Luz de cruce

'Magister populi': nostalgia del dictador

Pedro Sánchez
'Magister populi': nostalgia del dictador
EFE/Emilio Naranjo

"Salus populi romani suprema lex esto". Han transcurrido más de 2.000 años, pero la finalidad "natural" del Estado sigue siendo la misma. La planta institucional del Estado debe garantizar eficazmente la libertad, la justicia, la seguridad y el bienestar de esa ficción imprescindible denominada "el pueblo". En situaciones de estabilidad social, una democracia bien organizada está en condiciones de satisfacer las necesidades elementales de la población.

Las reglas del juego

Sin embargo, las instituciones "ordinarias", cuya actividad se ajusta a las leyes (igualmente "ordinarias") en tiempos de "normalidad", naufragan cuando se produce inopinadamente una contingencia de alto voltaje, como una catástrofe natural, un conflicto bélico o una epidemia letal. Para estos casos, la Constitución (artículo 55) prevé la declaración de los estados de excepción o sitio, que llevan aparejada la suspensión automática de los derechos y libertades fundamentales. Por su parte, el artículo 116 CE incluye también el estado de alarma entre las medidas extraordinarias y dibuja las líneas maestras de las tres situaciones excepcionales que no constan en el orden de un día "normal". En todas exhibe músculo, en su relación con los dos poderes restantes, el papel del poder ejecutivo, con su jefe –"ordeno y mando"- en la sala de máquinas de la nave del Estado. La potencia del jefe del Gobierno, como no podía ser de otro modo, tiñe todas las páginas de la Ley Orgánica 4/1981, que desarrolla las previsiones constitucionales relativas a la declaración de los estados de alarma, excepción y sitio.

Como, de nuevo, los ciudadanos estamos sometidos al estado de alarma declarado por el Gobierno en todo el ámbito nacional (por segunda vez), conviene indicar brevemente las competencias del Ejecutivo. Según la citada Ley, el estado de alarma, cuya duración será la "estrictamente indispensable" para poner término a la emergencia, será declarado por el Gobierno, aunque sus prórrogas será aprobadas, en su caso, por el Congreso de los Diputados. El Gobierno será la Autoridad competente para gestionar la alarma. En el primer estado de alarma (14 de marzo-21 de junio de 2020), la Autoridad competente delegó sus funciones en las figuras de la ministra de Defensa, el ministro de Interior, el ministro de Transportes y el ministro de Sanidad, prevaleciendo entre ellos el titular del Departamento de Sanidad. Ahora la Autoridad, dentro de un marco parcialmente indisponible diseñado por el Ejecutivo, ha sido cedida por el Gobierno a los presidentes de las comunidades autónomas, que la ejercen, naturalmente, dentro de los límites de sus respectivos territorios. A pesar de que dicha delegación está radicalmente prohibida por la Ley Orgánica 4/1981, que solo la permite si la alarma afecta, de manera exclusiva, a una comunidad autónoma.

Hace un año comenzó a proyectarse sobre nuestro país la sombra de una pesadilla que todavía no se ha disipado. Nació entonces un reguero, cada vez más ancho y caudaloso, de muerte, enfermedad, catástrofe económica y ansiedad social. Íbamos rumbo a lo desconocido, hacia una "terra incognita" sin disponer de una brújula para evitar sus peligros y sin ninguna experiencia para avistar la puerta de salida. El Gobierno declaró el estado de alarma el 14 de marzo. Cometió numerosos errores, rectificaba por la tarde las disposiciones adoptadas antes del mediodía y su dirección y gestión políticas coadyuvaron a la expansión de la pandemia (más muertos, más infectados, más daños económicos). Todo eso es cierto. Pero también lo es que la Covid-19 llegó sin manual de instrucciones de uso y el Gobierno facturó su novatada a cargo de la salud y la economía de los españoles.

El estado de burla

El Gobierno ha estado tan sobrado de errores que, después de alzar el estado de alarma cuando olíamos el aroma estival de 2020, se vio forzado a declararlo por segunda vez a finales de octubre del mismo año. Sin embargo, en esta ocasión Pedro Sánchez, imitando a Fernando VII, ha abandonado "la senda constitucional" y se ha dado un capricho inédito: la "cogobernanza". El régimen de la "cogobernanza", que durará hasta el 9 de mayo de 2021, supone una distribución vertical de funciones: el Gobierno es el arquitecto (solo en cierta parte) del plan y ha delegado su ejecución (y algo más) a 17 aparejadores autonómicos.

Para el desarrollo de la obra, el arquitecto ha deslindado, de forma expresa o implícita, varios campos de actuación o de omisión destinados a la atención de los presidentes autonómicos. Les paso, de forma esquemática, la lista de órdenes, permisos y vías inmaculadas que ha remitido Pedro Sánchez a las comunidades autónomas:

1.- Lo que, rotundamente, no pueden hacer. Por ejemplo, decretar confinamientos domiciliarios.

