Artzaia

Otro cuento de nunca acabar para salvar a la España vacía

Atardecer en la España vacía
Otro cuento de nunca acabar para salvar a la España vacía del ocaso.
Fernando Pastor | La Informacion

Resulta interesante ver la evolución cíclica que se produce en la preocupación de los políticos por la España vacía a medida que lo van exigiendo las circunstancias de los gobiernos centrales. Se empezó hace treinta años, cuando se vieron los primeros problemas del campo y su reconversión, demasiado dependiente siempre de las ayudas europeas: entonces se llamaron planes de desarrollo rural, que de muy poco o nada han servido. Se volvió a recuperar la preocupación una década después, cuando se hablaba de la reconversión del turismo hacia un oferta de turismo rural y cultural. Fue el boom de las casas rurales, que al menos han dado cierta vida a algunas zonas olvidadas, sobre todo si son privilegiadas por el entorno natural en el que están y nacidas demasiado al albur de las subvenciones locales; otras, las de la España vacía y olvidada de verdad, sobreviven a duras penas la pandemia. El tercer asalto fue el de Zapatero, cuando llenó los pueblos de carteles del Plan E, porque en algo había que gastar todo ese dinero recolectado de lo que no se había hecho hasta el momento en su mandato y empaquetado en un plan de reconversión con más pena que gloria. Y ahora nos llega el plan Sánchez para la transición ecológica y la digitalización y, de nuevo, sale la salvación de la España vacía a la palestra como una de las grandes heroicidades que van a ablandar los corazones de los españoles, votantes y bucólicos.

El primer problema que se presenta es un problema de definición. ¿La España vacía son los municipios con mil o dos mil habitantes, con centro de salud, colegio, residencia de ancianos, conexión a internet y cuartel de la Guardia Civil... o son los miles de pequeños pueblos y aldeas que sobreviven sin nada de eso como pueden? Según el mítico diccionario Madoz, en el pueblo alcarreño en el que nací había hace sesenta años más de 600 habitantes (900 almas), veintidós reatas de ovejas y tres bares que eran tiendas y tertulias a la vez. Todo se empezó a desmoronar cuando salían autobuses y camionetas llenos de gente joven, sin más futuro que trabajar en el campo e ir a la escuela nocturna, hacia Suiza y Alemania, a trabajar duro para labrarse un porvenir. Es decir, para volver a España y poder comprar un piso en la ciudad (o cerca), tener un empleo fijo en una fábrica de mano de obra intensiva cercana a la capital y llevar a los hijos al colegio. Eso que ahora parece más fácil, era entonces triunfar en la vida y me consta que muchos sudaron y se dejaron la salud en ello, por el bien de su familia. Ahí se vació España, precisamente por la misma razón por la que ahora se vacía Marruecos. Mi pueblo tiene ahora 59 habitantes en el censo, apenas 20 viven allí de continuo y solo se medio llena los fines de semana si hay algún tipo de fiesta o para disfrutar de la segunda residencia, la casa del pueblo, que es para lo que ha quedado y la base de un futuro, si lo tiene.

En esa España vacía, la de verdad, la que no ha vaciado nadie más que la vida misma y las necesidades de progresar para no condenar a tus descendientes a una vida tan dura como la que allí se vive, es donde muy poquitas cosas se han hecho, más allá de cambiar tuberías porque no hay presión para el agua, poner columpios en un descampado convertido en parque público o limpiar caminos para agricultores y senderistas. Es la realidad de provincias como Guadalajara, Cuenca (las dos de mayor dispersión rural de España), Soria, Palencia, Teruel, Zamora y otras muchas donde el desarrollo rural fue un fiasco, los cereales y las rentas dependen de la subvención de la UE y ahora se buscan la vida cambiando montes y parcelas por molinos eólicos y placas solares, donde tampoco es oro todo lo que reluce. Es una proeza el triunfo con un diputado del fenómeno ‘Teruel Existe’, tras muchos años de pelea, pero es lamentable que haya que tener un partido con ese nombre en la España del siglo XXI para que el resto de la población se dé cuenta de lo sola y descuidada que está una gran parte del país casi todo el año.

