OPINION

¿Quién teme a la 'plusvalía municipal'?

Solar
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EFE

Pocos tributos habrán salido de la pila bautismal con un nombre tan largo y anodino como el de “Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana”. ¡Qué ciempiés tan abominable! No es extraño que el pueblo soberano utilizara el idioma de la calle para designar ese tributo con una pareja de vocablos más eufónica y descriptiva: la “plusvalía municipal” (PM).

La Ley que regula las Haciendas Locales (LHL) dice –artículo 104- que la PM “…es un tributo que grava el incremento de valor que experimenten [los] terrenos y se ponga de manifiesto a consecuencia de la transmisión de [su] propiedad… por cualquier título…”. La “plusvalía” es el aumento del valor del terreno producido durante el tiempo de permanencia del mismo en el patrimonio del contribuyente. Sin embargo, ese incremento no lo determina el mercado inmobiliario, simplemente es el resultado de un cálculo legal que utiliza dos variables fundamentales: el tiempo de permanencia del solar (hasta un máximo de veinte años) en manos del sujeto pasivo y su valor catastral. La “plusvalía” es la culminación de un proceso administrativo objetivo y artificial, una máquina de fabricar boinas sin pasar antes la cinta métrica alrededor de la cabeza del destinatario final de la prenda. Y, por supuesto, la cuota a ingresar en la que desagua dicho proceso es completamente ajena al principio constitucional de capacidad económica (artículo 31.1 CE).

Los contribuyentes aceptaron sin inmutarse todas las anomalías de la PM hasta el estallido de la burbuja inmobiliaria y la aparición en el horizonte de la Gran Recesión. Durante doce largos años (1995-2007) los precios de los inmuebles no hicieron más que subir. Tanto que los jeques levantinos de una gran empresa de la construcción se plantearon, con la misma seriedad impostada de un ayatolá que se desprende del pijama para sermonear a sus fieles (accionistas en nuestro caso), la compra de uno de los primeros bancos del país. España era un parque jurásico inmobiliario pero nadie veía los dinosaurios que se elevaban entre los andamios. Tampoco nadie pensó en aquellos tiempos de leche y miel que el Golem había salido de su domicilio de la judería de Praga para venirse a vivir con nosotros, en Madrid, San Sebastián o cualquier agro-urbanización de Andalucía, donde se construían más de la mitad de las viviendas europeas. En medio de los escombros de la reconversión industrial florecía en esa época la nueva y monstruosa España de los faraones del ladrillo, el cemento y la piscina comunitaria.

Los transmitentes de solares pagaban las cuotas de la PM sin rechistar. La “plusvalía” era un gaje del oficio, un granito de arena sumergido bajo la bonanza de un mar de albricias en el que navegaban los especuladores inmobiliarios, que éramos todos porque a nadie le amarga un dulce.

Pero -¡ay- el mercado empezó a hundirse a finales de 2007-comienzos de 2008, y su caída no la paró nadie porque tuvo como inseparables compañeros de viaje a un repunte fantástico de la morosidad bancaria, la sequía pertinaz del crédito, la desaparición de muchas empresas y el alistamiento forzoso de miles de reclutas en el ejército del desempleo. Los ingenuos profetas del fin de la Historia (y también de los ciclos económicos) se despertaron de la siesta al oír los mugidos de la primera vacada con las costillas al aire. “Game over”. Consumida la harina, la mohína de todos convirtió en enemigos a los hermanos de buena leche. Había comenzado la guerra de los ayuntamientos con los vecinos. Los primeros querían seguir ordeñando mirra y oro de unas ubres exhaustas. Los segundos, naturalmente, estaban hartos de que los concejales de Hacienda les tocaran las domingas. Y los precios inmobiliarios bajaban y bajaban, sin freno y con la marcha atrás rota por falta de uso.

