Artzaia

Energías limpias sí, pero sin ideología y no a cualquier precio

Teresa Ribera
La ministra de Transición Ecológica, Teresa Ribera.
Europa Press

Cada vez que se juntan un grupo de expertos en energías renovables en España, la conclusión es muy clara y no ofrece dudas: nuestro país puede ser uno de los grandes jugadores del desarrollo de la producción verde y limpia a medio y largo plazo, como lo fue en su momento y porque sol y viento tenemos de sobra y son gratis. Es más, si se profundiza en ese análisis, se puede apuntalar esa aseveración con el hecho de que se ha creado una verdadera industria renovable en suelo español, con empresas competitivas en todos los niveles de la cadena de valor que sostienen esta industria, desde los fabricantes de materiales, generadores y placas solares, hasta el desarrollo de la investigación y la tecnología necesarias para hacer que la producción energética de cualquier fuente renovable sea eficiente, es decir, el mejor resultado posible con los menores recursos necesarios.

Si bien es cierto que estamos en el buen camino para llegar a cumplir los objetivos de reducción de CO2 que nos marca el Acuerdo de París para 2030 y 2050, no lo es menos que el camino que queda por recorrer no va a ser precisamente fácil, tanto por los problemas internos que se generan en el desarrollo del propio sector, como por la influencia negativa que sobre las decisiones más o menos científicas y empresariales que hay que tomar provoca la demagogia política y la ideología. Resulta grotesco cerrar el año con la mayor tensión sobre los precios de las tres últimas décadas por culpa de los costes de la energía -y la amenaza que eso conlleva de subida de los tipos de interés y asfixia financiera del Estado y de muchas empresas de un sector que necesita ingentes inversiones privadas para salir adelante- y oír al día siguiente al presidente del Gobierno soltar el cuento de la lechera en un mitin electoral autonómico de que, lejos de la dependencia del petróleo y los combustibles fósiles, España puede ser uno de los grandes exportadores mundiales de energía limpia porque lo tiene todo, sobre el papel, para ello.

Antes de llegar a esa idílica situación, que no está mal como meta y no es imposible de lograr, habría que afrontar la realidad de una inflación del 6,5% y Estados Unidos presionando al BCE para que suba el precio del dinero. En esa realidad, además, el diagnóstico puede empeorar si vemos el tremendo impacto que esa escalada de los costes energéticos está teniendo en la escasa base industrial que queda en nuestro país. Los hornos se apagan y las factorías paran porque no pueden pagar la energía necesaria para continuar en sectores como la siderurgia y la industria básica, de las que depende gran parte de la maquina herramienta española que es la que sustenta la producción de muchos segmentos auxiliares del automóvil, la construcción naval o el nuevo sector aeroespacial que se quiere desarrollar en España, entre otros.

Muchos empresarios están viendo como se les complican las cosas a nivel nacional e internacional por un mercado energético que ha optado por la electrificación sin tener en cuenta que todo tiene su camino y su pausa. La propuesta europea de considerar verde la nuclear y el gas no es una simple ocurrencia, es el resultado de muchos industriales europeos que se muestran preocupados porque no pueden aguantar unos costes generados por una decisión ideológica sobre las renovables, muy loable, pero que puede generar a medio plazo unos males mucho mayores que el final feliz que promete el cuento de la lechera en su versión ‘verde’. Seguramente es un error considerar renovable a la energía nuclear o al gas, pero eso es una cuestión más de taxonomías que de otra cosa. Lo que está claro es que por el momento son dos formas de generación necesarias si no queremos que el sistema renovable se desmorone antes de nacer. Hasta ahora siempre se ha considerado que el coste de las renovables ayudaba a contener la inflación, pero ya hay voces autorizadas que advierten que la escalada energética y los problemas de abastecimiento de ciertas materias primas están dando la vuelta a ese fenómeno, y eso sería muy grave para el desarrollo del sector.

La propia ministra Teresa Ribera lanzaba una arenga este sábado en la Asamblea de la Asociación Internacional de las Energías Renovables (Irena) para que este tipo de generación limpia se extienda a todos los niveles y todo el mundo ponga molinos de viento y placas solares como solución a todos los males energéticos de Europa. Incluso para que le saquen rendimiento como inversores en comunidades energéticas. Claro que no pensarán lo mismo los empresarios que componen la cadena de valor industrial y pagan los costes energéticos más caros de la historia. Ni los propios promotores privados de energías verdes que ven como el rechazo y la falta de aceptación social de este tipo de instalaciones crece cada día por la presión de movimientos seudoecologistas que no creen en la convivencia entre las instalaciones fotovoltaicas o eólicas (o las plantas de biomasa) y el desarrollo rural.

Tampoco sabemos bien cuál es la apuesta del Estado por el hidrógeno verde, si lo entiende como una energía de transición o, como mantienen cada vez de forma más evidente muchos expertos sin contaminación ideológica, se trata de una forma de generación tan válida como cualquier otra y muy eficaz para cuestiones como la movilidad o la generación para la industria.

Todo evoluciona y cambia con gran rapidez en las energías renovables y, sobre todo, en su aplicación a las condiciones de bienestar y desarrollo económico y social. Es evidente que estamos en uno de los procesos más importantes para el progreso de toda la sociedad, que ha venido para quedarse de la mano de la todopoderosa sostenibilidad. Pero si tan importante es este capítulo de la historia de la humanidad, no empecemos a leer el cuento por el final feliz para ‘vender’ políticamente lo que no tenemos, porque se nos pueden caer todas las expectativas de un día para otro. Electrificar sí, por supuesto, pero no a cualquier precio; habrá que medir bien el coste para no vernos en caída libre y sin fondo.  

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