Luz de cruce

"Modernizar" un cadáver: los sabios y el Impuesto sobre el Patrimonio

María Jesús Montero
María Jesús Montero
Europa Press

Hay obras de misericordia que solo están al alcance de tontos como yo. Enterrar a los muertos, sin ir más lejos (aunque me tira más la incineración). Sin embargo, otras acciones pías tienen el marchamo, exclusivo y selecto, de los sabios. ¿La principal de todas?: enseñar al que no sabe. Si los tontos como yo no somos bobos de solemnidad –no somos tontos de “salva sea la parte”- y prestamos atención en clase, algo se nos pegará de los sabios, seguro que sí. Con un poco de esfuerzo y dedicación, nos ganaremos la vida trabajando a comisión, que es el modus vivendi de los metafísicos de Montero. Por fin se nos abrirán los ojos para disfrutar de la verdad científica, y cuando lleguemos a la mayoría de edad intelectual compartiremos unas cañas con los profesores afines al socialismo más primitivo. ¡Qué gustazo y qué postureo, hacerse un “selfie” con los sabios fiscalistas de Dª Mª Jesús de los impuestos verdes y rojos!

¿Pero quién es el difunto al que pretendemos dar digna sepultura los individuos más necios de la especie humana? Le voy a llamar RIP (por lo “resobao” que está el Impuesto sobre el Patrimonio, al que ya no reconoce ni la joven madre que le parió en 1977). Ya hemos identificado el fiambre aunque todavía no podemos cavar la fosa que, tras 45 años de vida enteca y enfermiza, será, a pesar de los monosabios, su última morada. ¡Todos descansaríamos en paz! Sin embargo, los expertos en chapa y pintura de doña Mª Jesús se han puesto furiosos y dicen que es un tributo inmortal (si se le pone una manita de “modernidad”). Sostienen los sabios que el RIP es una gabela progresista y redistributiva, una eucaristía laica que es el “bollicao” de los pobres.

¿Qué proponen los sabios novatores? Simplemente, corregir el desaliño indumentario del Impuesto:

1.- Subir el mínimo exento de 700.000 euros a un millón. De tal forma que el Impuesto sobre el Patrimonio “castigue” a los ricos. ¡Che, qué boludo puede llegar a ser un sabio! Hasta los menos aficionados a los números saben que la riqueza comparativa entre un oficinista de Chamartín de la Rosa y un millonario de Nantucket está muy lejos de la horquilla de 300.000 euros.

2.- Modificar la tarifa. El tipo de gravamen mínimo (actualmente el 0,2%) se elevaría hasta el 0,5%). Mientras que el tipo máximo estatal (hoy el 3,5%) descendería hasta el 1%.

3.- Revisar al alza el límite máximo conjunto de tributación por el IRPF-IP. Corrigiendo la bobada de la elevación infantil del mínimo exento (punto 1), esta medida sí supondría gravar de forma efectiva los grandes patrimonios (aunque por la vía indirecta del IRPF).Si no fuera porque las grandes fortunas son como los billetes de 500 euros. Nadie ignora que existen, pero, como los ángeles de la guarda, pocos los han visto.

4.- Uniformar el tributo mediante la aprobación de un tipo mínimo de gravamen efectivo (también aplicable al Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones). Así se bloquearía el “margen de maniobra” de algunas comunidades díscolas. Es una “norma de autor” contra una chulapona que le está amargando la vida al Gobierno de Pedro Sánchez y a sus compañeros de aventuras. ¡Viva la neutralidad técnica de los expertos! Todo en nombre de la “armonización” y contra el autogobierno de algunas comunidades autónomas.

Hasta aquí la versión del sabio. Ahora es el turno del chimpancé.

El Impuesto sobre el Patrimonio nació en 1977 con vocación provisional y naturaleza extraordinaria. Su finalidad era exclusivamente censal y solo aspiraba a controlar la veracidad de las declaraciones del IRPF (Ley 50/1977). Resultó un fracaso absoluto porque la Administración no disponía de las herramientas necesarias para que el Impuesto cumpliera la voluntad del legislador. Sin embargo, como allegaba recursos a la Hacienda Pública por la puerta de servicio, se mantuvo en vigor a lo largo de (casi) quince largos años.

En 1991 el Impuesto perdió su carácter transitorio y excepcional. Además, se quitó la careta y reconoció que su único objetivo era dar una vuelta de tuerca más a su intención de exprimir la capacidad económica del contribuyente y aportar recursos adicionales al Tesoro. Algo completamente legítimo si no hubiera sido por una gran ingenuidad legislativa: la economía global había mutado hasta hacer irreconocible el capitalismo industrial de los años 70. Los Estados tenían que adaptarse a la nueva situación y optar por economías de oferta si no querían perder inversiones financieras y empresariales.

Tras sucesivas reformas (1993 y 2000), el Impuesto llegó a su máxima cota de irracionalidad y el Estado (Ley 4/2008) procedió a su voladura controlada. Suprimió su gravamen con carácter, en principio, definitivo. No obstante –“sorpresas te da la vida”-, el “crash” del sistema financiero (2008-2012) llevó al Gobierno de ZP a resucitar el gravamen a finales de 2011 (en principio solo por dos años, aunque todavía sigue dando la lata como las anguilas en el fregadero, que nunca estiran la pata). Otro exceso de voluntarismo de Zapatero, que, al parecer, ya es una enfermedad crónica y contagiosa.

