OPINION

Un estado de excepción camuflado

Sánchez y Macron no vencen al norte: habrá un fondo de rescate... sin cuantía ni plazo
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El Gobierno está legalmente habilitado para declarar el estado de alarma y su prórroga. En cualquier caso con la autorización del Congreso de los Diputados. La cobertura jurídica para adoptar esas decisiones se la da la Ley Orgánica 4/1981 (artículo cuarto, b). La causa invocada por el Gobierno para pedir al Congreso la autorización pertinente se acomoda como un guante a la Ley: la existencia de una crisis sanitaria calificada por la OMS como una pandemia.

En el Real Decreto, de 14 de marzo, que declara el estado de alarma, el Gobierno "limita" (a mi juicio, "suspende") temporalmente varios derechos fundamentales. El más afectado es la libertad de circulación de las personas (arts. 17 y 19 de la Constitución-CE). No voy a examinar ahora la bondad y la eficiencia de tales medidas. Lo que me interesa es otra cuestión: discernir si las mismas se ajustan o no a la regulación del estado de alarma. Porque el lector sabe que, aparte de este último, la Constitución (CE) menciona, y la citada Ley Orgánica 4/1981 regula, otros dos estados de emergencia: el estado de excepción y el estado de sitio. Es un sistema de compartimentos estancos (excepto los vasos comunicantes entre el estado de excepción y el de alarma que establece el artículo 28 de la LO 4/1981). Es decir, la vía empleada por el Gobierno –la declaración del estado de alarma- no le permite "picotear" en ninguno de los otros dos sistemas de emergencia establecidos por la CE.

El Real Decreto del Gobierno de 14 de marzo no respeta el artículo 11 de la Ley Orgánica. Los poderes del Gobierno sobrepasan ampliamente los asignados al Ejecutivo en los estados de alarma. La clave no son tanto las facultades del Gobierno consideradas en abstracto, sino "el grado" de intensidad de las mismas. La declaración del estado de alarma produce unos efectos que no deben traspasar la "limitación" o la "restricción" de las libertades básicas de los ciudadanos. Por el contrario, la potencia jurídica del estado de excepción permite al Gobierno la "suspensión" temporal de esas libertades. Voy a hablar de los sucesos jurídico-políticos extraordinarios que han impactado sobre la sociedad española durante un largo periodo. El transcurrido desde el pasado 14 de marzo hasta la actualidad.

La declaración del estado de excepción por la puerta de servicio

1.- El confinamiento masivo de la población (artículo 7 del Decreto) significa para la mayoría de los ciudadanos la "suspensión" de su derecho a la libertad deambulatoria (art. 17 CE). Solo puede hablarse de una "restricción" de la misma en el caso de los menores de 14 años, desde el 26 de abril. Los adultos que los acompañan son un simple instrumento necesario para el ejercicio de su derecho por los menores.

2.- Como consecuencia del confinamiento, el Gobierno ha "suspendido" el derecho de los ciudadanos a circular libremente por el territorio nacional (art. 19 CE). Este derecho solo puede ser suspendido por la declaración del estado de excepción o el de sitio (art. 55 CE).

3.- Por la misma razón, ya no son efectivos los derechos de reunión y manifestación (art. 21 CE). Lo saben por experiencia propia los sindicalistas de Vigo a los que la Subdelegación del Gobierno ha prohibido celebrar el 1 de mayo, a pesar de las cautelas sanitarias de la manifestación garantizadas por uno de los sindicatos de la ciudad más grande de Galicia.

4.- El Decreto que declara el estado de alarma, y los que dan cobertura a sus prórrogas, hacen inviable igualmente el ejercicio del derecho fundamental a la huelga (art.28 CE).

Todas las intervenciones citadas (que, por su propia naturaleza, entrañan la "suspensión" y no una simple "restricción" de varios derechos fundamentales), no pertenecen al ámbito jurídico del estado de alarma. Son medidas que la Ley Orgánica 4/1981 asocia a la declaración del estado de excepción. El tinglado de la vieja farsa asoma de nuevo sus patitas. El Gobierno, en mi opinión, estaba legalmente facultado para decretar el estado de excepción. ¿Por qué? Porque está "en peligro el normal funcionamiento de los servicios públicos esenciales para la comunidad" (art.13 LO 4/1981). Obviamente, ese peligro es una derivada de la emergencia sanitaria. Pero solo los leguleyos negarían la facultad para declarar el estado de excepción por esa vía "inducida" o "mediata". Si el Gobierno hubiera utilizado la fórmula del estado de excepción no habría vulnerado la Ley y habría establecido la concordancia necesaria entre la declaración de un estado de emergencia y sus efectos. Sin embargo, ha optado por una injustificable disonancia legal.