A la hora de plantear soluciones, no hay que ser un genio para saber que lo que la España vacía necesita no es tanto llenarse, como conectarse al progreso sin que nadie tenga que moverse de donde está ni emigrar. Precisamente son los mayores y la gente que está en esos pueblos los que mejor saber que eso de la vuelta de los jóvenes a los pueblos para ganarse la vida es una quimera, salvo raras y heroicas excepciones, sobre todo en los lugares donde la agricultura es pobre y el entorno poco atractivo frente a los lugares de ensueño que se anuncian en el turismo rural. Pensar que el éxodo del campo a la ciudad tiene vuelta es hacerse trampas al solitario de forma cruel y masoquista. Es una de las falacias que más ha hecho fracasar los intentos de recuperación que hasta ahora se han hecho.

El desarrollo de todos esos pequeños pueblos depende de que sepan adaptarse como segunda residencia de gente que necesita escapar de las grandes ciudades de vez en cuando, para volver de nuevo a ellas porque las necesitan para vivir como una droga. El truco no es acercar el campo a la ciudad para que la gente se vaya a vivir allí, al contrario, es acercar los servicios que tiene ciudad al campo: poner en los pequeños pueblos la base para que quien vaya, a ratos o para siempre (que más da), no eche en falta lo más básico para su bienestar, su consumo o sus necesidades vitales. Hace falta tener cerca un centro sanitario, para no morir de un infarto esperando dos horas a que llegue una ambulancia; hace falta que llegue internet a todos los rincones para comprar en Amazon como todo el mundo; hace falta una mínima estructura educativa lo más cercana posible para aprender sin tener que emigrar a la ciudad. Y hacen falta políticos locales que no jueguen al poder y al reparto de favores según las siglas de su partido, sino que estén al servicio de la gente, sea de la ideología que sea, anciano o ‘perrofluata’. Ese, tal vez, sea uno de los últimos grandes males de la modernidad que ha venido a ennegrecer aún más muchas zonas rurales. Empecemos por aclarar el embrollo burocrático y el amiguismo administrativo: en la España vacía nadie sabe ya de donde vienen las subvenciones, si de un amigo del alcalde, de la Diputación Provincial, de la delegación de la Junta o de los fondos europeos de siglas ininteligibles. Ser alcalde de un municipio de más de mil habitantes, con sueldo incluso, puede ser enriquecedor; ser alcalde de los miles de pueblos de menos de cien personas, gratis y con más problemas cada día, es una proeza agotadora.

Que el 42% de los municipios este en riesgo de despoblación, que decía el presidente en su presentación de un nuevo plan millonario para el mundo rural -unos 3.400-, no es un dato cualquiera, es un drama terrible que se viene acumulando desde hace demasiado tiempo. El problema es que no está claro que eso tenga una solución tan bonita como la que se ha puesto sobre el papel en todos los planes hasta ahora. Cuidado con los errores de cálculo: mano de obra cualificada en pueblos de cien habitantes o menos ¿para qué? ¿quién va a invertir?; vivienda barata para atraer gente y que no haya que cerrar el colegio: hace mucho tiempo que la mayor parte de esos pueblos cerraron sus escuelas, que ahora son sedes sobrevenidas de centros culturales para jugar a la brisca. No nos engañemos, hay muchas situaciones en la España vacía que no tienen solución y muchos pueblos que tendrán que cerrar por falta de uso. Este sábado decía Sánchez que esta vez la apuesta era sincera, decidida y comprometida. Otro error: en los pueblos las cosas solo se creen cuando se ven y en los pueblos pequeños llevamos demasiado tiempo a ciegas. Y créanme: no hay cosa que me gustaría más ahora que no tener razón.

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