del Estado de 2022 afronta a partir de hoy en el Pleno sus votaciones decisivas antes de su aprobación y remisión al Senado, donde deberá completar su tramitación. El debate se inicia con la discusión de todos los títulos y disposiciones del articulado de la ley, y se reanudará mañana con los debates de las sucesivas secciones de las cuentas, a defender por cada ministro.
22 NOVIEMBRE 2021;CONGRESO;PRESUPUESTOS;PLENO;2022
Eduardo Parra / Europa Press
22/11/2021
La agonía del parlamentarismo español.
Europa Press

Las dos funciones primordiales de las Cortes son el ejercicio de la potestad legislativa del Estado y el control de la acción del Gobierno (artículo 66.2). Quizás otro día me ocupe de la primera aunque, según fuentes bien informadas, es manifiestamente mejorable. En todo caso les recomiendo la lectura de "La vocación de nuestro tiempo por la legislación y los retos para el legislador". Es un ensayo magnífico escrito por Ignacio Astarloa, uno de los mejores juristas de nuestro país.

Respecto a la segunda función –el control de la acción del Gobierno-, corresponde en régimen de monopolio al Congreso de los Diputados (artículo 108 CE). El Congreso no pierde su facultad excluyente en los estados extraordinarios (alarma, excepción y sitio), a tenor del artículo 116.6 CE. Sin embargo, tanto en los periodos de bonanza social como en tiempos de calamidad pública (como el que atravesamos de dos años a esta parte por la epidemia del Covid), el control de la gestión del Gobierno no ha sido fruto del mandato constitucional. 

Dicha función depende de la coyuntura política. En las dos primeras legislaturas, iniciadas después de las elecciones del 15 de junio de 1977, la labor de la oposición contra los Ejecutivos de UCD fue tan "eficaz" que coadyuvó a la destrucción de la estabilidad de los Gobiernos de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo. Los dos gobernaron con un respaldo minoritario en el Congreso y fueron rehenes de la guerra de guerrillas desatada sin contemplaciones en el interior de su partido (el segundo coadyuvante).

En las elecciones del 28 de octubre de 1982 se estrenó el famoso “rodillo socialista”. Durante cuatro legislaturas seguidas que concluyeron en 1996, las mayorías absolutas del PSOE no dieron cuartelillo a la oposición y Felipe González gobernó sin despeinarse, excepción hecha de sus tres últimos años de “reinado”, en los que necesitó los votos parlamentarios de CiU. Lo mismo le sucedió a Aznar en su primera legislatura (1996-2000), en la que, a toda velocidad, recibió clases particulares de catalán.

Aunque desde marzo de 2000 hasta el mes homónimo de 2004, don José María se tomó la revancha y gobernó con la mayoría absoluta del PP. Pero el macroatentado del 11-M arruinó su vida política, aunque la patada en las posaderas se la llevó su delfín de Santiago de Compostela. Rodríguez Zapatero gobernó con comodidad desde abril de 2004 hasta noviembre de 2011. Después hizo lo mismo Mariano Rajoy, que, hasta las Navidades de 2015, pudo leer el “Marca” envuelto en su batín de cuadros azules y el dulce aroma de sus cigarros habanos.

En síntesis, durante el largo e ininterrumpido periodo de 33 años (1982-2015), el artículo 108 CE ha sido una bella ficción y no ha salido del papel impreso. Las mayorías absolutas y el Reglamento del Congreso (donde el portavoz es el buen pastor del rebaño de su organización) han impedido cualquier crítica efectiva al Gobierno del momento. El Congreso ha sido y es un convidado de piedra en la vida política del país. La democracia parlamentaria y la separación de poderes no pueden funcionar en un “Estado de partidos”.

Las elecciones celebradas el 20 de diciembre de 2015 fueron el canto del cisne del bipartidismo. A partir de ese momento y hasta la actualidad, nuestro sistema de partidos ha evolucionado desde una alternancia bicolor hasta un mosaico dibujado con todos los pigmentos de la escala cromática. Los Ejecutivos (primero el del PP hasta el verano de 2018 y posteriormente el PSOE) han sido respaldados por una minoría parlamentaria, incluso cuando han constituido un Gobierno de coalición. El nuevo escenario parecía propicio a un mayor control del Parlamento sobre el Gobierno. 

Pero todo ha quedado en agua de borrajas por la falta de educación y de cultura democrática de la sociedad española, por la falta de una tradición parlamentaria que sirviera de escuela a las nuevas formaciones políticas, etcétera. Incluso el Gobierno, más que gobernar, se dedica a hacer oposición a la oposición (que, por cierto, está muy enferma de un tremendismo y un cinismo ramplones). En resumen: nuestra democracia es una democracia taurina.