Seguro que Iván Redondo, el alter ego (intelectual) del Presidente, se conoce al dedillo 'El Príncipe', de Maquiavelo. Si podía hacerlo, ¿por qué el Gobierno no ha declarado el estado de excepción? A mi juicio, aunque sean simples conjeturas, por dos motivos. En primer lugar, por las resonancias franquistas que evoca el estado de excepción (seis declaraciones de dicho estado entre 1967 y 1975). El estado de excepción sugiere en "el insconsciente colectivo democrático" un tabú: la existencia previa de un Gobierno autoritario o totalitario. Sin embargo, la declaración del estado de alarma parece más 'suave' y ya tiene precedentes en la España democrática (en 2010, para meter en cintura a los controladores aéreos). Les propongo el siguiente ejercicio de imaginación: supongan que Sánchez menciona el sintagma "estado de excepción". Sus socios de Podemos (Pablo Iglesias el primero) verían al presidente con el bigotillo, la gorra de plato y las gafas negras del capitán general Francisco Franco. ¿Y desde el extremo opuesto del espectro político? ¿No oyen las risas a mandíbula batiente de Santiago Abascal y Pablo Casado? ¡Vade retro, Satanás! Con las cosas de comer no se juega.

En segundo lugar, la declaración del estado de alarma responde a una estrategia política (ladina y autoritaria) que deja fuera de combate al Parlamento. En un estado de alarma, el Gobierno solo tiene que pedir la autorización del Congreso de los Diputados y suministrarle, en su caso, la información que le requiera. Pero, en realidad, el poder parlamentario está atado de pies y manos. Es un convidado de piedra que no puede tocar una coma de la propuesta del Gobierno si, finalmente, concede su autorización. La autorización del estado de alarma y, en su caso, los debates posteriores a la recepción parlamentaria de la información solicitada al Gobierno son de naturaleza estrictamente política. Solo en las prórrogas del estado de alarma, el Congreso puede ejercer un protagonismo decisivo.

En el estado de excepción, por el contrario, el Gobierno no es el único jugador. Para empezar, cuando el Ejecutivo solicite la pertinente autorización del Congreso deberá acompañar una información pormenorizada de las medidas y efectos del Decreto y detallar las sanciones que se impondrán a los ciudadanos que no respeten el estado de excepción. No obstante, la diferencia trascendental entre el estado de alarma y el estado de excepción reside en el grado de participación del Congreso. En el primero, como ya he dicho, el Congreso únicamente puede decir sí o no (salvo en caso de prórroga). Si dice sí, respaldará en bloque el acuerdo del Consejo de Ministros. Por contra, en el estado de excepción los diputados ejercen un protagonismo mucho más activo desde el principio: el Congreso de los Diputados puede aprobar el acuerdo gubernamental en sus propios términos o introducir modificaciones en el mismo. En conclusión: si en las sucesivas peticiones de autorización parlamentaria de la prórroga del estado de alarma el Gobierno no perpetra un gran dislate, saldrá de la Carrera de San Jerónimo limpio de polvo y paja y más guapo que un San Luis. Es lo que ha sucedido hasta ahora.

El Gobierno, por tanto, está haciendo lo que le da la gana sin ningún control efectivo del Congreso (en buena parte gracias a la pésima oposición democrática del jovencito Casado). El Gobierno no quiere asumir riesgos innecesarios y puede practicar ad libitum el pecado solitario sin rendir cuentas al padre confesor. Sánchez tiene en la cabeza la máxima del Despotismo Ilustrado: "Todo para el pueblo, pero sin el pueblo". Definitivamente, don Pedro ha entrado en la senda del bonapartismo, en formato contemporáneo. Tiene mucho mérito, porque carece de los carismas y la personalidad heroica de los ídolos de Thomas Carlyle. El historiador escocés que dijo: "La democracia es la desesperación de no encontrar héroes que nos dirijan". Una aberración que Sánchez, un hombre gris que solo destaca por su ambición contumaz de poder (la erótica del poder, según el conde de Romanones) ha entendido muy bien. En la España del siglo XXI, donde campan a sus anchas el sectarismo, la ignorancia y el desdén por el pensamiento libre de ataduras partidistas, nadie mejor para dirigirla que Pedro Sánchez, el héroe de la política-espectáculo y de la ética mutante.

Digo todo lo anterior con el respeto debido a la autoridad de guardia, esa que dice "a lo hecho, pecho". La resignación y el conformismo nos llevan directamente al desastre. Si no paramos entre todos el despotismo del Gobierno, el futuro será todavía mucho peor.

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