Luz de cruce 

Separatismo de baja intensidad: el precio del alquiler en Cataluña

Vista del skyline de Barcelona desde el Parque Güell
Separatismo de baja intensidad: el precio del alquiler en Cataluña. 
David Oller Bonilla / CONTACTO vía Europa Press

El Estado es el titular exclusivo de las competencias relativas a las obligaciones contractuales (artículo 149.1.8. CE). Esta asignación de poder en régimen de monopolio no fue un capricho del constituyente. Solo el Estado (STC 132/2019) es capaz de garantizar la autonomía de la voluntad de los individuos y de hacerlo en condiciones de igualdad en todo el territorio nacional. Paralelamente, solo el Estado puede (y debe) intervenir de forma legítima en las disposiciones de los contratos privados cuando situaciones excepcionales así lo demanden en beneficio del interés general y de la economía en su conjunto.

Los últimos tres años, desde la aparición de la Covid-19 hasta la invasión militar de Ucrania, con sus secuelas de alta inflación generalizada y carestía de los precios de los suministros energéticos, han puesto en tensión los resortes públicos de cualquier nivel geográfico (estatales, autonómicos y municipales) para mitigar –a veces contra natura y siempre de manera heterodoxa y desordenada con un puntito caótico- los efectos devastadores de los “cisnes negros” que graznan sobre la economía de los individuos y las familias. Han sido tres años -¿cuántos nos quedan todavía?- de merma de las libertades individuales y de erosión de los negocios jurídicos entre particulares por la intervención de las leyes y las autoridades administrativas en los contratos, una materia que está dominada por el imperativo categórico “pacta sunt servanda”.

Miremos en el mapa el extremo noreste de la Península, donde azota la ultramontana. Cuando el maremoto de la pandemia alcanzaba su cresta, la Generalitat promulgó el Decreto-ley 34/2020, de 20 de octubre, por el que su intervención desbocada –de ordeno y mando- hizo acto de presencia en el mercado libre del arrendamiento de locales de negocio. Teóricamente, podría considerarse que la norma catalana era una reacción legítima a la declaración de suspensión o restricción de la mayoría de las actividades económicas por parte del Gobierno de la nación como corolario del primer estado de alarma. Pero enseguida comprobará el lector que fue otro delirio independentista, esta vez, como tantos otros desplantes y escaramuzas que van preparando el terreno hasta la derrota final, en do menor. Porque la única vocación que tiene el independentismo es su facilidad para el enredo, la farsa y las charadas sin pimentón. Lo que les gusta es molestar por molestar a sus vecinos. Echándoles paletadas, como buenos paletos, de sal gorda, como cierta alcaldesa antisemita.

El artículo 1 del Decreto (“Modificación de las condiciones del contrato”) faculta al arrendatario, en caso de que “la autoridad competente” hubiese adoptado la suspensión de la actividad desarrollada en el local o medidas de restricción del aprovechamiento material del inmueble, para requerir al arrendador “una modulación razonable y equitativa” de las condiciones del contrato. Prima la finalidad de restablecer el equilibrio de las prestaciones recíprocas (los ingresos empresariales bajan, las rentas del alquiler se mantienen constantes), alterado a favor de la parte arrendadora como consecuencia de las decisiones públicas adoptadas para garantizar la salud de los ciudadanos.

El artículo 2 (“Reglas aplicables ante la falta de acuerdo entre las partes”) envía al desván la reluctancia del dueño del inmueble a “modular” nada, se deja de pamplinas y desenvaina la porra de machacar cualquier atisbo de resistencia. Dice así: “En el caso de que las partes no lleguen a un acuerdo por medio de negociación o de mediación [¿por quién, por el capellán de

los hermanos maristas de la localidad?] en el plazo de un mes a contar desde el requerimiento previsto en el apartado 1, se aplicarán las siguientes reglas:

a) En caso de suspensión del desarrollo de la actividad, la renta y otras cantidades debidas deberán [sic] reducirse en un cincuenta por ciento respecto de las vigentes, mientras dure la medida de suspensión.

b) En caso de restricción parcial del aprovechamiento material del inmueble, la renta y otras cantidades debidas por la parte arrendataria deberán reducirse, mientras duren las medidas de restricción, en una proporción igual a la mitad de la pérdida de aprovechamiento del inmueble, medida objetivamente por la reducción de aforos o de horarios o por otras limitaciones impuestas por la norma”.

