OPINION

¿Qué hace más daño al campo, el SMI o los hipermercados?

Tractores, máquinas, agricultura, maquinaria agraria, huerta, labrar, campo
Tractores, máquinas, agricultura, maquinaria agraria, huerta, labrar, campo
GVA - Archivo

Hace por lo menos tres décadas que se empezaron a debatir en el seno del Ministerio de Agricultura las imperfecciones de la cadena de los precios de los alimentos, a la vista de las situaciones de abuso que se podían estar cometiendo por parte de las grandes superficies y sus compras a gran escala y precios bajos. A pesar de ello, nadie supo nunca como se formaba cada semana el precio del pollo, al que incluso se echaba la culpa de la subida de la inflación, sobre todo porque en el mercado, más que las cadenas de distribución y sus presiones sobre los productores del campo, siempre ha mandado la ley de la oferta y la demanda, que depende de otras muchas cosas, entre ellas, de los propios productores y su intervención en el mercado. Parece mentira que en tanto tiempo hayamos aprendido tan poco y todavía veamos el problema crónico y estructural que tienen la agricultura y la ganadería españolas como una guerra contra los supermercados.

La demagogia de comparar el precio en origen con el precio de venta al público que se marca en los lineales de los supermercados no sirve para nada, porque no refleja la realidad de lo que pasa. Una naranja en un árbol o un brócoli en la huerta no vale nada si no hay nadie que lo pueda o lo quiera comprar, y desde que se produce hasta que se pone a la venta, los costes directos e indirectos por los que pasa se han multiplicado por diez en los últimos años, si nos atenemos a las obligaciones de calidad, trazabilidad, sostenibilidad y servicio que demanda el consumidor de ahora. Al contrario de lo que pueda parecer y de lo que ocurría hace treinta años, cada vez hay más gente dispuesta a pagar caro si la calidad y el servicio lo merecen, unos costes que han apretado todavía más el margen de las cadenas de distribución, que ahora no solo están obligadas a dar lo mejor a buen precio, sino a ponértelo en casa a la hora que quieras y con una sonrisa. Y so es bueno, quiere decir que mejoramos como sociedad y como mercado eficiente, aunque haya quien vaticine el final de ir a hacer la compra. 

La pregunta entonces es ¿quién abusa del campo? Para acercarnos al problema, lo primero que hay que hacer es un diagnóstico y ver cómo sobre el sector agroalimentario se ha generado en estos meses la tormenta perfecta, en un negocio que ya no depende tanto del Gobierno central como del europeo. El trigo y la cebada suben o bajan por pura oferta o demanda, algo que ahora está condicionado de lo que se produzca en Polonia (el granero de Europa) o lo que venga de los nuevos socios comunitarios de la Europa del Este. Una zona que también compite fuerte en porcino y en hortofruticultura, cuya economía va más retrasada que la española o tiene otros costes, pero cuyos productos cuentan en el reparto de ayudas comunitarias. El campo español lleva más de treinta años disfrutando de los ‘derechos’ que cobra de Bruselas, pensados entonces para reordenar unas producciones pequeñas y poco rentables, de forma que no siempre tuvieran que depender de las subvenciones. Y siguen siendo pequeñas y poco rentables, en un sector con cada vez menos profesionales a tiempo completo (ni siquiera un millón) y muchos propietarios y oportunistas a tiempo parcial, si seguimos las pautas del último Libro Blanco que se hizo en Agricultura.

Los precios del gasóleo y de la energía, la obligación de utilizar pesticidas (previo pago de cursillo obligatorio) porque no se pueden quemar rastrojos ni siquiera de forma controlada, el coste de los fertilizantes, la tremenda casuística de unos seguros que se convierten en inseguros y desaniman a su contratación, el precio de la maquinaria… Podríamos estar un día entero poniendo los problemas que sufre el campo, sobre todo en el secano cerealista que domina este país, descolocado ahora por el cambio climático y la lluvia a destiempo. También podríamos poner ejemplos de grandes explotaciones o regadíos potentes de frutas y hortalizas, dedicados a la exportación en su mayoría, a quienes perjudican los aranceles de Trump (sobre todo al aceite) o los tomates marroquíes. Unos exportadores que se manejan en cadenas de valor (transformación, transporte, aduanas, etc.) con precios más altos y que también influyen en el coste que cada día sufre el comercio minorista de algunos productos en los ‘mercas’ españoles y que llegan al bolsillo de los consumidores.

La puntilla ha sido la subida del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) en un sector donde los sueldos están bajo mínimos y la economía sumergido ha sido moneda de cambio durante demasiado tiempo. Poner todo en orden para evitar el acecho del Fisco es ahora más caro que nunca, no por la sanción que se pueda sufrir, sino por los sueldos que hay que pagar, con los inspectores de trabajo en la puerta. Y eso le ha dolido mucho al campo, como demuestra la pérdida de empleo mal pagado y de baja cualificación que ha sufrido con los nuevos SMI. 

Al final no se puede decir que son los hipermercados y las grandes empresas envasadoras para la exportación las que abusan del campo y las que tienen la culpa de todos sus males. Para eso se hizo la Ley de la Cadena Alimentaria y la prohibición de las ventas a pérdidas que, más que reformar, lo que hay que hacer es cuidar que se cumpla a rajatabla y endurecer las penas a quienes se las saltan, porque hacer daño a un productor agrario es hacérselo a toda la sociedad, sobre todo si son grandes marcas y producciones a gran escala.

Entre unas cosas y otras, todo ha sido una tormenta perfecta y una buena oportunidad para sacar los 'supertractores' por Madrid, dar un toque al nuevo Gobierno y aprovechar las gangas de su apertura de legislatura, si las tiene. Pero los propios agricultores que protestaban esta semana admitían que la guerra no era contra los ‘hiper’. Eso es ir para atrás, y lo saben. Esta bien que se revise la legislación, pero el problema de un campo donde hay cada vez menos profesionales, las explotaciones son demasiados pequeñas y dependientes de la subvención europea, no se apuesta por el desarrollo rural (por más leyes que se hayan anunciado para ello), domina el caciquismo político a la hora de repartir las inversiones en las zonas más desfavorecidas o no llega ni siquiera internet, no es un problema de comparativas demagógicas de precios en origen y en destino. Es un grave problema estructural de la economía española cuyo sector primario lleva tres décadas intentando adaptarse al mercado europeo y aún no lo ha conseguido. No es un solo problema ni un solo abuso, son tantos como producciones y mercados se han generado.

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