No, la culpa no es del chachachá y, casi siempre, la patología parlamentaria sobrevive sin el empujoncito interesado del Gobierno. El propio Congreso de los Diputados se basta y sobra él solito para hacerse el harakiri. Bien lo hemos visto durante el segundo estado de alarma (el tercero si computamos el que afectó únicamente a la Comunidad de Madrid). Recordarán ustedes que el Consejo de Ministros, en la sesión celebrada el 25 de octubre de 2020, declaró el segundo estado de alarma en todo el territorio nacional. Su duración (15 días) fue la máxima permitida por la Ley.

Agotado el periodo de duración, el Gobierno solicitó al Congreso de los Diputados la autorización de la prórroga del estado de alarma, que en esta ocasión contenía dos medidas inéditas: su duración (seis meses, desde el 8 de noviembre de 2020 hasta el 8 de mayo de 2021) y la designación de los presidentes de las Comunidades Autónomas como “autoridades competentes delegadas” en el ámbito de su región. Entre las razones que, según el Gobierno, justificaban la prórroga del estado de alarma se contaban el grave aumento de la incidencia de la enfermedad, la climatología adversa y la supuesta eficacia de las “autoridades competentes delegadas” a la hora de “modular”, “flexibilizar” o “suspender” las medidas decretadas por el Gobierno.

Mediante Resolución de 29 de octubre de 2020, el Pleno del Congreso de los Diputados autorizó la prórroga solicitada por el Gobierno. Lo hizo sin matices, reservas, enmiendas o adiciones al texto remitido por aquél. Silencio total y mutis por el foro. En este punto conviene recordar que el estado de alarma pasó de ser un acto gubernamental (en su origen) a constituir un acto normativo, con rango o valor de ley mediante la autorización de su prórroga por el Congreso. En este caso el Congreso, con los derechos fundamentales y las libertades públicas en grave riesgo de agresión, firmó un cheque en blanco al Gobierno renegando de su potestad de control político. No hablo con pompa retórica. En ningún lugar está escrito que el Parlamento esté obligado a jorobar, porque sí, al inquilino de La Moncloa y a tomar a chufla sus decisiones. No obstante, la doctrina del Tribunal Constitucional (STC 183/2021) exige al Congreso de los Diputados motivar su resolución sobre la prórroga, con expresión de los argumentos relativos a:

1.- La necesidad de la prórroga del estado de alarma, una vez cumplido el periodo original de 15 días.

2.- El establecimiento del periodo temporal que, según el magín de los diputados, resulte imprescindible para revertir la situación de crisis sanitaria.

3.- La procedencia de las medidas a aplicar en el tiempo de prolongación.

4.- Las disposiciones que el Congreso debe adoptar para hacer efectivo su control sobre la actuación del Gobierno durante el estado de alarma.

Pero no. El Congreso es una mona de seda que, obedeciendo las órdenes tácitas de su amo, permaneció con la boca cerrada. Ignorando que representa a la soberanía popular, pulsó el botón automático que levanta la barrera a los desmanes del Ejecutivo. El Congreso ha cobrado el salario del miedo permitiendo la creación de ese monstruo policefálico que lleva el nombre de “autoridades competentes delegadas”. La mona se ha arrodillado delante de sus azafatas.

Fue completamente inaceptable que las medidas gubernamentales del estado de alarma (artículos 5 a 8 del RD 926/2020, parcialmente modificado por el RD 956/2020) pudieran ser objeto de “modulación”, “flexibilización” o incluso “suspensión”, quedando en las manos de instancias extrañas al Parlamento, como los consejeros de sanidad de las Comunidades Autónomas, las asambleas regionales, la conferencia de presidentes autonómicos o el Consejo Interterritorial de Salud. Ninguna de ellas, salvo error manifiesto del artículo 66 CE, representa al pueblo español. ¡De traca! De nada vale sostener de contrario que el cheque en blanco fue extendido por una mayoría (de ocasión) suficiente. El principio mayoritario no puede minar la Constitución.

Corresponde exclusivamente a la Cámara Baja disponer sobre “el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga, lo que incluye la fijación de sus términos” (STC 83/2016). Esto es: además de la función negativa de control al Gobierno, el Congreso actúa como legislador (función positiva) en su autorización de la prórroga. El Congreso y no el Gobierno, es el protagonista en la prórroga del estado de alarma. En otro caso decae el Estado de Derecho. Una supuesta jeremiada que, por su reiteración, solemos tomar a broma. Sin advertir que solo se llora lo que se pierde.

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