OPINION

Cataluña: del compromiso a la integración

Gráfico Metroscopia
Gráfico Metroscopia
La Información

La crisis política entre Cataluña y España es un desastre. Y no lo digo yo, lo dicen espontáneamente los españoles y las españolas cuando se les pregunta qué es lo primero que se les viene la mente cuando piensan en la situación política de Cataluña. Desastre, caos, división, desorden… este tipo de calificativos son los más repetidos por la ciudadanía en el último sondeo de Metroscopia. Y creo que más que una reacción emocional se acerca más a un diagnóstico: el problema es muy grave y la gestión política del conflicto, ineficaz.

La amplia mayoría de españoles (86%) se muestra consciente de la gravedad de la crisis catalana. Lo llamativo es que esta genere antes la sensación de un problema mal gestionado que desapego, hartazgo o descalificación. Y no es que tales reacciones no formen parte probablemente también del cuadro completo de actitudes de la ciudadanía hacia Cataluña. Más bien, pone de manifiesto lo más primario, prioritario y fundamental: la necesidad de encontrar salida a un problema en el que, además, la responsabilidad estaría repartida (en la utilización de los calificativos no se identificó a priori a ninguna de las partes como principales responsables del estado de la situación).

Se es consciente del conflicto, se reconoce la gravedad y se percibe una mala gestión. Sin embargo, el ¿ahora qué? deambula en bucle ante una obstinada parálisis, ante la ausencia de un diálogo constructivo. Y ante este desafío, creo que el pensamiento de Mary Parker Follet (1868-1933), la teórica pionera en el estudio de las relaciones humanas en las organizaciones, puede ser todavía útil para afrontar este aparente callejón sin salida, esta situación desastrosa o caótica, tal y como la verbalizan los españoles.

Decía Follet que solo asumiendo con naturalidad que el conflicto es inherente a cualquier tipo de organización, ya sea social, política o empresarial, somos capaces de capitalizarlo. No de solucionarlo. Capitalizarlo. Es decir, el conflicto debe siempre tratar de convertirse en un activo para la organización. Para ello, más importante que encontrar el método óptimo de gestión es aplicar el enfoque adecuado desde el que pensarlo. Si en lugar de en solución se piensa en capitalización, la metodología cambia. Si en lugar de en perjuicios, se piensa en oportunidades, el ánimo cambia.

La manera tradicional y más primaria de abordar un conflicto, apunta la autora, es la dominación: la victoria de una parte sobre la otra. Es una aspiración genuinamente humana de querer imponer lo propio sobre lo ajeno. Una tentación disponible 24 horas. Conquistar, no ceder, no sacrificar. Lo fácil es siempre recurrir al poder como dominación. Lo difícil es que sea exitoso.

Comentaba hace poco Carles Boix, parafraseando a Hegel, que al fin y al cabo, una relación de dominación es siempre una relación infeliz. Y es infeliz además para las dos partes. Lo mismo pensaba Follet. Imponer provoca infelicidad al dominado, pero también a quien domina, porque sabe que no obtendrá nunca la legitimidad sincera de aquel.

Escribía la bostoniana que “quizá queramos abolir el conflicto, pero no podemos deshacernos de la diversidad”. Así que antes de optar por una solución dominadora que genere infelicidad mutua, lo mejor es adoptar otro método: el compromiso. El paradigma metodológico de la democracia liberal. Con él, todas las partes reconocen el conflicto y sus respectivas diferencias. Para garantizar la paz, la convivencia y el respecto a la diversidad, cada una cede y sacrifica parte de sus aspiraciones e intereses. Llamémosle Constitución Española de 1978 o Estatut de Catalunya de 2006.

El problema surge cuando el compromiso se trunca, cuando se pierde la confianza en el otro. Además, dice Follet, en última instancia el compromiso no crea nada nuevo, solo lidia con lo ya existente. El compromiso es pues por naturaleza una solución temporal. Renovable, pero temporal. Las partes nunca verán satisfechas del todo sus expectativas, de forma que, por acción u omisión, nunca se solucionará el conflicto.

Cuando el compromiso no es suficiente o fracasa, entonces, concluye la autora, el método óptimo es la integración. Esto es, la capitalización del conflicto a través de la creación de algo nuevo que unifique a las partes. Solo así estas conseguirán ver satisfechas sus aspiraciones sin especiales sacrificios. Esta solución nueva es la más difícil y compleja, la que requiere más inteligencia, voluntad y, sobre todo, el tesoro político más preciado: la inventio. La imaginación, la creatividad, la inventiva política. La integración, más allá del compromiso, es la única forma de garantizar la estabilidad. Y aunque nunca es fácil aplicarla, vale la pena intentarlo. De ello puede depender más que el rumbo de la organización. Llamémosle España.

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