OPINION

La crisis catalana y el eterno problema de la financiación autonómica

Pase lo que pase con el requerimiento de Rajoy a Puigdemont, la DUI y el artículo 155, la crisis política e institucional generada por el conflicto catalán ha dejado una cosa muy clara: hay que ponerse a trabajar cuanto antes en un nuevo modelo de financiación que elimine los agravios comparativos territoriales de la España de las autonomías y encaje, si se considera necesario, en una futura reforma de la Constitución.

Desde la primera formulación del sistema, allá por el año 1986 (el de la entrada de España a la UE) hasta el actual modelo basado en la reforma de julio de 2009, han sido cinco las ocasiones en las que ha habido que ajustar y modificar el reparto del dinero de los impuestos entre todos los españoles y sus gobiernos autonómicos dentro del sistema fiscal común (sin País Vasco y Navarra). Si revisamos el análisis de los expertos, el resultado contable y las consecuencias políticas de todas esas reformas, la conclusión, con matices, ha sido la misma: todos los acuerdos posibles en esta materia se han saldado con un reparto mayor de dinero desde el Estado a los agentes políticos autonómicos para que puedan tener un margen más amplio en su gestión política, intentando que con ello no se desbordara demasiado el déficit que España debe justificar cada año ante la Comisión Europea.

La mayor prueba de esa máxima se produjo en la reforma de julio de 2001, en la que los negociadores del Gobierno del PP lograron la unanimidad de todas las comunidades autónomas, hasta el punto de enfrentar a los barones socialistas de Castilla-La Mancha, Extremadura y Andalucía a su ejecutiva confederal de Ferraz, que recomendaba el no. Eso sí, la propuesta suponía el mayor reparto de fondos a las autonomías que jamás se había visto y, con ello, la gestión descentralizada de la educación, la sanidad y los servicios sociales básicos. Ese modelo mantuvo la paz en el sistema durante siete años, pero la presión demográfica, la evolución económica y nuevas prestaciones como la Dependencia, dejaron claro ya en 2006 que un nuevo planteamiento era más que necesario.

Ese año se empezó a gestar la reforma que vería la luz tres ejercicios después, pero con unos condicionantes básicos que todavía quedan por resolver y que lo han marcado desde ese mismo momento hasta nuestros días. A pesar de ser todavía una época de crecimiento (el final) el propio Pedro Solbes como ministro de Economía advertía que era necesario un cambio amplio de las bases del Estado de Bienestar, más allá de seguir con la modificación del modelo vigente, sobre todo a la vista de cómo estaban evolucionando los diferentes estatutos de autonomía reformados, aparte del catalán. El Gobierno de Zapatero tenía delante dos retos muy complicados: una crisis en ciernes (que no se quería reconocer ni ver venir) y el primer desafío independentista de Cataluña, esta vez solo en forma de pacto fiscal o modelo federal de financiación más descentralizado, que había revuelto a todos los demás

ejecutivos autonómicos que no querían perder ‘comba’ en el reparto. Entonces era un socialista catalán y experto en federalismo fiscal, Antoni Castells, el negociador clave con Solbes, bajo la lupa de CiU y Artur Mas. Después de tres largos años de debate y ya en plena crisis, el sistema acordado en 2009, lleno de parches en forma de fondos de compensación que nunca han funcionado bien, no fue el salto que algunos esperaban (sobre todo los catalanes, incluidos los socialistas del PSC).

Aquel cambio amplio al que Solbes se refería en 2006 se quedó sin hacer y vuelve a la palestra ahora, pero tamizado por una crisis política catalana sin precedentes. El informe de los expertos para reformar la financiación pide definir el modelo a través de la garantía de los Servicios Públicos Fundamentales (SPF), es decir, que todos los españoles disfrutemos siempre de un nivel básico igual y efectivo en todo el territorio en materia de sanidad, educación y otros servicios sociales que nadie pueda cuestionar. ¿Pero dónde se pone la raya en ese nivel? ¿Dónde deja de ser básico para pasar a ser modificable por la gestión autonómica supuestamente descentralizada? Eso sí, sin causar agravios comparativos injustificados y sin incurrir en un déficit que nos deje fuera de los mejores de Europa. Entonces se tenía claro que el sistema debería ser igual para todos, aunque se negociara de forma bilateral con cada comunidad. Después del reto catalán agudizado ahora, será complicado distinguir entre un acuerdo para todos o diecisiete acuerdos para nada.

Es loable que PP y PSOE hayan llegado a un pacto ahora, casi ‘in extremis’ y bajo la amenaza de la secesión catalana, para negociar la financiación e intentar llegar a algo positivo que, en lo que quepa, sirva para solventar los ánimos de unos y otros. Saber de donde venimos y aprender de los errores pasados es de sabios, pero en este caso es además una obligación para los políticos de uno u otro signo, que antes de apuntarse un tanto con estas nuevas negociaciones, deben tener en cuenta que ya llegan tarde para solucionar un problema que se tiene encima de la mesa desde hace demasiado tiempo y para el que siempre ha faltado amplitud de miras.

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