2.- Lo que no pueden hacer (con matices). Por ejemplo, las comunidades no estaban habilitadas para suprimir el "toque de queda" nocturno impuesto por el Gobierno, pero sí podían modular (algo) su duración adelantando o atrasando una hora su inicio y/o su término. Estas limitaciones caducaron con la prórroga del estado de alarma. A partir de entonces, los presidentes autonómicos han tenido, y tienen, libertad absoluta para regular o suprimir los "toques de queda".

3.- Lo que pueden hacer "ad libitum". Cerrar o permitir la apertura de establecimientos de hostelería, fundar 'guetos' o áreas sanitarias que impidan la comunión de unos ciudadanos autonómicos con otros, perimetrar sus 'fronteras' prohibiendo la unión de unos españoles con otros españoles, volver loco a un señor de Jaca que desea viajar a Puentecesures, elegir entre papá o mamá para que uno de los dos pueda entrar en casa para ver a su nieto, dificultar la unidad de mercado restringiendo el abastecimiento de bienes y la prestación física de servicios, con la subsiguiente repercusión en los diferentes precios del mismo producto según lo compres en Zumaya o en Benamejí, negarle a un anciano enfermo que agoniza en el hospital de su ciudad la despedida de su familia allende los Montes de Toledo, fomentar el patrioterismo barato en su territorio, conseguir que reine el caos en todo el espacio nacional, lograr que todo dios odie a los madrileños como si fueran marines invasores de Panamá y, eso sí, mejorar las cuentas bancarias de los profesionales de la psiquiatría. En fin, todo muy divertido excepto la producción imparable de muertos o infectados por el virus.

¿Existe la ley del progreso lineal?

Cuando Roma liquidó la monarquía y expulsó a sus reyes (509 a.C.), el poder ejecutivo recayó, por el tiempo de un año, en dos magistrados elegidos por la asamblea popular. Como ejercían el cargo de manera colegiada, recibieron el nombre de cónsules ("los que caminan juntos"). Las decisiones de los cónsules debían ser refrendadas por el Senado y no podían vulnerar el ordenamiento jurídico.

Poco tiempo después, en el año 501 a.C., se produjo un cambio revolucionario en las instituciones republicanas. Fue un tránsito pacífico de la ley a la ley, como decía don Torcuato. Hasta el año 501 anterior a la Era Común, el Consulado había gobernado eficazmente después de las turbulencias políticas de la monarquía. Los cónsules ejercían sus funciones sin sobresaltos, en gran medida por la situación prolongada de relativa tranquilidad pública. No obstante, en los últimos tiempos la lucha a muerte entre las distintas facciones políticas, los movimientos sediciosos de la plebe, la invasión de enemigos externos o las epidemias de peste, entre otras circunstancias imprevistas y excepcionales, desbordaron a los dos magistrados ordinarios. Se consumó entonces, debido a su incapacidad para afrontar satisfactoriamente las demandas que le exigían las situaciones extraordinarias, el descrédito de la institución consular.

En el año 501 a.C. nació la Dictadura. Por vez primera, los cónsules cedieron su poder colegiado a favor de un "magister populi" o "dictator". El dictador o "jefe del pueblo" ejercía el mando único sobre todas las magistraturas, aunque no las despojaba de sus facultades ordinarias mientras fueran compatibles con las decisiones del magistrado supremo. El procedimiento para su designación partía de un requerimiento a uno de los cónyuges por parte del Senado encomendándole la designación, dentro del orden social de los patricios, de un dictador. Los cónsules tenían que acordar la persona que iban a investir en el cargo. En su defecto, los candidatos de cada uno encaraban su futuro más próximo jugando "a pares o nones". En todo caso, el dictador no era omnipotente ni omnisciente. Zapatero, a tus zapatos. Al dictador se le encomendaba la resolución de un problema específico. Se ajustaba la "toga praetexta" con el cíngulo de la emergencia imperiosa que le había llevado, momentáneamente, a desempeñar la más alta magistratura de la República. Su poder no era ilimitado o arbitrario.

El mandato del dictador tenía una duración máxima de seis meses, el tiempo suficiente, según la legislación romana, para vencer los estragos causados por la emergencia, tanto en la ciudad como en el resto del territorio de la República. El "jefe del pueblo" no podía designar sucesor. Estos dos rasgos (tiempo y ausencia de herederos) distanciaban radicalmente al dictador de los reyes. La Dictadura era un paréntesis institucional, un muro de contención imprescindible para que la riada (la barbarie partidista, las epidemias o la guerra) no derribase el Derecho, la máxima expresión del genio de la República.