Así, así es cómo entienden los chicos de ERC et alii la “modulación razonable y equitativa” de las condiciones del contrato. Alentando a los arrendatarios a exigir una reducción de la renta superior al 50%, porque si el dueño no atiende su reclamación esperará sentado hasta que el juez competente diga que debe caer en sus manos la fruta madura. Y humillando a los propietarios a poner, aunque no vistan de luto, el cogote a la altura del cesto situado justo debajo de la guillotina.

¡Pero menos mal que nos queda el Constitucional (a pesar de sus sietes y de sus rotos). Porque la STC 150/2022 acaba de declarar la inconstitucionalidad y la nulidad radical de los preceptos que, literalmente, he reproducido. La Generalitat –dice el TC- no tiene competencias para imponer un cambio de regulación de los contratos de arrendamiento (ni de los de vivienda ni de los relativos a “usos distintos”). La Constitución dispone una reserva a favor del legislador estatal que excluye las intromisiones del legislador autonómico para condicionar o limitar la libertad de las partes. Su justificación es meridiana: una comunidad política civilizada exige un sistema común en todo el territorio nacional y no puede haber una economía libre y racional sin la existencia de la unidad de mercado. 

La Ley de Arrendamientos Urbanos (artículos 4.3 y 17.1) dispone la libertad de pactos en cuanto a la determinación de la renta. La preeminencia de la autonomía de la voluntad está consagrada por una fuente jurídica de naturaleza estatal: el artículo 1.255 del Código Civil. El “sistema dispositivo” (y no imperativo) que rige los contratos halla su más alta expresión en la “libertad individual” (artículo 1 CE) y la libertad de empresa (artículo 38 CE). El Estado tiene la competencia exclusiva para regular el acceso de los individuos a una vivienda digna (artículo 47 CE) y también para garantizar el citado principio de libertad de empresa.

Sin embargo, no debemos petrificar los acuerdos adoptados al ejercer la libertad individual. La vida es una suma de circunstancias. Supongamos que las partes de una relación contractual regulan las condiciones de un arrendamiento de inmuebles en un momento dado (contingencia X) y en otro momento (contingencia V) y durante la vigencia del negocio jurídico se produce un cambio fáctico sustancial ajeno a la voluntad de las partes. En casos como el referido en abstracto, no resulta antijurídico acomodar o adaptar las estipulaciones del contrato a los nuevos tiempos. El brocardo latino “rebus sic stantibus” (“estando así las cosas”) es un principio general del Derecho que avala los cambios necesarios. ¿Pero quién decide el futuro de la relación? Generalmente, las mismas partes –en una vuelta de tuerca más del principio de autonomía de la voluntad- o, en su defecto, los tribunales de justicia. Más rara es su positivación en un texto y, desde luego, vale lo mismo que el papel de colorines que envuelve una chocolatina si el dictador del cambio no exhibe título alguno válido para ordenar la vida de los demás con imposiciones extrañas a los contratantes.

Más arriba dije que el TC ha declarado la nulidad del artículo 2 del Decreto-ley 34/2020. Ese precepto, en buen Derecho, nunca ha existido. Luego, la sentencia del TC debería tener una eficacia temporal “ex tunc” (desde que la norma anulada entró en vigor, que en este caso fue el 22 de octubre de 2020). Esta consecuencia, que va de suyo, daría un título legítimo a los dueños de locales de negocio perjudicados por esa norma inconstitucional a solicitar los daños y perjuicios sufridos. Sin embargo, y aunque no está autorizado por su Ley Orgánica, el TC, una vez más, no ha querido meterse en líos y ha declarado incólumes las situaciones jurídicas consolidadas (FJ 5 de la sentencia). Nuevamente, el TC estimula las malas artes del peor legislador. Toda una provocación al ciudadano, que no puede tomarse demasiado en serio las resoluciones del tribunal que, teóricamente, garantiza sus derechos fundamentales. Las instancias supremas de la democracia española siguen bailando un tango, como si fuera un cornudo, con nuestro Estado de Derecho.

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