Como buen discípulo de Catón el Viejo, yo exhorto al Senado a no seguir durmiendo entre las sábanas tibias de la molicie y a despertar de su indolencia profesional. Animo a los prebostes con alguna responsabilidad fiscal a cortar el mal desde su raíz: “delenda est tributum patrimonii” (el Impuesto sobre el Patrimonio debe ser aniquilado). El Impuesto es un desecho tóxico que, más temprano que tarde, acabará en un punto limpio del BOE porque:

1.- Solo lo pagan las clases medias. Los titulares de grandes patrimonios lo evaden constituyendo sofisticadas estructuras jurídicas. Además, su potencia de fuego recaudatoria (global) es mínima en comparación con los dos grandes impuestos que sostienen mal que bien a la Hacienda Pública (IRPF + IVA). Lo que no impide que, año tras año, muchos contribuyentes sean aporreados o absueltos según los colores de la bandera de la comunidad en la que tengan su residencia.

2.- Penaliza el ahorro y la inversión productivos, mientras estimula el consumo. La falta de neutralidad del Impuesto, respecto a la motivación racional de las decisiones de los agentes económicos, distorsiona el funcionamiento de los mercados y comporta efectos negativos para la economía española (no contribuye, por ejemplo, a una asignación eficiente de los recursos disponibles).

3.- Cancela las inversiones extranjeras en nuestro país (los no residentes pagan el Impuesto, respecto a los bienes situados en España, por obligación real).

4.- Abre la puerta a la fuga de capitales atraídos por entornos geográficos más “amistosos”. Solo tres países europeos de la OCDE, entre ellos España, tienen un tributo que grava la riqueza de acuerdo con las reglas de nuestro Impuesto sobre el Patrimonio. Noruega y Suiza completan el triángulo (más o menos equilátero). La cuarta pata de la mesa es Francia, aunque en versión “low cost”. Después de la reforma de Macron (2018), el impuesto solo grava el patrimonio inmobiliario que supere, en su conjunto, el valor de 1,3 millones de euros.

Hace cincuenta años, el terreno económico occidental estaba abonado para el cultivo de los impuestos patrimoniales. Crecían más que las damas nocturnas de Sodoma y Gomorra. En la actualidad, sin embargo, son más raros que los tréboles de cuatro hojas. Cito por el orden cronológico de la desaparición del Impuesto que tanto gusta a los sabios sadomasoquistas: Dinamarca (1995); Alemania (1997); Finlandia (2006); Luxemburgo (2006) y Suecia (2006). Como se ve, el Impuesto sobre el Patrimonio muere en los países gobernados por la ultraderecha. Seguro que sí, como también es seguro que la permanencia del Impuesto nos resta muchos puntos en la disputa cruel entablada por las economías nacionales por aprobar la asignatura de la “ventaja competitiva”.

5.- Aunque no existe una regla universal, es mayoritario el caso de que gran parte de los activos gravados por el Impuesto sobre el Patrimonio han sido adquiridos por el esfuerzo personal de sus titulares. Bien diferente es el patrimonio adquirido a título gratuito por herencia, legado o donación. No se puede otorgar el mismo trato a hechos diferentes. El esfuerzo laboral o profesional merece un respeto tributario muy superior a las cesiones familiares de bienes, lo sean por actos inter-vivos o mortis causa.

6.- Voy a dejar de lado el odioso fenómeno de la doble imposición, porque no es el caso. Pero no puedo olvidar el fenómeno de la “periodicidad” tributaria, que en algunas ocasiones resulta una broma pesada.

Hay impuestos periódicos, tributos no instantáneos que pagamos todos los años. Como el Impuesto sobre la Renta. Pero la repetición es ficticia, ya que a pesar de que el hecho imponible sea idéntico (la obtención de rentas del trabajo, por ejemplo), sin embargo la base (la cuantía de las rentas) siempre será un elemento nuevo y distinto. No nos bañamos dos veces en el mismo río. Como las aguas fluviales, también los rendimientos que devengamos en periodos sucesivos en el tiempo constituyen un factor dinámico.

Hay impuestos periódicos que los dueños de bienes inmuebles pagan todos los años. Como el IBI. Es un gravamen necesario porque los servicios municipales (limpieza, mantenimiento del espacio urbano, policía…) son prestaciones fungibles y dinámicas. Es justo que los vecinos sufraguen los gastos que los ayuntamientos realizan todos los años a su favor.

Hay impuestos periódicos que se pagan todos los años porque así lo dicta la autoridad competente, que obedece los instintos de sus glándulas más nobles. Como el Impuesto sobre el Patrimonio. ¡Ay, las glándulas de la ministra Montero…!

Termino. Dª Mª Jesús y sus amigos obedecen la estrategia de Franco sobre Gibraltar: “Ya caerá la fruta cuando esté madura”. Mientras tanto, que siga prendida del árbol. Franco era un zorro taimado que detestaba meterse en huertos espinosos. Dª María Jesús y sus amigos son menos realistas que el dictador. El Impuesto sobre el Patrimonio no es una manzana verde. Es una manzana podrida.

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