OPINION

De los jueces, la independencia, y de la fiscal general... ¿La imparcialidad?

Dolores Delgado
Dolores Delgado
José González

Hasta ahora, los estudiosos del Derecho siempre habían remarcado el carácter híbrido que la Fiscalía tenía en España, a caballo entre el Poder Ejecutivo y el Poder Judicial. Por un lado, la Constitución (artículo 124) establece que el puesto de fiscal general lo propone el Gobierno y lo nombra el Rey, previo análisis del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y tras verlo, sin carácter vinculante, la Comisión de Justicia del Congreso. Pero esa designación por parte del Gobierno se entendía como el único vínculo del Ministerio Fiscal con el Ejecutivo, de forma que su propio Estatuto Orgánico y el desarrollo que hace de los postulados constitucionales mantiene un nítido acercamiento de la labor de los fiscales al mundo de los jueces.

Es decir, que mientras en Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia o Alemania, es evidente y está aceptado el control que los respectivos presidentes del Gobierno tienen sobre sus fiscales, a través del fiscal general, en España todavía podíamos presumir de tener un Ministerio Fiscal autónomo e independiente del poder político. Muy cerca del modelo italiano, donde un fiscal tiene la consideración casi de un juez. Pues bien, Pedro Sánchez ha logrado dilucidar el misterio de la naturaleza constitucional de la Fiscalía de un plumazo con el nombramiento como fiscal general de la que hasta hace apenas una semana era su ministra de Justicia. Dilema jurídico resuelto, ya está claro en España a quien obedecen los fiscales, a pesar de que en el artículo 2 de su Estatuto Orgánico diga que es un órgano “integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial”.

Aunque por funciones, misiones y principios se reconozca que el Ministerio Fiscal está más cerca del Poder Judicial, junto al que trabaja cada día, es evidente que este nuevo Gobierno ha querido hacer valer su 'poder de orientación' sobre el fiscal general, que es el que manda de verdad en una organización tan jerárquica como esa, por más que haya un camino legal para revocar sus instrucciones aguas abajo. Es más, la propia ley permite que, además del ministro de Justicia, sea el presidente quien se dirija directamente al fiscal para darle instrucciones. Exactamente, para “que promueva ante los Tribunales las actuaciones pertinentes en orden a la defensa del interés público”, algo que podría verse como una limitación para cualquier presidente frente a un fiscal general independiente, despolitizado y de reconocido prestigio en su carrera jurídica, pero que aplicado a Lola Delgado y la estrecha relación que ha tenido con Sánchez como ministra en el último año y medio, da que pensar justo todo lo contrario.

De la misma manera que la condición básica para que los jueces hagan su función es la independencia, en el caso de los fiscales se entiende que lo más importante es la imparcialidad. Es algo fundamental si tenemos en cuenta que es mucha la capacidad de actuación que un fiscal tiene ante un juicio, la instrucción de una causa o cualquier investigación. Puede acusar y puede defender. Insta al juez a pedir datos, información, actuaciones de la policía judicial, etc… Es un verdadero investigador paralelo al juez de instrucción en muchas causas y procesos en los que empresarios, políticos e instituciones relevantes de nuestro país se están jugando su futuro. Y sobre todo ha sido importante hasta ahora su cometido a la hora de frenar los desmanes separatistas de un Parlamento catalán que manejó la ley a su antojo para avalar una Declaración Unilateral de Independencia sonrojante para España como país y que ha sido la clave de todos los males que aquejan a la política y hasta la economía española.

Con el nombramiento de Lola Delgado como fiscal general del Estado y el poder omnímodo que tendrá sobre el Ministerio Fiscal (se queje quien se queje), Sánchez ha desvelado sus cartas en el conflicto catalán antes de tiempo, ha hecho evidencia de sus propósitos de frenar a los jueces (y su independencia) y los fiscales (y su imparcialidad) sobre el ‘procés’, a pesar de que hasta ahora han sido los únicos capaces de frenar la política inventada y los principios democráticos a medida que los soberanistas catalanes pusieron sobre la mesa. Cierto es que la garantía y el límite es la Constitución, la misma que dice que los fiscales deben ser autónomos y que no avala con tanta claridad ese control del Ejecutivo sobre la institución.

No se puede predecir si este proceso de diálogo y desjudicialización del conflicto catalán que defiende el nuevo Ejecutivo de coalición llegará a buen puerto. Es evidente que el enfrentamiento total que postula la derecha tampoco es una salida. Pero Sánchez no ha empezado bien haciendo que todos los movimientos de los fiscales sobre esa cuestión vayan a estar ahora bajo sospecha, toda vez que la irrupción de la exministra como fiscal general acaba de dejar la credibilidad de la institución a la altura del barro. Unos juristas que hasta ahora tanto han hecho por la convivencia y la justicia en nuestro país no merecen esto. Es un primer paso en el que tanto el presidente, por el nombramiento, como la propia exministra, por aceptarlo, puede haber cometido uno de los grandes errores de la legislatura.

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