La malla de protección de los ciudadanos romanos duró varios siglos, pero a finales del siglo III a.C. los intereses de unos bastardos lograron perforar la red y el agujero inicial acabó pulverizando la institución. La Dictadura murió ahogada en una tempestad agitada por los supuestos defensores de los ciudadanos. La Dictadura había nacido por una demanda unánime del pueblo y, al final, fue acribillada por los disparos de la plebe. Adulada por una pandilla de demagogos y charlatanes sin escrúpulos, la plebe exigió la liquidación de la Dictadura al considerar su soberanía temporal como un agravio a la igualdad de los miembros del populacho. Entregada a sus emociones y desgarros intestinos, la República se acercaba al abismo. La Dictadura se fue apagando al compás de la degradación de todas las instituciones de la República. El tiro de gracia se lo dieron los tribunos de la plebe. Su "ius intercessionis" (derecho de veto) gripó la máquina del Estado.

Cui prodest?

La Covid-19 es un hecho gravísimo y extraordinario. No es un suceso de ciencia ficción, sino de la realidad. La "Autoridad competente" designada por la LO 4/1981 para hacer frente a la pandemia es una categoría política hermana del dictador republicano. Sin embargo, la "Autoridad competente" se ha suicidado al convertirse, de forma voluntaria, en tribuno de la plebe, su enemigo acérrimo. El travestismo del antiguo dictador, con la delegación plurinominal de sus poderes, es una irresponsabilidad causante de miles de muertos y también de estragos ajenos a la salud de la comunidad nacional.

Naturalmente, el ganador es el samurái postizo, el dictador de pacotilla que se ha hecho el harakiri con un sable de goma espuma y sabor a menta-limón. España es una anomalía permanente. Al declarar el segundo estado de alarma (octubre de 2020), el Gobierno de Pedro Sánchez transfirió a los presidentes autonómicos unas responsabilidades indisponibles e indelegables. El 29 de octubre de 2020, el Pleno del Congreso de los Diputados acordó autorizar la prórroga (por seis meses) del estado de alarma solicitada por el Consejo de Ministros. Esta situación excepcional se mantendrá previsiblemente (si el uso de este adverbio de modo es compatible con la locura política actual) hasta el 9 de mayo de 2021. Aunque en sentido radicalmente inverso, no deja de resultar curioso que el período de la delegación gubernamental a los presidentes autonómicos para gestionar el estado extraordinario coincida exactamente con el mandato temporal del dictador romano.

Solo algunos místicos apartan de sí la erótica del poder y reservan una celda en La Cartuja. No me imagino a Sánchez viviendo en el desierto como Simón Estilita. Sin embargo, ¿qué razones tan poderosas han conducido a la autoridad competente a donar su manto de púrpura y delegar el ejercicio del cargo a favor de una pluralidad de terceros? Yo veo ciertos motivos para realizar la abdicación, ninguno de los cuales apela a la bondad del corazón del dimisionario:

1º.- En primer lugar, la cesión –aparte de ser temporal- no es irreversible. Lo mismo que el Estado puede recuperar los tributos cedidos a las comunidades autónomas si consigue una mayoría parlamentaria suficiente para modificar o derogar la Ley de cesión, también el Gobierno del Estado puede retrotraer a su favor las competencias delegadas en un estado de alarma. El Estado es el titular originario de la soberanía en ambos casos. El Gobierno mantiene la matriz de control.

2º.- En medio de una catástrofe humana que colapsa las instituciones sanitarias y destruye gran parte del tejido económico del país, la delegación de competencias significa endosar la responsabilidad política derivada de su gestión a los entes autonómicos. Si un policía de excepción se lava las manos podrá comparecer en los comicios posteriores como un niño inocente y perfumado con "Nenuco". Tomar decisiones comprometidas desgasta. El joven político Pedro Sánchez no desea ser un viejo prematuro. Sánchez quiere mantenerse, imitando a Dorian Gray, como un joven siempre guapo (que lo es), encarnando a un galán de películas B (de sangre y terror).

3º.- "Divide y vencerás". Dar un paso hacia atrás y dejar a los sedicentes protagonistas del estado de alarma al borde del foso de la orquesta, haciendo aspavientos y aullando como lobos feroces delante del espectador, es una tocata y fuga en toda regla del Gobierno de la nación. Enfrentar a las Comunidades y esfumarse por la puerta trasera neutraliza su responsabilidad por omisión: a veces, lo más inteligente es ocultarse embutido en las sábanas de un fantasma formalmente democrático.

4º.- Pedro Sánchez, fiel a su época, nació con la voluntad de minar tacita a tacita la Constitución. Quiere ser el pivote posmoderno del "Ancien Régime": "Rex legibus solutus". Pero sin que se note, que todo parezca un accidente. Pedro el camaleón. O, como dice su ex PI con resignación autonómica, Pedro es el puto amo.

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