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El gran misterio del campo y la cadena alimentaria... Continuará

Luis Planas, nuevo ministro de Agricultura./EFE
El gran misterio del campo y la cadena alimentaria... Continuará
EFE

Después de tres meses de tramitación y más de una década en el olvido, muchos se felicitaban la semana pasada porque España tiene ya una Ley de la Cadena Alimentaria que nos va a descubrir uno de los secretos mejor guardados y más difíciles de entender de la economía doméstica de este país: como se forman los precios de los alimentos desde que nacen hasta que llegan al supermercado. Parece fácil, pero les aseguro que hay gente muy bien formada que ha nacido y se ha dedicado a esto desde dentro, que todavía no lo comprende, aunque viva de ello. Doy fe.

Ahora que llega la Navidad y que los clásicos del supermercado (besugo, cordero, marisco, etc…) se ponen de gala con sus mejores precios del año, es un buen momento para preguntarse de donde vienen y cómo han llegado hasta nuestro plato. Aunque siento ser pesimista en esto: seguiremos sin saber cómo se forma el precio del pollo cada día, por qué algunos corderos valen menos en el ‘súper’ que lo que a un sufrido pastor español le cuesta criarlos, quién ha cogido estos percebes o, con estos precios, qué razones tienen los agricultores y ganaderos para salir a las calles a protestar. De entrada, esta nueva ley que se supone que marca un antes y un después en este proceloso mundo de los alimentos, no resuelve un dilema que todos los productores s industriales han puesto siempre sobre la mesa: ¿Cuántas cadenas alimentarias hay? ¿Se pueden establecer unas reglas de control sobre transformación, calidad y precios en la huerta igual que en el campo o en el mar? ¿Son los mismos intermediarios y costes de procesamiento? ¿Los mismos márgenes?

La gran innovación que se destaca de la norma es la prohibición total de la venta a pérdidas, es decir, que no haya en algún mercado (del tipo que sea) alguien vendiendo leche, fruta, carne, pescado o lo que sea más barato de lo que al productor le costaría sacarlo. La primera pregunta es: ¿Pero eso no estaba ya prohibido? Y la segunda: ¿Y cómo se demuestra que el producto a la venta es idéntico al que dice el productor? Sobre todo teniendo en cuenta la enorme variedad y calidades que hay de cada alimento en nuestro país, por no decir el grado de modernización, inversión, estructura de negocio, innovación, clima, manejo y hasta la preocupación y el amor propio que cada productor le pone a su trabajo.

La solución de la norma es, básicamente, la mayor transparencia que necesita el sector, un mal endémico que se arrastra de tiempos remotos (no hace falta ser ingeniero agrónomo para saberlo) y que se puede paliar, según estipula la ley, de dos maneras: con todos los contratos por escrito y bien ordenados; y con la intención (que no obligación) de “elaborar, publicar y actualizar, periódicamente, índices de precios y de costes de producción mediante el empleo de los criterios que reglamentariamente se determinen, que en cualquier caso deberán garantizar la transparencia y objetividad en la formación de estos índices". Y vuelve la pregunta del principio: ¿Esto no se estaba haciendo ya? ¿Cómo se hacen las cosas en el sector, tan atrasados estamos? Con el colofón -doloroso desde mi punto de vista de persona muy cercana al campo- de que esta vez en “la definición” de esos costes que deben apuntarse los productores, no solo están las semillas, el abono, el gasóleo o el pienso, se pueden tener en cuenta los costes financieros, la mano de obra, su propio trabajo y, en su caso, el de su familia. No me canso de preguntar: ¿Es que hasta ahora no valía nada su trabajo?

Como la propia norma establece, habrá que esperar a que se desarrollen gran parte de sus preceptos ‘en blanco’ y a que los ‘hombres de negro’ de la Agencia de Información y Control Alimentarios (AICA) y los órganos que creen 'ad hoc' las comunidades autónomas actúen contra las irregularidades que se detecten, aunque sea con la bomba de relojería que es en este sector la opción e hacer denuncias anónimas, para saber si esta nueva Ley de la Cadena Alimentaria servirá para algo o será más de lo mismo, como ha sido hasta ahora desde hace décadas.

Tampoco se puede culpar de todo a los márgenes de los supermercados, la mayor parte de los cuáles ya se ha puesto las pilas a la hora de contratar con cooperativas y de ordenar la relación con sus proveedores, aunque solo sea porque tienen más medios para ello y les vigila más de cerca la lupa de la Administración, además del peso reputacional que tiene para su actividad cualquier irregularidad que vaya en contra de cuestiones sobre medio ambiente y sostenibilidad en estos momentos.

Si lo que se quiere arreglar son los problemas del campo, que son la base del mal funcionamiento de la cadena alimentaria por la falta de transparencia crónica que sufre, tal vez no sería mala idea que, para que le ley sirva de algo, se apueste por su modernización de manera real. Me temo que de nada va a servir una ley como la de la cadena alimentaria si no se estructura de forma clara el Proyecto Estratégico para la Recuperación y Transformación Económica (PERTE) del campo, para que a todos los productores que de verdad se molesten por su trabajo les puedan llegar los fondos europeos.

Mejor que el control de los precios de producción será siempre formar y modernizar al sector con una verdadera digitalización que acelere y facilite esa transparencia tan necesaria; o con fondos para que puedan modernizar su maquinaria, tener mejores condiciones de financiación en los bancos o levantar una nave que les permita guardar la cosecha y aprovechar la subida de precios mayoristas. Por no hablar de las oportunidades que ofrece el autoconsumo energético y el desarrollo de las energías renovables, como la fotovoltaica, para meter dinero nuevo en un sector absolutamente dependiente de las ayudas europeas. Sólo así podrán hacer frente los agricultores y ganaderos al tremendo varapalo que les viene con las subidas de los carburantes y los fertilizantes, que a muchos de ellos les va a costar la subsistencia. Y sólo así evitaremos que tengan que salir a la calle a protestar con sus tractores, llenos de rabia e impotencia porque nadie reconoce el valor de su trabajo, que además es su forma de vida, tan digna como otra cualquiera.

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