Luz de cruce 

La oportunidad de la Memoria Histórica: a 90 años de la 'Sanjurjada' 

Sanjurjo
La oportunidad de la Memoria Histórica: a 90 años de la 'Sanjurjada'. 
Wikipedia

El primer intento para subvertir la legalidad –y la legitimidad- de la II República española se produjo el 10 de agosto de 1932. Los autores de la conspiración (en su inmensa mayoría, monárquicos) formaban un grupo desvertebrado de militares y civiles de ideología reaccionaria diseminados por toda la geografía nacional y encabezados por el general Barrera. Los sublevados pretendían abortar de manera violenta el proyecto de reforma agraria, así como el relativo al Estatuto de Cataluña, ambos en trámite parlamentario en aquel momento. Sin embargo, la acción criminal del general Sanjurjo y sus compañeros de esta intransigente aventura, lejos de provocar que ambas leyes descarrilaran antes de llegar a su estación término, consiguieron un resultado bien distinto. La “Sanjurjada” fue la primera chispa del incendio sectario de ida y vuelta que acabaría convirtiendo a la República en un monte negro de cenizas.

La “Sanjurjada” solo triunfó, momentáneamente, en la ciudad de Sevilla, bajo la dirección del propio general Sanjurjo. Todos los implicados en el alzamiento frustrado –el general González Carrasco, el marqués de las Marismas del Guadalquivir, el mismo Sanjurjo- murieron (muy pocos) en los combates callejeros, se dieron a la fuga o fueron detenidos. El general Sanjurjo fue condenado a muerte en un juicio sumarísimo celebrado pocos días después de la intentona –el 24 de agosto-, si bien el presidente de la República Alcalá-Zamora le conmutó la pena capital por la de prisión perpetua. El marqués del Rif fue conducido a la cárcel de El Dueso. Los demás golpistas fueron juzgados en una vista que se prolongó desde el 19 de junio al 15 de julio de 1933. Condenados a diversas penas de prisión, todos fueron amnistiados en abril de 1934.

La respuesta gubernamental fue contundente. Las actividades del Partido Nacionalista Español, así como las de las JONS quedaron suspendidas. Se clausuraron 114 diarios, entre ellos ABC, El Debate, Informaciones y La Nación. 5.000 personas fueron detenidas. 145 aristócratas fueron deportados a Villa Cisneros, en el Sáhara Occidental. El 11 de agosto se aprobó, con carácter urgente, una ley que autorizaba al Gobierno a separar del servicio activo a todos los funcionarios civiles y militares que “realicen o hayan realizado actos de hostilidad o menosprecio contra la República”. En virtud de la misma fueron suspendidos en sus funciones 46 diplomáticos y más de cien magistrados, jueces y fiscales. Y más de trescientos mandos militares fueron relevados de sus cargos. Las sanciones, judiciales o administrativas, trascendieron el estatuto jurídico de las personas. También afectaron a su patrimonio, como enseguida veremos. En cualquier caso y violando el principio de división de poderes, para el establecimiento de todas las sanciones (personales o patrimoniales) impuestas a los sublevados y sus hipotéticos cómplices no resultó necesaria una condena judicial. El derecho fundamental a la presunción de inocencia no fue nunca –a pesar de los esfuerzos del gran Jiménez de Asúa- un valor republicano. Lo más fetén era impugnar las normas jurídicas con anteojeras inversas al “legalismo reaccionario”. Y, por supuesto, dejar las libertades civiles y las haciendas de las personas en manos del ministro de la Gobernación.

Con anterioridad a la intentona golpista -el 9 de diciembre de 1931- se había aprobado la Constitución. Su artículo 44, párrafo segundo, decía lo siguiente: “La propiedad de toda clase de bienes podrá ser objeto de expropiación forzosa por causa de utilidad social mediante adecuada indemnización, a menos que disponga otra cosa una ley aprobada con los votos de la mayoría absoluta de las Cortes”.

La disposición anterior fue el pretexto utilizado por la mayoría republicana-socialista para despojar, gratis et amore (para la izquierda, naturalmente) a la aristocracia española. La Ley de 24 de agosto de 1932 (justo dos semanas después de la “Sanjurjada”) estableció la expropiación, sin justiprecio, de las tierras de los nobles pertenecientes a la Grandeza de España. El título de la norma era “Ley de expropiación de fincas rústicas de los complicados en la intentona golpista de 1932”. El adjetivo “complicados” era un eufemismo anfibológico para castigar, sin necesidad de utilizar el factor ineludible de la responsabilidad individual, a una clase social sin el pedigrí necesario para ser incluida en la República: la nobleza. O lo que es lo mismo: se aprobó un régimen sancionador de naturaleza objetiva, colectiva y con eficacia retroactiva. Por si lo anterior no bastara, la Ley del 24 de agosto invirtió la carga de la prueba. Introdujo una presunción iuris tantum: cualquier miembro de la nobleza era un golpista por definición, un enemigo de la República, mientras no demostrara lo contrario. La prueba diabólica o la necesidad imperiosa de acreditar un hecho negativo. ¡Una forma estupenda de hacer amigos! Menos mal que estaban disponibles Constancia de la Mora y su benemérito esposo Ignacio Hidalgo de Cisneros, jefe de la aviación republicana. Pero una golondrina no hace primavera.

