Artzaia

La malversación frente al Derecho como 'el arte de lo bueno y de lo justo'

El portavoz de ERC en el Congreso de los Diputados, Gabriel Rufián.
El portavoz de ERC en el Congreso de los Diputados, Gabriel Rufián.
Europa Press

Hace unos cuantos años ya que se eliminó del Congreso de los Diputados la llamada ‘Comisión de Estilo’ que, sin entrar en los conceptos técnicos de las propuestas y proposiciones de ley que entraban en la Cámara, se ocupaba de que, al menos, se entendiera bien lo que decían y fuera más fácil adivinar sus consecuencias por parte de sus señorías. Se supone que algo así ya no debería hacer falta en el Hemiciclo español, pero a la vista de cómo se están regulando las cosas, más a golpe de intereses políticos particulares que de interés general, tal vez no sería mala cosa establecer una comisión similar, pero más técnica, que revisase no solo el estilo y la claridad que también, sino las consecuencias jurídicas de lo que se está proponiendo en todos los órdenes de la vida real, sobre todo cuando afectan a delitos tan básicos para el funcionamiento de la sociedad como los de la violencia de género, la corrupción o los impuestos que pagamos todos los españoles.

Pedro Sánchez se daba este domingo un baño de multitudes en Barcelona para apoyar a su candidato a la alcaldía, después de haber filtrado al principal periódico catalán su idea de reducir las penas de la malversación de fondos públicos, no tanto a medida de lo que piden los independentistas de ERC para beneficiar a sus condenados tras el 1-O, pero que suaviza las condenas y se amolda a lo que exigen los de Rufián y Junqueras o, al menos, es una base sobre la que negociar sus pretensiones. Para ERC no es igual el cargo público que malversa fondos en beneficio propio, para enriquecerse personalmente, que el que lo hace sin ánimo de lucro, aunque en este último caso la intención fuera, como hace cinco años, usurpar el poder en la Comunidad. Evidentemente, eso no se puede traducir en una cantidad determinada de dinero en metálico; es una lucha de poder, es decir, llevárselo todo.

Ya no se acuerda nadie del coste que para la sociedad catalana ha supuesto la salida de las grandes empresas o la falta de inversión por puro miedo a la inestabilidad social y a la quema de contenedores. Eso ocurrió porque alguien malversó fondos en la Generalitat para intentar declarar la independencia de Cataluña, aunque eso supusiera salirse de Europa. No era enriquecimiento personal, era llevar a los catalanes a la ruina total. Mover la ley ahora para suavizar esas penas es una línea roja muy arriesgada de pasar.

Aún así, el presidente del Gobierno admitía esta semana su intención de reformar la malversación, en beneficio de los procesados independentistas, siempre que esa decisión sirviera al objetivo político de normalizar el conflicto catalán. Eso ayuda, además, a convertir la renovación catalana -con el PSC más fuerte de los últimos años de la mano de Salvador Illa- en una apuesta electoral de cara a las municipales de mayo y las generales de fin de año. Sánchez confirmaba esta estrategia el mismo Día de la Constitución, la misma que establece que las normas jurídicas que emanan del Congreso no deben hacerse nunca ‘a salto de mata’ por un puñado de votos, sino atendiendo al objetivo profundo del Derecho de hacer justas las relaciones sociales, no legalizar situaciones a medida sin más.

Siempre he defendido que los abogados y todo el colectivo de juristas que conforman el Estado español son, de alguna manera, los arquitectos de la vida social. Pero su función no es solo levantar soluciones de compromiso para salir al paso de situaciones puntuales y/o personales, sino la de crear edificios sólidos que sirvan para cimentar y ordenar la convivencia social en el tiempo. Y eso no se hace adaptando leyes tan importantes como la malversación sin una reflexión sólida que evite que, tras contentar a los independentistas catalanes, se puedan beneficiar todas las personas condenadas por corrupción en los últimos años, que no han sido precisamente pocas. Eso genera engaño y frustración social, más que idea de justicia.

De una forma u otra, las rebajas en la malversación, derivadas de los cambios en la sedición, son la gota que colma el vaso de una sociedad que ha visto como los mismos intereses particulares y políticos son los que justifican el ‘impuesto a los ricos’, mal llamado de solidaridad, y otras decisiones poco claras, mal explicadas y que rozan el oportunismo político más que el fin de buscar la justicia social. No es solidario forzar un hecho imponible sobre otro que ya existe, de dudosa legalidad ambos, solo para evitar las bonificaciones fiscales que, con toda legitimidad, aplica la presidenta de la Comunidad de Madrid, en plena refriega electoral, escoltada por Andalucía y Castilla y León, aunque con menos convicción política. No se debate ni se discute sobre la autonomía financiera de las CCAA que estableció el propio Tribunal Constitucional en las limitaciones que establecía la sentencia del Estatut catalán de 2010 (precisamente), con un impuesto inventado calcado del que esta bonificado. Nadie se cree que el impuesto a los ricos vaya a servir para algo. Tampoco es normal aprobar este tributo en una enmienda de una norma que pretende poner en marcha otros dos (contra la banca y las eléctricas) cuyos hechos imponibles y legitimidad constitucional están también más que en entredicho, por más que cuenten con cierto aval comunitario.

El exceso de normas a medida y regulaciones legales ad hoc que luego se vuelven contra quienes las difunden sin la suficiente preparación ni la evaluación de sus consecuencias en el funcionamiento de la sociedad -como le ha ocurrido al ‘solo sí es sí' o le puede ocurrir a la nueva ley de supuesto bienestar animal-, es un arma de doble filo muy peligrosa de cara a las urnas, la tolerancia y la igualdad real. Sería bueno que más de uno en el Congreso y en Moncloa se parase cinco minutos a releer a los clásicos del Derecho y la realidad social y recordase de los tremendos riesgos que supone la “minusvaloración del derecho a los ojos de los hombres, que ya o pueden ver en él la idea, cargada de valores, de aquel ‘ars boni et auqui’ de Celso (el arte de lo bueno y de lo justo), sino un mero elemento constrictor en manos del poder, que ciñe y recorta las libertades y amenaza con someter a nuestras vidas en una aburrida monotonía”. 

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