OPINION

La "Casa" siempre gana

Fotografía de María Jesús Montero / EFE
Fotografía de María Jesús Montero / EFE

Cuando yo era un alumno novato y Paco Franco un militar octogenario a punto de ingresar a la reserva final, imperaba en la universidad una variante indígena del marxismo más escolástico y ramplón. Descartando las honrosas excepciones de siempre, los sedicentes materialistas españoles no pasaban de la segunda página de 'El Capital'. Sin embargo, las aulas estaban repletas de papagayos que recitaban sin parar una lista de conceptos abstrusos que ninguno de ellos comprendía: “bloques hegemónicos de poder”, “lucha de oligopolios económicos”, “aceleración de las fuerzas productivas”… Mi favorito era el sintagma “correlación de fuerzas”. Los discípulos de Antonio Gramsci empleaban dicha expresión para, escrutada con anterioridad la potencia o debilidad relativas de las organizaciones obreras, calibrar si la revolución social era, en un momento dado, una posibilidad real o una fantasmagoría pequeñoburguesa.

Como del lenguaje de madera el paso del tiempo solo saca astillas, la neolengua pseudomarxista de hace cuarenta o cincuenta años sirve hoy, cuando gobiernan tipos como Trump, Johnson o Bolsonaro, únicamente para encender la pira fúnebre de casi todas las ideologías. No obstante, al constituir aún un instrumento operativo, el lector debe salvar de la quema y meter en su magín mi sintagma preferido, la teoría de la “correlación de fuerzas”. Es la piedra de toque, por ejemplo, del estado de la relación tributaria, la que une a los ciudadanos con las diversas Administraciones fiscales.

La “correlación de fuerzas” es un concepto muy útil para discernir el contacto indefinido que mantienen la hucha pública y sus cotizantes. A condición de que, despojándola de su significado original, nos resignemos a pedalear sin movernos, a aceptar, sumisos, que dicha correlación no sea en este caso una fuerza dinámica y que, llueva, granice o nos tueste el sol, la doctrina de la “correlación de fuerzas” proyectará siempre una fotografía fija (repetida hasta la saciedad): el triunfo completo de la voluntad de Hacienda, una institución que las leyes encargaron en su día a un fabricante de acero inoxidable. El balance de la relación tributaria está dominado por una asimetría intangible que favorece siempre, Lourdes mediante, al erario.

Para ver nítidamente cómo funciona el sistema fiscal, pondré un ejemplo. Un supuesto de la realidad que no es una anécdota, sino la manifestación de un síntoma que revela una grave enfermedad administrativa. La “correlación de fuerzas” nos mostrará la imagen de un contubernio forzoso para los particulares, esos pigmeos que alimentan al Estado con las gabelas que le entregan. El Estado es una máquina indispensable para la preservación del interés general, aunque también da cobijo a una estructura de hierro que, más de una vez, perfora los derechos legítimos de los individuos.

La transmisión de activos (inmuebles, acciones…) por particulares está sujeta al Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF). La enajenación de una vivienda, por poner quizás el caso más frecuente, supone una alteración en la composición del patrimonio del contribuyente que dará lugar al cómputo de una ganancia o una pérdida. El resultado, positivo o negativo, se integrará en la base del ahorro, a un tipo de gravamen más reducido que el aplicable a las “rentas generales” (rendimientos del trabajo, rentas empresariales o profesionales…).

El título de la transmisión puede ser oneroso (ventas, permutas…) o gratuito (donaciones). En el primer caso, su regulación la establece el artículo 35 de la Ley del IRPF. La pérdida o ganancia patrimonial computable en la autoliquidación será el resultado de una suma algebraica: la diferencia entre el valor de adquisición y el de transmisión del activo. El valor de adquisición (artículo 35.1) será la cifra que arroje la siguiente adición: el importe real de la adquisición, más el coste de las inversiones y mejoras efectuadas en el bien que ahora se transmite, más los gastos y tributos inherentes a la adquisición (excluidos los intereses, en su caso).

