OPINION

Lo que debe saber si le hacen la declaración en la Agencia Tributaria

Varios funcionarios de la Agencia Tributaria atienden a ciudadanos en una de sus oficinas en Madrid. (f. alvarado / EFE)
Varios funcionarios de la Agencia Tributaria atienden a ciudadanos en una de sus oficinas en Madrid. (f. alvarado / EFE)

Don Florencio es un vecino de Málaga que una mañana de la primavera de 2017 se acercó a la Delegación de la Agencia Tributaria (AT) de su ciudad. Tenía cita con el servicio de ayuda al contribuyente para realizar la declaración del IRPF de 2016. Recordemos que, en virtud del artículo 34.1.a) de la Ley General Tributaria-LGT, los obligados tributarios tienen derecho a ser informados y asistidos por la Administración tributaria sobre el ejercicio y el cumplimiento de sus obligaciones”. Ese derecho tiene su reverso en la correlativa obligación de la Administración (artículo 85.2 LGT). De tal forma que es deber de aquélla la prestación de asistencia a los obligados en la realización de declaraciones, autoliquidaciones y comunicaciones tributarias”.

Don Florencio fue puntual a la cita. Le atendió una funcionaria muy educada que le hizo la declaración utilizando el programa PADRE. El malagueño, lego en impuestos, no entendió bien el significado de las casillas de la declaración. Sin embargo, con la confianza legítima que suscita la autoridad competente, firmó, presentó la autoliquidación allí mismo y fuese a saborear una cerveza en el paseo marítimo de la ciudad. Sin embargo, la caña le dejó un regusto amargo. Su malestar seguramente era fruto de la cuota diferencial a pagar (5.024, 28 euros), la más elevada de su ya largo historial contributivo. Esa noche don Florencio no pegaría ojo.

La noche fue interminable. Al oír el primer canto del gallo, don Florencio se levantó de la cama y, después de tomar su carajillo de costumbre, empezó a revisar la copia de su declaración. La colocación y las cifras de las casillas le parecieron un jeroglífico, un enigma que solo un ingeniero industrial sería capaz de resolver. Sin embargo, dándole varias vueltas a la declaración cayó en la cuenta de que el papel impreso adolecía de dos errores. Era cierto que en 2016 había vendido un inmueble, pero no por el valor de transmisión reflejado en la declaración, sino por otro muy inferior. En segundo lugar, don Florencio, que padece una discapacidad física, advirtió que dicha condición no constaba en el papelito y, por ello, la funcionaria de la AT no computó la reducción legal que le corresponde.

Pocos días después, don Florencio presentó una solicitud de rectificación de la declaración. Según sus cálculos, la cuota diferencia a ingresar importaba sólo 247,98 euros, por lo que pidió a la Agencia la devolución de la cuota indebidamente ingresada. En vez de eso, la respuesta administrativa fue la apertura de un procedimiento de comprobación, pendiente de resolución en el momento de dictarse la sentencia de la Audiencia Nacional (AN) a la que enseguida me referiré.

La contrarréplica del malagueño, a mi juicio muy desafortunada, le obligó a pisar un largo y tortuoso camino. Sin esperar a la conclusión del procedimiento inspector, se extravió en el laberinto de la responsabilidad patrimonial de la Administración. El Director General de la AT dio carpetazo a su reclamación por los supuestos daños inferidos a su peculio. Como don Florencio es un hombre testarudo, poco después sintió el golpe del mazo del Juez Central de lo Contencioso núm. 2 (incluido el pago de las costas procesales).

Posteriormente, se ha estrellado contra los muros de la AN (también con imposición expresa de las costas). Mediante Sentencia dictada el 19 de diciembre de 2019, el tribunal ha desestimado el recurso de apelación interpuesto por don Florencio. Básicamente, la resolución de la AN aduce dos motivos para la desestimación del recurso: la falta de de acreditación de la vinculación causal entre la asistencia prestada por la funcionaria de la AT y los supuestos daños inferidos, y además el carácter “pretempestivo” del recurso de apelación (al ser interpuesto con anterioridad a la conclusión del procedimiento administrativo de inspección).

En mi opinión, la sentencia de la AN da una de cal y otra de arena. La AN lleva razón cuando afirma que resulta imposible valorar si el error es producto del declarante o, por el contrario, de la funcionaria que le asistió. Pero no estoy de acuerdo (parcialmente) con el segundo argumento que esgrime la AN. El propio órgano judicial reconoce que “resulta acreditado que en la primera declaración (elaborada con la ayuda de la funcionaria) resulta [sic] que no se había tomado en consideración la condición de discapacitado del ahora recurrente”. La apelación debería haber sido estimada en este punto (con el efecto inducido de la absolución del pago de las costas), y haber sido remitida a la AT. Porque, en relación con dicho extremo, lo que pueda decir la Inspección es inocuo.

Lo que no tiene un pase es la siguiente afirmación ( fundamento jurídico  1º de la sentencia): “Como el contribuyente firmó, no ejecutó su derecho a comprobar los datos consignados”. Y también (FJ 4º): “Habrá sido su responsabilidad [del contribuyente] asumir, o no, el resultado de la declaración”. Por lo que, según la AN, no puede trasladar “su” culpa al órgano administrativo. Pero, almas de cántaro -digo yo- ¿no saben sus señorías que, cuando un contribuyente pide auxilio a la AT para cumplir su deber de declarar el IRPF, está reconociendo su incapacidad para comprobar si la declaración es correcta o no? Si pudiera hacerlo, se valdría por sí mismo y no tendrían ningún sentido los artículos 34 y 85 LGT.

En última instancia, estimo que los contribuyentes que hacen la declaración mediante la asistencia profesional de un funcionario de la AT pueden sufrir indefensión debido al silencio que guarda al respecto la LGT. Porque, a diferencia de la Ley del IRPF (artículo 98), que deja meridianamente claro que el borrador de declaración suministrado por la AT tiene “efectos meramente informativos” y que, en el caso de que el contribuyente lo confirme y lo suscriba, equivale a una autoliquidación consciente y espontánea, la LGT no determina los efectos jurídicos de la asistencia administrativa.

En mi opinión, bastaría una leve modificación reglamentaria que exigiera a los funcionarios la extensión de una diligencia (firmada por ambas partes) que detallara la aportación documental o la información suministradas por el contribuyente. Así estableceríamos el nexo causa-efecto y podríamos ventilar de qué lado de la mesa cae la responsabilidad. Veríamos con una lupa de aumento si el funcionario ha cumplido o no la 'lex artis' de su oficio, que es asistir (sin negligencias) al contribuyente en el cumplimiento de sus obligaciones fiscales. Porque, en un Estado democrático, no se entiende del todo que un contribuyente pueda demandar a un asesor fiscal por su mala praxis, mientras otro (generalmente con menos recursos) se encuentra atado de pies y manos para pasar el tanto de culpa que les corresponda a las Administraciones Públicas.

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