El 9 de septiembre de 1932, tras la aprobación de la Ley de Reforma Agraria (muy bien estudiada por el profesor Gómez Orfanel), la Ley del 24 de agosto se integró en la misma (Base 5ª). Con estas palabras: “…en las expropiaciones de bienes de la extinguida Grandeza, el Consejo de Ministros […] podrá acordar las excepciones [a las confiscaciones de tierras sin justiprecio] que estime oportunas como reconocimiento de servicios concretos prestados a la Nación”.

Pero -¡Jesús, Jesús, Jesús…!-, la Base 5ª mezclaba peras y manzanas, y confundía la velocidad con el tocino. Porque, desde una irrenunciable perspectiva sistemática, ¿qué tiene que ver una reforma de la estructura jurídica de la propiedad con un régimen de represalias políticas?

Todos los participantes en la “Sanjurjada” fueron amnistiados (25 de abril de 1934) cuando el Partido Radical y las derechas asociadas al nuevo proyecto “lerrouxista” (antes vinculado al PSOE y a la izquierda republicana) dirigía el gabinete después de las elecciones de noviembre del año anterior, incluso contra la opinión del presidente Alcalá-Zamora. Y no solo eso. Los oficiales condenados en 1933 fueron repuestos en el mando, con abono de la paga correspondiente a los meses que habían estado en prisión. También los aristócratas a los que el Gobierno anterior había expropiado sus tierras las recuperaron (Ley de 1 de agosto de 1935), con expulsión de los jornaleros y colonos que las habían ocupado por el mandato de la reforma agraria.

Tras la caída del Gobierno Samper el 1 de octubre de 1934 y la elección poco después de Alejandro Lerroux como jefe del gabinete, entraron en el mismo tres miembros de la CEDA (como consecuencia de las huelgas salvajes de la UGT y la CNT del verano anterior), lo que no dejó indiferente a la fuerzas de la izquierda. El movimiento revolucionario, largamente preparado, estalló en Barcelona, Madrid y las cuencas mineras de Asturias. El 5 de octubre y desde un balcón del palacio de la Generalitat, Companys proclamó “la independencia del Estado Catalán dentro de la República Federal española”. Sin embargo, en menos de 24 horas el comandante de la guarnición de Barcelona, el general Batet, abortó la intentona “separatista” y metió entre rejas a Companys. Companys acabaría siendo condenado a treinta años de prisión por el Tribunal de Garantías Constitucionales (creado en 1933).

Mientras tanto, la huelga revolucionaria de la UGT en Asturias, iniciada el propio 5 de octubre en Sama de Langreo y organizada para extenderse por toda la geografía nacional, intentaba rendir por las armas la ciudad de Oviedo. El alzamiento socialista en Madrid resultó un fracaso absoluto. La insurrección armada en Asturias, que duró hasta el 17 del mismo mes, causó 1.500 muertos y 7.000 heridos, la mayoría de ellos trabajadores.

La represión fue implacable. Millares de detenidos y presos, muchos de ellos asesinados antes de llegar a los cuarteles de la Guardia Civil. “Sacas” masivas de fusilados sin juicio. Torturas innumerables organizadas por el “famoso” jefe de policía Doval. 40.000 prisioneros (la mayoría inocentes) hacinados en las cárceles de media España. Veinte condenados a muerte (marzo de 1935) por la justicia militar (entre ellos el diputado socialista por Oviedo González Peña), aunque las penas fueron conmutadas por el presidente de la República.

Tras las elecciones de febrero de 1936, el Gobierno del Frente Popular envió a la Diputación Permanente del Congreso de los Diputados su primera iniciativa: un proyecto de amnistía favorable a los condenados por los sucesos de octubre de 1934, que fue aprobado el 21 de febrero de 1936. Por otra parte, derogó la “contrarreforma agraria” de 1935, aceptando las reivindicaciones de los jornaleros del campo no atendidas en 1932. Por cierto: el término “contrarreforma agraria” ha sido puesto en entredicho en el último –y magnífico- ensayo del gran historiador José Álvarez Junco (“Qué hacer con un pasado sucio”).

Todos sabemos lo que pasó después. Una guerra de los hunos contra los hotros…Y, después, la dictadura, obscena, larga y cruel, del general Franco.

¿Quién empezó todo? En mi humilde opinión, “los héroes [sic] del 10 de agosto”. Pero, en el fondo y noventa años después de la “Sanjurjada”, ¿qué más da? ¿No es problemático, a la vista redonda de un siglo, elaborar y aprobar una ley de memoria democrática que no sea sectaria para los distintos intereses en juego en la España de 2022? La II República –un régimen sin republicanos, según don Miguel de Unamuno- tuvo muy poco de democrática y, mucho menos, de liberal. ¿Qué nos aporta su recuerdo “interesado” a los españoles de hoy? Yo le pediría al Gobierno menos samba e mais traballar.

La Historia ha sido siempre en España una disciplina “esencialista”, incluida la practicada por don Ramón Menéndez Pidal, don Claudio Sánchez Albornoz y don Américo Castro. Hoy, sin embargo, podemos disfrutar con delectación los trabajos objetivos de Enrique Moradiellos (“Historia mínima de la Guerra Civil española”).

El esencialismo histórico desapareció en nuestro país en la década de 1950. Gracias a los todavía jóvenes Francisco Ayala, José Antonio Maravall o Jaume Vicens Vives. El esencialismo maniqueo y memorioso de esos ilustres ignorantes que son José Luis Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez es una mercancía averiada que solo pueden y deben comprar sus amigos políticos. Los ciudadanos sensatos ya tenemos a Enrique Moradiellos, Isabel Burdiel, Javier Moreno Luzón o el ya citado José Álvarez Junco. Don Pedro: ¡Iguálamelos!

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