OPINION

Los bulos del Covid y los que no saben de qué hablan

Fernando Grande-Marlaska
Fernando Grande-Marlaska
EFE

Una tragedia humana como la del Covid-19 sirve para sacar lo mejor y lo peor de cada persona, gestos heroicos de generosidad y malas artes como antes nunca habíamos visto o a las que dábamos menos importancia. Entre estas últimas desgracias está la publicación de bulos en las redes sociales, que siempre ofrecen la opción cobarde de tapar el nombre del autor con un alias. Pero incluso en ese mundo concreto que han generado las redes y el llamado ecosistema de medios sociales existe una gradación que hay que tener muy clara para que en esta pelea no paguen justos por pecadores, o no se cuelgue el ‘sanbenito’ de los buleros a los profesionales de la comunicación o el marketing digital, en un maremágnum en el que el Gobierno ha mezclado ahora hasta a la Guardia Civil.

La llamada ‘escucha activa’ es una técnica digital muy utilizada por las grandes corporaciones y las instituciones para saber en todo momento cuál es la imagen que ofrecen en el mundo de la comunicación digital (que ya es toda) en todos sus recovecos. Existe aplicaciones de lo más avanzado para saber en todo momento qué es lo que dicen de una persona o entidad, hasta donde han llegado las comunicaciones que has lanzado desde tu web o tus servicios de información, como se han valorado e incluso el alcance que han tenido todas las demás informaciones que han salido aunque no haya sido esa corporación o persona quienes las hayan provocado. En procesos electorales o ante decisiones empresariales de alto nivel y riesgo, es lógico tener cada día o cada semana un informe reputacional en donde se distinga cuál es el devenir de lo que cada cual hace en las redes o en los medios de comunicación, y la estrategia que más conviene en cada momento.

Eso no es una moda nueva, es un sector que genera cientos de millones de euros de negocio, que acapara el ámbito de la comunicación, la publicidad y el marketing digital, mueve el mercado de los ‘influencers’ millonarios en seguidores y en ingresos, del que viven muchas familias y cuya evolución vertiginosa supone un mercado en ebullición en el que ya encuentran muchas oportunidades profesionales los más jóvenes nativos digitales. Ese uso profesional de las redes sociales en la comunicación corporativa está muy lejos de los bulos y las ‘fake news’ que ahora se denuncian y que cualquier persona conectada, convertida por arte de magia en un medio de comunicación social, puede usar de la forma más desaprensiva posible. Tampoco cabe confundir esos canales de comunicación social con el ejercicio profesional de la información que hacemos los periodistas bajo estrictas medidas de control y legalidad, y que siempre dando la cara y respondiendo con  la firma, el medio y, a veces, hasta el contrato de trabajo.

El control de ese tipo de prácticas que rozan la legalidad bajo el gran paraguas de la libertad de expresión, es lógico que se lleve a cabo por una institución como la Guardia Civil o la Policía Nacional, sobre todo para descubrir y frenar calumnias, injurias, atentados contra la intimidad y la privacidad de las personas, entre un elenco de más de 30 delitos que se detallan en el Código Penal. Las redes sociales han ampliado hasta casi el infinito la capacidad de comunicación de las empresas y las personas, pero eso no da pábulo al derecho al insulto o la difamación, algo que pasa en demasiadas ocasiones en este ámbito. Más bien, el uso de las redes sociales debería dar lugar a una definición más amplia del derecho al olvido, entendido como el derecho que la gente tiene a que le dejen en paz cuando lo que se cuente de ellos no sea una noticia (veraz) de interés general. Hasta ahora se ha limitado ese 'olvido' a la retirada de datos personales delos grandes buscadores (sobre todo Google), pero tal vez habría que plantearse que su contenido esencial debería alargarse y justificar mejor el entramado jurídico que debe proteger a quienes se ven atacados desde las redes sin capacidad para defenderse.

Si tenemos estas distinciones claras sobre lo que son los bulos, el uso de las redes, el discurso del odio y los profesionales de la comunicación digital y el periodismo, lo que resulta del todo chocante es encontrar en la encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) sobre la pandemia una pregunta sobre si “habría que prohibir la difusión de bulos en las redes y los medios de comunicación social”, todo en un mismo pack, y no remitir todo a “fuentes oficiales”, las mismas que generan una tremenda intranquilidad a los ciudadanos cuando no son capaces siquiera de unificar los datos “oficiales” que ofrecen de muertos y contagiados. Solo alguien que no distingue entre el ejercicio profesional de la información y los bulos cobardes de las redes sociales es capaz de permitir que esa pregunta se haga en un organismo público, cosa que es preocupante si tiene alguna responsabilidad política. 

Es cierto que los periodistas casi siempre nos ponemos en lo peor y buscamos informaciones más con presunción de culpabilidad que de inocencia (es parte de nuestro trabajo). Pero si después de esa vergonzosa ignorancia de la pregunta del CIS nos encontramos una orden a la Guardia Civil (en un correo electrónico), para que haga escucha activa y cuide de la reputación del Gobierno (frente a las críticas sobre sus dudosas decisiones sobre la crisis), en lugar de buscar posibles hechos delictivos que poner delante de un juez y proteger a los ciudadanos, que es para lo que están, es para echarse a temblar. Ya no es porque se use una institución como la Guardia Civil para algo que no es su trabajo, sino el de los profesionales de la comunicación corporativa (que el Gobierno alguno bueno tiene), es porque quienes desde la política han avalado esas decisiones no distinguen lo que es la libertad de expresión frente al derecho a la información o las redes sociales frente al periodismo. Y por supuesto, no tienen ni idea del alcance que puede tener el derecho al olvido y lo bueno que puede ser su desarrollo para toda la sociedad.

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