Al compás de los silbidos que dejaba la explosión de la burbuja, empezaron a sentirse también el humo y las chispas que salían de los juzgados y tribunales del orden contencioso-administrativo. Todos sabíamos que más pronto o más tarde la legalidad de la PM se dirimiría definitivamente en la sala de plenos del Tribunal Constitucional (TC). Es lo que pareció suceder en 2017, con cuatro sentencias. Obedeciendo el mandato de la cronología, diré que la primera anuló la PM en el Territorio Histórico de Guipúzcoa. Después correrían la misma suerte Álava y la Comunidad Foral de Navarra. La ola del TC no dejó intacta ninguna aldea bretona en nuestro país. Mediante Sentencia dictada el 11 de mayo de 2017 (STC 59/2017), el máximo intérprete de la Constitución “pulió” la PM establecida por el legislador común (las Cortes Generales), declarando parcialmente inconstitucionales y nulos los artículos 107.1 y 107.2 A) LHL (que regulan la base imponible). Asimismo, la STC 59/2017 declaró la nulidad total del artículo 110.4 de dicha Ley (que impedía la prueba de un valor distinto del que arroja el proceso de cálculo artificial que he mencionado antes).

Pero la intervención del TC no trajo la solución firme y pacífica que necesitábamos para resolver los numerosos problemas alojados en la “plusvalía” y creó más dificultades de las que ya existían antes del fallo (en los dos sentidos más habituales de la palabra “fallo”). La STC 59/2017 fue solo el primer tam-tam de una guerra más feroz que las escaramuzas previas mantenidas por las entidades locales y sus pecheros.

En mayo de 2017, el TC dispuso de una oportunidad dorada para testar la conformidad o no del sistema legal de la PM respecto al principio constitucional de capacidad económica, que es la piedra angular que habilita la decisión sobre la adaptación de cualquier tributo a las exigencias de la justicia y la equidad. Pero el TC, atado por su doctrina tradicional sobre la justicia tributaria (que merece un resumen monográfico), desperdició la ocasión. Tomando la parte por el todo, los supuestos doce hombres y mujeres sin piedad que integran el TC se arrodillaron ante el altar de los intereses creados (los intereses municipales y también los del Estado como bombero de urgencia de las corporaciones en apuros). El TC se conformó con eliminar la grosería más exótica de la regulación de la PM, sin desviar a una fosa séptica las aguas sucias del Impuesto. Únicamente canceló la puerta de entrada al tributo de las minusvalías o pérdidas de valor en la transmisión del suelo.

Como, además, el procedimiento para determinar la base y la cuota de la “plusvalía” es monopolio del poder legislativo –y todos conocemos la anemia que padece el legislador ordinario desde diciembre de 2015-, a nadie le extrañará que, casi tres años después de los primeros pronunciamientos del TC sobre la PM, continuemos sin saber, excepto en los territorios forales, los derechos y obligaciones de los individuos que enajenan un solar. Es un agravio descomunal al derecho de los ciudadanos a la seguridad jurídica (artículo 9 CE). Sea lo que sea, el horror al vacío no está inscrito a nombre exclusivo del arte bizantino en el registro de patentes. Eso sí, las arcas públicas nunca están vacías en España. Ya se encargan las politizadas instituciones nacionales de que los ciudadanos, a los que tratan como peleles, depositen en ellas su óbolo.

Que la respuesta dada por el TC en el año 2017 a la más que probable inconstitucionalidad de la regulación en bloque de la PM (limitando su análisis solo a la producción de minusvalías) era insuficiente, lo ha confirmado el propio TC en su nota informativa nº 123/2019, fechada el 31 de octubre. En dicha comunicación, el TC anunció que tampoco se ajustan a los principios constitucionales de capacidad económica y no confiscatoriedad las cuotas de la PM cuyo importe supere el incremento realmente obtenido por el ciudadano. La Sentencia del 31 de octubre ya se conoce y de esta resolución hablaremos “mañana”. Pero si el mismo TC considera “normal” una segunda, tercera o cuarta lectura de la LHL, la razón instrumental colapsa: ¿por qué al Tribunal se le escabulló entre sus togas ese “segundo gazapo” en mayo de 2017?; ¿dónde está escrito que el TC pueda chutar todos los penaltis que le apetezca?