Por su parte, el valor de transmisión (artículo 35.2) será asimismo el importe real de la enajenación (descontados los gastos e impuestos correspondientes al vendedor, como la plusvalía municipal). Por importe real, la Ley del IRPF entiende la cantidad efectivamente satisfecha (declarada por los otorgantes de la escritura), “siempre que no resulte inferior al normal de mercado, en cuyo caso prevalecerá éste”. Es decir, la Agencia Tributaria no tiene por qué fiarse del precio que confiesen espontáneamente los interesados y puede utilizar un arma legal de no pequeño calibre: el dictamen de un perito administrativo que ponga término al procedimiento de comprobación de valores incoado por la oficina gestora del Impuesto (o solicitado por la Inspección).

En las transmisiones a título gratuito o lucrativo, el artículo 36 de la Ley del IRPF también alude, como sucede en las enajenaciones onerosas, al importe real. La única particularidad es la remisión que efectúa dicha disposición, tanto para la determinación del valor de adquisición como para la correspondiente al valor de transmisión del bien (si una u/y otra lo hubiera sido o lo sea a título lucrativo), a las normas del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones (ISD). Además, como cierre del sistema de determinación del valor, el citado artículo 36 remacha el clavo en la pared impidiendo taxativamente que el importe real “pueda exceder del valor de mercado”. Constataremos de inmediato que dicha prohibición no es ninguna bagatela.

Cojan aire, aguanten unos segundos la respiración y, sobre todo, no le den la espalda a la normativa del ISD. Vayan al artículo 40.3 de su Reglamento y lean esta cuquería tan mona: “El valor declarado por los interesados prevalecerá sobre el valor comprobado si fuese superior”. Parece una cláusula tontita pero es una inocentada cruel. Lo que busca (y logra) el Gobierno, como autor del desarrollo reglamentario de la Ley del ISD, es exprimir hasta el fondo los errores ajenos. La recaudación fiscal engorda (sin merecerlo) cuando los contribuyentes se equivocan por exceso de puntería, ingresando en las arcas autonómicas más de lo que les corresponde (al valorar los bienes adquiridos por donación o herencia por encima de la cuantía asignada por la Administración). Se trata de que los afectados pierdan la esperanza de recuperar los costes económicos de su error. Dicho en román paladino: el artículo 40.3 del Reglamento del ISD es un abuso, una trampa para incautos y una agresión al principio de capacidad económica (artículo 31 CE).

Sin embargo, algún listillo puede usar este artificio, retorcerlo a su favor y hacerle un socavón muy negro al Tesoro del Estado. En algunas Comunidades (es el caso de Madrid, donde la cuota que abona el heredero o donatario de un bien- si lo recibe de sus padres o de su cónyuge- goza de una bonificación del 99%), apenas se paga el ISD. Si algún “espabilado” hereda –por ejemplo- un inmueble de uno de sus progenitores y tiene el designio de ponerlo a la venta de inmediato, puede sentir la tentación irresistible (utilizando en beneficio propio el artículo 40.3 del Reglamento del ISD) de declarar el inmueble en el ámbito autonómico por encima de su valor real. De esta forma, pagaría un par de euros más por el ISD y a cambio simularía un valor de adquisición en el IRPF que le podría deparar una pérdida ficticia a compensar con ganancias reales. Si no fuera porque….el artículo 36 de la Ley del IRPF, como acabamos de ver, le cierra el camino. En resumen: asistimos a una guerra de tramposos que libran un particular y el Estado. Es un combate desigual porque el Estado puede aplicar en su beneficio la ley del embudo. Donde debería haber confianza ciudadana en los poderes públicos, solo existe gamberrismo legal. Más información en la consulta vinculante V0657-19, emitida el 26 de marzo de 2019 por la Dirección General de Tributos. Pero la verdad es que, completamente ajenos a esta pelea de pillos, muchos contribuyentes de buena fe cumplen la gravosa penitencia legal asociada a una culpa ficticia.

La Constitución (artículo 103.1) proclama de forma solemne que “la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales”. Desde luego, eso es lo que la pobre sirvienta desea con toda su capacidad productiva y su más tórrida ilusión. Lo malo, caray, es que ni las Cortes ni el Gobierno le permiten a esta empleada del hogar nacional cumplir, como debería, sus obligaciones democráticas. ¡Malditos roedores!

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