Seguro que el TC conoce sobradamente las ventajas de las economías de escala. Seguro que sus magistrados se saben al dedillo la Ley Orgánica que establece la estructura del Tribunal y regula sus funciones. Seguro que pueden recitar de memoria su artículo 39.1: “Cuando la sentencia declare la inconstitucionalidad, declarará igualmente la nulidad de los preceptos impugnados, así como, en su caso, la de aquellos otros de la misma Ley, disposición o acto con fuerza de ley a los que deba extenderse por conexión o consecuencia”. Pero lo cierto es que los miembros del TC -humildes que son- prefieren pasar de contrabando y a hurtadillas su competencia profesional (de ahí su “pasotismo” al redactar la STC 59/2017) a las páginas del BOE. A los togados constitucionalistas les gusta que su salón de plenos se camufle en una carnicería que despacha lechones y jamón ibérico por cuartillos, tajadas o taquitos. Como dice el sabio Simeone, “hay que ir partido a partido”. Hasta que los espectadores canten “goal”, hay que disparar todas las pelotas que sea necesarias, como veremos enseguida.

Sin embargo, yo creo que la intoxicación que enerva el criterio del TC sobre la PM se debe a que algún dios oculto le está haciendo vudú. No se explica de otra forma el sabor a “empanada mental” que desprenden sus ´decisiones más recientes. Vean, si no, la Sentencia 107/2019, de 30 de septiembre, de su Sala Segunda, que propicia la devolución de una cuota de la “plusvalía municipal” ingresada antes de la publicación de la STC 59/2017. Dicha resolución es una combinación enfermiza de voluntarismo jurídico, arbitrariedad y mala conciencia. Hay que evitar urgentemente que el TC se administre, por unanimidad de sus miembros, el 'harakiri' más absurdo de la historia jurídica española; con el permiso, naturalmente, de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, muerta en combate en su lucha contra otro impuesto (el de Actos Jurídicos Documentados, que grava los préstamos hipotecarios).

En la expresada Sentencia 107/2019, el TC estima un recurso de amparo y posibilita la devolución de una cuota de la PM ingresada en 2015, derivada de la transmisión de un solar (la operación arrojó una pérdida de valor). El artículo 41 de la LOTC (siguiendo la estela del artículo 53.2 CE) declara no susceptibles de amparo los recursos dirigidos contra la vulneración del principio de capacidad económica del artículo 31 CE (el amparo sólo puede reparar la infracción de los derechos fundamentales, relacionados en los artículos 14-19 CE). Pero la Sala Segunda del TC, ungida por el óleo de la omnipotencia divina, se desata de dicha prohibición constitucional y, obedeciendo un mandato secreto del Sinaí, escribe su sentencia de forma moralmente recta aunque sus líneas están jurídicamente torcidas.

Para que fructificara su éxtasis mesiánico, el TC ha tirado del artículo 24.1 CE (derecho a la valoración judicial de la prueba) y le ha propinado una bofetada al Ayuntamiento exactor (Torrelodones), otra al órgano judicial competente (el juzgado contencioso núm. 33 de Madrid), y ha destinado el último y más doloroso guantazo a burlarse del sursuncorda constitucional.

La STC 107/2019 le da garrote vil al Derecho, en general, y al Código Civil, en particular (artículo 2, relativo a la vigencia y derogación de las leyes). El TC entierra un cadáver jurídico (el artículo 110.4 LHL, un dispositivo anticonceptivo de cualquier prueba habilitante de una hipotética minusvalía) que, en el momento del devengo de la PM en este caso concreto, estaba pletórico de vida (solo fue expulsado del ordenamiento en el año 2017, al publicarse oficialmente la STC 59/2017). Interrogación final: ¿debe el TC repasar el abecedario jurídico? Rotundamente no, en mi opinión. Pero está obligado a dejar el esoterismo para mejor ocasión, quizás cuando llegue el baile de disfraces del Carnaval.

De un libro de entrevistas de Fernando Palmero (Ed. Confluencias, 2018):

Araceli Mangas (Catedrática de Derecho Internacional Público): “Actualmente, no creo que haya más de tres o cuatro excelentes juristas en el Tribunal Constitucional”.

Enrique Gimbernat (Catedrático emérito de Derecho Penal): “…la calidad de los miembros del Tribunal Constitucional ha bajado de forma espectacular [….] Ahora se elige a catedráticos que están en el puesto 40 o en el 50 dentro del escalafón, desconocidos que únicamente tienen como mérito estar próximos a los partidos políticos”.

¿Gafados o mediocres?

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